El amor en la sociedad rusa de finales del siglo XX
ignó consigo mismo por haberse sonrojado y por no haber sabido decirle: «He venido
había afirmado más aún durante los años en que Levin fue estudiante. Éste se preparó a ingresó en la Universidad a la vez que el jove
encariñado era precisamente con la casa, con la famil
Así, pues, en casa de los Scherbazky se encontró por primera vez en aquel am
a muerte de
sterioso, poético; y no sólo no veía en ellos defecto alguno, sino que suponía que bajo aquel velo po
Linon, fuesen por las tardes a horas fijas al boulevard Tverskoy, vestidas con sus abrigos invernales de satén – Dolly de largo, Natalia de medio largo y Kitty completamente de corto, de modo que se podían distinguir bajo el abriguito sus piernas cubiertas de tersas medias encarnadas–; que hubiesen de pasear por el boulevard Tverskoy acompañad
la Marina, pereció en el Báltico y desde entonces las relaciones de Levin con la familia, a pesar de su amistad con Oblonsky, se hicieron cada vez menos estrechas. Pero cuando aquel año, a principios de invierno, Levin volvió a Moscú después de un año de ausencia y visitó a los Scherbazky, comprendió de quién estaba destinado en realidad a enamorarse. Al parecer, nada más sencillo – conociendo a los Scherbazky, siendo
a alta sociedad, que comenzó a frecuentar para verla más a menudo; y, de repente, l
los padres de Kitty él no podía ser un buen partido
a edad, treinta y dos años, otros compañeros suyos eran: uno general ayudante, otro director de un banco y d
ro, un hombre sin capacidad, que no hacía, a ojos de las gentes, sino lo que hacen los que n
ella ya difunto, sus relaciones con Kitty habían sido las de un hombre maduro con una niña, lo cual le parecía un obstáculo más. Opinaba que a un joven feo y bondadoso, cual
s y vulgares, pero él no lo podía creer, y juzgaba a los demás por sí mis
reposo, y vio claro que no podría vivir sin saber si Kitty podría o no llegar a ser su mujer. Comprendió, además, que sus temores eran hijos de su imaginación y que no tenía ningún serio motivo para pensar que hubiera de
su hermano mayor por parte de madre. Después de mudarse de ropa, entró en el desp
renombrado que había venido de Jarkov con el exclusivo objeto de discutir con
ía con interés, después de leer el último artículo del profesor, le escribió una carta exp
ba entonces muy en boga, y se reducía a aclarar si existía un límite de separación entre la
sonrisa fría con que acogía a todo el mundo, y des
trecha, interrumpió un momento la conversación para sal
filósofo se marchase, pero acabó
ciencias puede tomar en el desarrollo de las ciencias; pero, por su parte, jamás asociaba estas profundas cuestiones referentes a la procedencia del hombre c
do parecía que iban a tocar el tema principal, se desviaban en seguida, y se hundían de nuevo en la esfera de las sutiles distinciones, l
is sustentada por Keiss; es a saber: que toda concepción del mundo exterior nos es transmitida mediante sensaciones. La idea de que exis
brota del conjunto de todas las sensaciones y es consecuencia de ellas. Wu
contrario... –come
aproximarse al punto esencial del problema, iban
e aniquilen y mi cuerpo muera, ¿no
dolor físico, miró al que le interrogaba y que más parecía un palurdo que u
réis que
l profesor, y comprendía tanto las objeciones de éste como el natural y s
ciones de contestar adec
ntos–. No ––dijo–. Yo sostengo que si, corno afirma Pripasov, la sensación tiene su fundam
y esperaba con impaciencia
a su hermano: – Celebro que hayas venido.
