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Una fuerte nevada propia de diciembre adornaba las calles de la ciudad de New York con un hermoso velo blanco que transmitía aún más, el espíritu navideño que cada año explotaba en los corazones de los habitantes de la ciudad.
Como si fuera una especie de regla no escrita, ese espíritu navideño les hacían ser un poco más amables o guardaban sus diferencias durante ese mes, para centrarse en las fiestas, en las luces y en las decoraciones que cada esquina de las calles albergaban brindando una mágica iluminación que, a juego con los villancicos navideños, disfrutaban de la paz y armonía de esos días.
Pero no era alegría y felicidad para todo el mundo; en una calle residencial, tirada sobre la nieve, una mujer perdía la vida aferrándose a su pequeña hija, protegiéndola con su cuerpo. El verdugo, aquél a quién la niña llamaba papá hasta ese día, bajaba el arma resplandeciendo bajo la luz de las farolas cercanas y, aún humeante, dio media vuelta para abandonar el lugar, al tiempo que los vecinos cercanos, alertados por el sonido del disparo, salían de sus casas y llamaban a la policía mientras se acercaban a la pequeña y al cuerpo ya sin vida de su madre.
Ese recuerdo, ese dolor y el enorme vacío que su corazón albergaba durante los años posteriores, la convirtieron en una mujer sin alegría, sin motivos para sonreír y sin deseos de buscarle un lado bueno a la vida.
Sarah Williams, que adoptó el apellido materno, tenía ya veinticinco años, y desde aquél desafortunado acontecimiento, vivía con su abuela materna. Esa mañana, mientras se acicalaba para una nueva entrevista de trabajo, peinando su largo cabello rubio ante el espejo de su cómoda, su abuela entró a la habitación a paso torpe y sonriente.
—¡Abuela! Te dije que no subas las escaleras. Tu cadera ya no es la misma que hace diez años —regañó Sarah a su abuela poniéndose en pie y ayudándola a llegar a la cama.
—Cariño, no me voy a morir por subir a la segunda planta de mi propia casa. Llevo viviendo aquí sesenta años y nunca he tenido un solo problema. Dime, cielo, ¿Estás preparada para la entrevista de hoy?
Sarah se sentó junto a su abuela tomándola de la mano mientras hablaba:
—No lo sé, hace dos años que terminé mi carrera, pero siento que nunca voy a pasar las entrevistas. Por mucho que intento olvidar el pasado y sonreír, no soy capaz. En cada entrevista que fui, opinan que paresco una persona fría, y no es lo que buscan.
Su abuela le acarició el cabello cálidamente, mirándola directamente a los ojos:
—Cariño, eres una persona muy fuerte, sé que algún día podrás volver a vivir de nuevo, ser feliz y sonreír. No pierdas la esperanza, no tengas prisa. Sólo ve a esa entrevista y sé tú misma.
Le dió un beso en la frente a su nieta, y la apremió para bajar a desayunar o llegaría tarde.
Media hora después, ya estaba conduciendo camino a la empresa que solicitaban personal como jefe de equipo en la sección de finanzas. Sabía que sería un cargo importante, tras licenciarse en economía y administración de empresas, podría ejercer mayores labores y no sólo ser una simple secretaria.
Estacionó el auto en el aparcamiento de la empresa, y se quedó dentro pensativa unos minutos. “Vamos, tú puedes. Dale una alegría a la abuela por una vez" pensaba para intentar sacar ánimo de algún lugar.
Abrió la puerta decidida, cuando golpeó con ella a un hombre que justo cruzaba por el lateral.
—¡Lo siento! No vi que nadie pasara, lo siento mucho —Se disculpaba saliendo del auto y ayudando a ponerse en pie al hombre que había caído de culo al suelo sujetándose el pecho.
—Diablos… sólo iba a comprar café antes de volver al trabajo y termino golpeado. Quizás sea el karma diciéndome que tome café de las máquinas horribles de la empresa.
Se reía de aquella situación, quitándole cualquier importancia. Aquel hombre podría tener unos treinta años, de pelo negro, algo largo y rizado, y barba algo larga que, a juego con sus ojos verdes, le daban el aspecto de ser un alma libre, aunque el traje parecía ser caro, de color azul oscuro y camisa blanca.
—¿Ésta bien? De verdad lo siento mucho. No fue mi intención golpearle.
—No se preocupe señorita. Un pequeño accidente lo puede tener cualquiera. ¿Cuál es su nombre? Nunca la había visto por aquí.
—Me llamo Sarah, vengo a una entrevista de trabajo, que empieza en media hora, ¿Usted es el jefe?
El hombre río como un niño pequeño, dando palmadas. Tenía una alegría natural contagiosa, hasta Sarah sentía esa alegría vibrar dentro de ella.
—Me llamo Enzo, y no, claro que no soy el jefe. Sólo trabajo aquí —respondió entre risas, y luego añadió—. Ya que aún tiene media hora, ¿Aceptaría que la invite a un café? No suelo tener mucho tiempo así que siempre voy solo, y seguro que con la compañía de una chica tan linda como usted, sea más ameno.
—Lo siento, no creo ser la mejor compañía si lo que buscas es una conversación divertida y amena. Yo iré tomando sitio y esperaré a que empiecen las entrevistas.
El hombre se acicalaba la barba mientras la escuchaba, y tras ello habló:
—Bueno, yo no creo que sea aburrida, pero no importa. Suerte con esa entrevista señorita Sarah. Si la pasa, entonces será señal del destino para aceptar ese café.
Y entre risas, se alejaba del aparcamiento saliendo hacia la calle comercial. Sarah lo veía caminar, pensando en que era una persona extraña y curiosa, como un niño pequeño controlando el cuerpo de un hombre grande. Era alto, fornido y guapo, y seguro que tendría mil mujeres detrás. “¿Por qué pienso en esas cosas?" Se decía a sí misma.
La sala de espera donde los candidatos esperaban su turno se encontraba en el piso dieciocho, en una pequeña habitación con sillas clavadas en la pared como las de un hospital. Cuando Sarah entró, diez personas ya esperaban su turno, todas nerviosas y golpeando con los dedos o el pie cualquier cosa con tal de sentirse más relajados.
Una chica salió de la puerta del despacho donde éstas entrevistas estaban por comenzar. Era joven pero desprendía un aura de profesionalidad y experiencia que ella sentía que jamás podría tener.
—Buenos días, las entrevistas están por comenzar. Iré llamando uno por uno, y entrarán en esta sala donde mis compañeros evaluarán a cada uno de ustedes. Sólo hay una plaza disponible, así que os deseo mucha suerte.
Tras hablar, volvió a entrar, saliendo unos minutos después dando el primer nombre. Con alguno de los candidatos tardaban sólo escasos minutos, con otros hasta casi un cuarto de hora, hasta que llegó su turno. “Sarah Williams” nombró aquella mujer.
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