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POLVO DE EL DORADO
Amar o ser amado
Alberto Waldemar
DISEÑO DE PORTADA: Matisse Studio https://pixabay.com/es/
D.R. POLVO DE EL DORADO
Todos los derechos reservados. © 2019 Alberto Waldemar
Contacto:
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El copyright es propiedad exclusiva del autor y por lo tanto no se permite su reproducción, copiado ni distribución ya sea con fines comerciales o sin ánimos de lucro.
Capítulo 1
Corría el año de 1911, era verano y hacía un calor infernal por todo el norte de la República Mexicana. Habían dado las diez de la noche y en el viejo pueblo de Magueyales ubicado al norte de Durango, todo lucía tranquilo y en paz; a excepción de la maltrecha cantina del centro del pueblo. Desde la calle se podía escuchar las risas y la algarabía de los hombres que allí se encontraban bebiendo. Don Cesáreo Ruiz dueño del negocio, servía tragos a sus clientes; mientras su hermosa, joven y recatada mesera Agustina -de acento español-, atendía las mesas. Las ganancias del viejo eran considerables, a pesar de su mala fama de rebajar los tragos con agua; mientras a la mesera le pagaba unos cuantos pesos. Ella por su parte, aunque le repugnaba el lidiar con borrachos, sabía que no podía abandonar su empleo pues necesitaba las monedas para sobrevivir.
Estando todo el mundo bebiendo, riendo y cantando corridos; hizo su aparición en la puerta de la cantina un extraño fuereño. El hombre vestido de negro, entró al negocio mirando todo con cierto grado de desconfianza, y recorriendo el lugar de lado a lado con su mirada. Luego de escupir la espiga de trigo que traía entre los dientes, se acomodó el sombrero y se dirigió a la barra. Se sintió un poco más relajado ya que al parecer, nadie lo había reconocido. Entonces pidió un trago, mientras veía a un grupo de hombres jugar al cubilete con algunos dados.
En el momento en que el forastero daba un sorbo a su bebida, un alcoholizado hombre quiso aprovecharse de la joven mesera, tomándola por la cintura.
—Te he estado echando el ojo desde que llegué lindura...Me gustan tus modos palabra ¿Qué hace una hermosa españolita como tú sirviendo tragos en un lugar como este?
— ¡Suélteme!
— ¡No te pongas rejega!
— ¡Que me suelte he dicho!
—¡No más tienes que darme un besito!
Justo cuando la mujer dio un grito sorprendida, el fuereño sin poderse controlar, estrelló una botella de cerveza en la cabeza del hombre; para luego sujetar del brazo a la mesera colocándola detrás de él.
Los seis compañeros del hombre que había caído inconsciente al suelo, quisieron cobrar venganza contra el forastero, arrojando la mesa al suelo y con ella sus tragos y las cartas de una baraja. Ante el escándalo la joven hizo por retirarse, pero el fuereño continuaba sujetándola del brazo.
— Tranquila bonita — le dijo sin siquiera mirarla. Luego le preguntó en voz baja —. ¿Tiene alguna botella en su mano?
— ¿Cómo?
— Esto se va a poner bueno y no traigo mi pistola... Sólo deme lo que traiga en su mano.
La joven incrédula le extendió la carta de una baraja. Al tomarla el forastero sonrió.
— Escuchen amigos... — dijo tratando de tranquilizarlos — ¿Van a defender a este infeliz borracho que los timó?
Ante la mirada de desconcierto de los hombres, el fuereño se inclinó hacia el hombre en el suelo, y fingió sacarle de la manga de su camisa una de las cartas.
Todo aquello dejó a los hombres confundidos en un principio, para luego sentirse estafados.
—¡Con razón nos había ganado la última partida este infeliz de Pascual! ¡Nos hizo trampa!
Pero luego uno de ellos reconoció que esa supuesta carta guardada era diferente al resto del mazo.
Viéndose descubierto, el forastero empujó a la joven hacia la barra y comenzó a hacerse a puñetazo limpio contra los hombres, desatando la pelea entre todos los clientes en la cantina.
Fue hasta que don Cesáreo disparó al aire su vieja carabina, que todos se tranquilizaron sorprendidos.
— ¡Salgan a pelear fuera! ¡Que van destrozar mi negocio! — sentenció el viejo sin soltar el puro humeante de sus labios.
Los seis hombres sacaron en peso al fuereño; y en un oscuro callejón le dieron una fuerte paliza dejándolo inconsciente.
— Y tú Agustina — dijo Cesáreo chiscando sus dedos — te me vas. No quiero más problemas aquí por tu causa.
— ¡Pero don Cesáreo por su mare! ¡No me puede echaa! ¡Vamoo que yo no he tenido curpa alguna en este lío!
— Nada. Te me vas muchacha.
Ella un tanto resignada salió del negocio. Justo en la entrada se encontró con otro hombre. Era alto, rubio, bien parecido y a juzgar por sus ropas, era de clase acomodada.
— ¿Qué fue lo que sucedió aquí? ¿Te encuentras bien? — le preguntó angustiado.
— Si Silverio.
— ¿Alguien se atrevió a faltarte? Porque si es así yo...
— No... Sólo me he quedao sin empleo.
— Ya veo... pero te recuerdo que tú no tienes necesidad de todo esto... Si tan sólo aceptaras mi ayuda... Yo podría...
— ¡No por favoo! ¡No insistaa maa Silverio...! Ya veré yo como salgo de too esto.
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