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Alexander Stone, el CEO de una de las empresas más poderosas de Nueva York, había vivido la última noche en una extraña mezcla de euforia y confusión. La noche comenzó en una cena de gala organizada para celebrar la expansión internacional de su compañía. Allí, entre copas de champán y rostros conocidos de la alta sociedad, Alexander había notado la presencia de una mujer deslumbrante de ojos profundos y sonrisa enigmática. No sabía su nombre, pero había algo en ella que lo atrapaba; esa mezcla de misterio y serenidad lo hacía querer descubrir cada uno de sus secretos.
La velada había transcurrido con normalidad hasta que, después de un brindis especial, Alexander comenzó a sentir que el mundo a su alrededor se volvía borroso. Sus sentidos estaban entorpecidos y apenas recordaba cómo había llegado al lujoso hotel donde se despertó a la mañana siguiente. Su reloj marcaba las nueve de la mañana, el sol ya entraba a raudales por las ventanas, y lo que más lo desconcertaba era el suave aroma a perfume que flotaba en la habitación: una mezcla embriagadora de jazmín y vainilla. Estaba solo, pero en la almohada contigua a la suya descansaba un mechón de cabello oscuro y brillante.
Esa mujer, quienquiera que fuese, había sido la última persona que lo vio antes de perder el conocimiento. Alexander se incorporó en la cama, recordando vagamente algunos destellos de la noche: risas, susurros al oído, una copa... y luego, oscuridad. Estaba casi seguro de que alguien había puesto algo en su bebida, y lo único claro en su mente era esa mirada que lo había hechizado. Sin embargo, ahora ella no estaba, y él no sabía ni su nombre, ni el motivo por el que se había ido sin dejar rastro.
Frustrado y confundido, Alexander llamó a su asistente personal, Lucas, ordenándole que encontrara a la mujer de cabello oscuro que había estado en la gala. Quería respuestas, pero también había algo más. Esa mujer no solo era la clave para entender lo que había sucedido, sino que, en una extraña forma, él sentía que debía encontrarla a toda costa.
Pasaron los días, y el equipo de Alexander investigó exhaustivamente cada detalle de la noche, pero la misteriosa mujer parecía haber desaparecido sin dejar rastro. Alexander, conocido por su carácter implacable, dedicó todas las mañanas a revisar cualquier pista que sus investigadores encontraran, desde grabaciones de cámaras de seguridad hasta entrevistas con los presentes en la gala. Solo encontraron un detalle intrigante: había llegado a la gala en un Maserati negro, pero las placas del auto no estaban registradas en ninguna base de datos pública.
Una noche, después de otra larga jornada de trabajo, Alexander recibió un sobre sellado en su despacho. Sin remitente, ni ninguna pista de quién lo había enviado. Dentro, encontró una nota escrita a mano con una sola frase: “Lo que buscas está más cerca de lo que piensas”. No había firma, pero el sobre llevaba el mismo perfume de la habitación de hotel. El aroma llenó la oficina de Alexander, y algo en su interior despertó. Estaba convencido de que ella le había dejado esa pista.
Así comenzó una búsqueda incesante. Alexander puso en marcha una investigación que lo llevó a descubrir que la mujer pertenecía a una organización secreta, algo así como una red de élite que solía infiltrarse en eventos de alto perfil. Aparentemente, ella tenía una misión esa noche, y Alexander era el objetivo, aunque las razones aún eran desconocidas.
Al final, Alexander recibió un mensaje cifrado en su teléfono con una dirección: un café en el barrio más exclusivo de Nueva York. Esa tarde, él llegó al lugar y allí estaba ella, sentada en una mesa al fondo, esperándolo. El misterio estaba lejos de resolverse, pero al ver esos ojos, Alexander supo que estaba dispuesto a descubrir cada secreto de aquella mujer, sin importar el precio que tuviera que pagar.
Alexander sintió una mezcla de adrenalina y anticipación al acercarse a la mesa. La mujer levantó la mirada cuando se acercó, y al verlo, una leve sonrisa asomó en sus labios. Tenía los mismos ojos profundos que recordaba, llenos de secretos que lo invitaban a desentrañarlos.
—Alexander Stone —dijo ella, sin rastro de sorpresa, como si hubiera sabido que él vendría.
Alexander se sentó frente a ella, manteniendo su mirada firme, tratando de descifrar lo que se ocultaba detrás de esa fachada tranquila. Finalmente, habló:
—Parece que sabes quién soy. Pero yo no tengo ni la menor idea de quién eres tú.
La mujer inclinó la cabeza, sus labios curvándose en una sonrisa enigmática.
—Puedes llamarme Alexa. Y antes de que preguntes, no, no es mi verdadero nombre. Tampoco tienes que saberlo… aún.
Alexander frunció el ceño. Sabía que esto sería complicado, pero no estaba preparado para tanta ambigüedad. Sin embargo, algo en su instinto le decía que debía seguirle el juego.
—Entonces, Alexa —dijo, su tono cauteloso pero decidido—, ¿vas a decirme qué ocurrió esa noche? ¿Por qué me drogaron y desapareciste sin dejar rastro?
Alexa suspiró y, sin perder su calma, lo miró directamente a los ojos.
—Lo que sucedió esa noche no fue casualidad, Alexander. Tampoco fue un ataque. Fue… una prueba.
Alexander arqueó una ceja, confundido y a la vez intrigado.
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