e preguntaba por ellas lo hacía por condescendencia. Le contestó, pu
que le preguntaba por las tierras (las propiedades de su madre las poseían los dos hermanos en común, aunque era Levin quien las administraba), tuvo la sensación de que no
–preguntó Sergio, que daba mucha
o lo sé. –¿Cómo? ¿
isión –contestó Levin– y
Sergio Ivanovich ar
comenzó a relatarle lo qu
Pero los exageramos y nos consolamos de ellos con la ironía que tenemos siempre en los labios. Una cosa te diré: si otro pueblo cualquiera de Europa hubiese tenido una institución
sándose–. Era mi última prueba, puse en ella to
ue no enfocas bien el asun
razón ––conced
hermano Nicolás es
or que los dos, era un calavera. Había disipado su fortuna, andaba sie
ntó Levin con inquie
ha visto e
? ¿Sabes d
omo disponiéndose a
–dijo Sergio Ivanovich,
su domicilio; le remití la letra que aceptó a T
a su hermano una nota que
on la letra irregular de Nico
dejéis en paz. Es lo único que d
lás
eció en pie ante su hermano, con la c
r a su desgraciado hermano y la convicción de
rá – seguía diciendo Sergio–. Yo estaba dispuesto a ay
Comprendo y apruebo tu acti
ecto a las relaciones entre tú y yo: no conseguirá hacernos reñir. Pero creo que es mejor que
le, pero no quedaría tranqu
lección de humildad. Desde que Nicolás comenzó a ser como es, yo comencé a con
, terrible! –
Nicolás, Levin decidió visitarle en seguida, pero luego
dirigió, pues, a la oficina de Oblonsky y, después de haber conseguido las informaciones que necesitaba s
cerca del Parque Zoológico y se encaminó por un sendero a la pista de patinar, segur
es. El público, con sus sombreros que relucían bajo el sol, se agolpaba en la entrada y en los paseos ya limpios de nieve, entre filas de casetas de madera de es
ilo; es preciso no emocionarse. ¿Qué te pasa corazón? ¿Qué quieres? ¡Calla, estúpido!». As
e le saludó, pero Levin no rec
s que hacían subir los trineos, sonaban voces alegres. Unos pasos más allá se e
eñora. Aunque nada había de extraordinario en su actitud ni en su vestido, para Levin resaltaba entre todos, como una rosa ent
acercarme adonde está
bo un momento en que incluso decidió marcharse. Tuvo que hacer un esfuerzo sobre sí mismo para decirs
tervalos, como hacen los que temen mirar al sol de frente. Pero
os maestros del arte de patinar, luciendo su arte; los que aprendían sujetándose a sillones que empujaban delante de ellos,
aban al lado de Kitty, la alcanzaban, le hablaban, se separaban otra vez y todo con indiferente naturalidad,
aqueta corta y pantalones ceñidos, descansaba en un ba
as! ¿Desde cuándo está usted aquí? El hiel
maneras de Scherbazky delante de «ella» y sin perderla de vi
tos desesperados a inclinándose hacia el hielo, iba un muchacho vestido con el traje nacional ruso que la perseguía. Kitty patinaba con poca seguridad. Sacando las manos del manguito suje
iececitos nerviosos, se acercó a Scherbazky, se cogi
u expresión deliciosa de bondad y candor infantiles, tan admirablemente colocada sobre sus hombros graciosos. Aquella
s, y su sonrisa, aquella sonrisa que le transportaba a un mundo encantado, donde se sentía satisfecho, conten
? –le preguntó Kit
anguito. Levin lo recogió y
epuso Levin, a quien la emoción había impedido ent
otivo por que la buscaba, s
d patinara. Y pati
como tratando de adivina
l mejor patinador –dijo al fin, sacudiendo con su manecita enfund
con pasión aspiraba a llegar
joven, sonriendo–. Me gustaría verle patinar. An
nar juntos!», pensa
go –dijo en alta voz.
do el pie de Levin para sujetarle los patines–. Desde entonces no viene nad
so es vida! ¡Eso es felicidad! ¡Juntos, patinaremos juntos!, me ha dicho. ¿Y si se lo dijera ahora? Pero tengo miedo, porque ahora me si
el hielo liso de la pista, deslizándose sin esfuerzo, como si le bastase la voluntad para animar
entando cada vez más la velocidad, y cuanto más deprisa i
sé a qué se deberá, pero me siento completa
de decir. Y, en efecto, apenas hubo pronunciado estas palabras, cuando, del mismo modo como el sol se oculta entre las nubes, del rostro
e marcó en la tersa
one, no tengo derecho
uso ella fríamente. Y añadió–: ¿No
avía
darla. Le ap
mientras se dirigía hacia la vieja francesa
viejo amigo, enseñando al
! –continuó, riendo, y recordando los apelativos que antiguamente daba Levin a cada una de las tres her
ro la francesa llevaba di
Verdad que nuestra Kitty
e de la joven; sus ojos le miraban, como antes, francos y llenos de suavidad, pero a
institutriz y de sus rarezas, pre
endo en el pueblo durante
ty le arrastraba a la esfera de aquel tono tranquilo que había resuelto mantener
ucho tiempo? –
Levin, casi s
de tranquila amistad, se marcharía otra vez
no lo
... Depend
sintió aterrado
leves talonazos y se alejó de él rápidamente. Se acercó a la institutriz,
talmente. Pero, como sintiera a la vez una viva necesidad de moverse, se la
n los labios, descendió a saltos las escaleras con los patines puestos, creando un gran estrépito
clamó Levin. Y corrió hacia
Nicolás Scherbazky–. ¡Hay que te
urando mantener el equilibrio con los brazos. Tropezó en el último peldaño, pero tocando ligerament
ce y acariciante, como si contemplase a un hermano querido. «¿Acaso soy culpable? ¿He hecho algo que no esté bien? A eso llaman coqu
o encendido por la violencia del ejercicio, se detuvo y quedó pensativo. Luego s
dijo la Princesa–. Recibimo
onces
visita –repuso la
pudo contener el deseo de suavizar la sequedad d
ta l
aire triunfador, entraba en el jardín. Al acercarse, sin embargo, a su suegra adoptó un
ildemente, Oblonsky se enderezó, sacan
de ti y estoy satisfechísimo de que hayas venido
e el eco de aquellas palabras: «Hasta luego», y de cuya ment
o al «Ermitage»
iéndose por este restaurante, porque debía en él más dinero que
o? –añadió–. ¿Sí? Magnífico..
lencio. Levin pensaba en
o en la desesperación, y considerando que sus ilusiones eran insensatas. No obstante, tenía la sensación de se
re tanto, iba componiend
o? –preguntó a Levin,
roda
í, me gusta