El Dragón Reencarnado
rfio
odía hacerlo sin parecer jactancioso. El tipo ni siquiera le había transmitido los saludos de su señor ni sus buenos deseos. Y parecía pensar que ellos ignoraban que ir hacia el este significaba alejarse del río Erinin. Quizás eso fu
Garfio se encontraba a una legua del cam
ero con un ejército tan grande -casi doscientos mil hombres en representación de más de una docena de naciones además de la
ierta a los h
gesto a Rakim para que lo siguiera y echó
s! ¡Arriba y ensillad! -llamó e
. Lord Emares lamentaría tener que cargar contra esos Aiel sin que el yunque estuviera si
resión de que flotaba en el vacío. Tras años de práctica, alcanzar el ko'di, la unidad, sólo era cuestión de un segundo. Los pensamientos y su propio cue
z mesurada-. Y hago lo que digo. -Ya no
la silla, hizo volver grupas al caballo y ta
decisiones estúpidas. ¿Cómo se las habría ingeniado ese tipo para seguir vivo tanto tiempo? En las Tierras Fronterizas habría provocado una docena de duelos al día. Sólo cuando tuvo la
e los animales de carga habrían resultado un estorbo a la hora de luchar. Algunos hombres ya habían montado, petos y yelmos puestos y empuñadas las lanzas rematadas con un palmo de afilado acero. Casi todos los demás cinchaban las sillas o sujetaban arcos enfundados en cuero y aljabas llenas de flechas detrás de
io entrenado, pero Caniedrin hacía bien en tener cuidado. Hasta un caballo de batalla medio entrenado era un arma formidable. Ni que decir tiene que el kandorés no era tan bisoño como daba a entender su rostro juvenil. Soldado eficiente y experimentado y exc
iosamente la cincha de su caballo antes de tomar las riendas. Una
se hubo alejado hacia su montura-, pero con estos Aiel un yunque puede convertirse en un alfi
tras subía a la silla. El cielo estaba de color gris. Un gris oscuro, pero sólo se distinguía ya un puñado de e
no hubiera nieve, tras mantener un galope tendido durante tres o cuatro millas la mitad de los caballos estarían lisiados y los demás agotados mucho antes de llegar a El Garfio. El silencio de la noche declinante sólo era roto por el crujido de cascos y botas sobre la costra de nieve o el chirrido del cuero de
delante al frente de sus hombres y mantenía la columna a una distancia prudente. Los Aiel eran muy buenos aprovechando cualquier tipo de cobertura que encontraran, sitios donde la mayoría de los hombres tendrían la seguridad de que ni un perro sería capaz de esconde
reno circundante, pero cualquier elevación daba cierta ventaja en la defensa. El nombre se debía a la forma en que el extremo septentrional se curvaba hacia el sur, un rasgo que se hizo bien visible mientras situaba a sus hombres en una l
a que tapaba las estrellas. El Monte del Dragón habría sido un gigante en la Columna Vertebral del Mundo, pero allí, en la llanura, era monstruoso; atravesaba las nubes y continuaba más arriba. Con una altura superior a la que tenían la mayor parte de las montañas, su cumbre queb
eñal de los Aiel, pero si no habían cambiado de dirección, cosa que siempre era posible, podían aparecer en cualquier momento saliendo de aquellos árboles. Sin esperar la orden de Lan, los hombres clavaron las moharras de las lanzas en el suelo cubierto de nieve, donde se podían enarbolar con facilidad y rapidez de ser preciso. Desenfundaron los arcos cortos y sacaron flechas de las aljabas; las encajaron en la cuerda, pero no la tensaron. Sólo los novatos creían que podían mantener tenso el arco mucho