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ENCADENADAS

ENCADENADAS

C.I.DÍAZ

4.5
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61
Capítulo

Valentina y Estefanía, dos preciosas gemelas, solo han conocido el sufrimiento desde sus trece años, cuando fueron capturadas por una banda de hombres homosexuales, los cuales habitan un lugar en donde las mujeres no son más que esclavas condenadas a trabajos forzados. ¿Será suficiente el inmenso amor entre ellas, que toca las fronteras del incesto, para lograr sobrevivir y conocer algún día otra clase de vida que no esté regida por la fuerza del látigo?

Capítulo 1 1

1

Valentina recordó aquel caluroso y fatídico día, seis años atrás, cuando aquellos hombres llegaron a raptarla. Tan solo tenía doce años y había pasado la tarde al lado de Estefanía, su idéntica hermana gemela, buscando flores para el jarrón de su madre. Se encontraban en una enorme pradera teñida de verde, con frondosos árboles y un pequeño río de aguas cristalinas. Vestía su traje blanco con estampados multicolores, llevaba sus pies descalzos y portaba una cesta en la mano, la cual se fue llenando de toda tipo de flores. Recordó la admiración que ya para esa época le despertaba su hermana. Aunque eran consideradas las niñas más lindas del pueblo, y no les faltaban pretendientes entre el numeroso grupo de muchachos, ella solo tenía ojos para su hermana. Mirarla era como mirarse a sí misma en un espejo, y aunque era consciente que su admiración y sus sentimientos hacia ella podrían considerarse un poco extraños, ya que solo quería que se presentara la ocasión perfecta para poderla besar en los labios, algo a lo que nunca se había atrevido, sabía que no sería feliz si no lograba llegar a compartir su vida al lado de ella como cualquier pareja de amantes.

Así mismo recordó haberse fijado en el pequeño insecto rojo con punticos negros posado en el cabello largo y castaño de su hermana, quien al igual que ella, iba descalza y llevaba un vestido de tonos crema. Le pidió detenerse con la idea de tomar entre sus manos al atractivo insecto para el momento en que a lo lejos los vio venir. Eran alrededor de diez hombres, todos montando a caballo y vestidos de negro. Cabalgaban a gran velocidad y no tardaron más de tres o cuatro minutos para detenerse frente a ellas. Algunos tenían los cabellos largos y oscuros, otros eran rubios o pelirrojos y solo uno de ellos lo llevaba corto y de color blanco. Pero no era un hombre viejo, mucho menos un anciano; se trataba de un joven supremamente atractivo, con un rostro de finas facciones y una figura esbelta. Por los ropajes que vestía, la elegancia de su caballo y su manera de montar, parecía estar por encima de los demás. Instantes después, y sin mediar palabra, varios de ellos descendieron de sus caballos, se abalanzaron sobre ellas, las derribaron y les amarraron las muñecas con lazos cuyos extremos opuestos estaban atados a la montura del caballo del hombre de cabello blanco. Sin entender lo que sucedía, de un momento a otro, entre llantos y gritos desesperados, se vieron forzadas a caminar detrás de los animales, tratando de mantener el acelerado paso que estos llevaban, evitando caer a tierra y terminar siendo arrastradas por un camino que había dejado la suave grama atrás y se había convertido en una dura trocha compuesta por toda clase de piedras y pequeñas rocas. No tardaron las plantas de sus pies descalzos, y las de su hermana Estefanía, en empezar a sangrar, pero por más que estas dolieran, sabían que sería mucho peor caer a tierra y terminar siendo arrastradas. Recordó haber caminado, en medio del dolor, el terror, el llanto y la incertidumbre, hasta el momento que el sol se escondió tras la montaña y la oscuridad lo invadió todo. Pasaron la noche sentadas, sus cuerpos atados a los árboles adyacentes a un pequeño claro en medio del bosque, sus bocas amordazadas evitando así cualquier tipo de comunicación entre ellas. Fueron pocos los momentos en los cuales logró dormir; el susto, la incomodidad, el dolor de pies, la sed y el hambre fueron superiores al cansancio cuyos efectos generalmente lograban hacerla dormir después de las largas y laboriosas jornadas al lado de su hermana y el resto de miembros de su familia. Aquella larga noche, gracias a la luz de plenilunio, pudo observar claramente, a pocos metros de distancia, la manera como el apuesto hombre de cabello blanco se besaba apasionadamente con uno de sus compañeros, un rubio de cabello largo quien lo superaba en estatura.

Pero aquellas memorias fueron interrumpidas por el fuerte dolor que el látigo de Parcer causó en su espalda desnuda. Era el recordatorio, el cual llegaba al menos cuatro o cinco veces al día, de la prohibición de relajarse durante las horas de trabajo. Se volteó a mirar al cruel capataz, tratando de esconder el odio, la furia y el dolor sentidos, a sabiendas de las horribles consecuencias que traería el mostrar una expresión medianamente parecida al desprecio. Sostuvo su mirada por breves instantes antes de volver a lanzar su pica sobre el pedazo de roca que habría de convertirse en parte de uno de los muros del lugar donde había pasado sus últimos seis años, el campamento de esclavas.

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