UN HECHIZO DEL AMOR EN EL TIEMPO
de pensar en alguna arrogancia, en algún asomo de egoísmo. Era esperado ese día, además de la esperanza prendida en el futuro que se visualizaba triunfante, con el gran sabor laboral
su calor con galantería como, para en vez de cumplir la misión establecida, querer acariciar a quienes se presentaban en su dominio. Era la tarde que prometía el futuro, ese que lle
unidad con extrema lentitud, todos estaban agotados por el extenuante viaje realizado desde la capital del Estado. A sus ojos llegaba una plaza muy amplia, colmada de muchas personas que, en todas direcciones, caminaban callados. Al mismo momento de la llegada de aquella maltrecha unidad del transporte público, lo hacía otra, pero mucho más moderna; desde la capital de otro Estado, donde hacían vida comercial muchas personas de aquel poblado. De este, bajaba
erpo, como sagrada bienvenida llegada desde la gloria, para palpar sutilmente ese inolvidable momento de su llegada a la tierra que vio nacer a su padre y a muchos de sus antepasados y que desde niño, siempre soñó con conocer. Las p
o, caía la noche trayendo con ella, una densa neblina propia de los primeros meses del año. Rodrigo, tomando su pesado equipaje, dirigió sus pasos hacia un sitio que no conocía. Le costó mucho dar con la dirección, así que se trasladó hacia el centro asistencial que desde el día siguiente habría de acogerlo por un tiempo indeterminado, dándose a conocer. Se presentó como el nuevo profesional que ocuparía aquel cargo asistencial, que llevaba algunas semanas sin ocupante alguno. Alguien le acompañó hasta el destino procurado. Po
stado para redescubrir que para ello había nacido. Amaba su trabajo, sentía que al hacerlo, no trabajaba sino que se divertía. El lugar era una edificación de una sola planta, distribuido de tal manera, que cada cosa permanecía en su debido lugar. En cada rincón de ese sitio existía una gran caga de hermandad y altruismo. Del mismo modo, en cada parte de su cuerpo existía un aire de dedicación, un destello de vocación victoriosa, unas ganas pujantes de querer ayud
to de ventas de aquel entonces, se agotaban de inmediato. En cuanto a lo que a su debilidad se refería, a las mujeres; desde que hubo llegado había despertado el entusiasmo en varias de ellas, e inmediatamente comenzó a hacer amistad con algunas. También disfrutó de
algún cuento de fantasía divina. Era casi irreal a no ser porque estaba allí, presa fácil de su glotona mirada. Ella, de espaldas a él, conversaba plácidamente con alguien que desde su ubicación no se lograba distinguir, pero por las voces que llegaban, se trataba de otra dama. Aquella ensoñación estaba de pie. Su vest
la belleza extrema representada en aquel ser angelical que le había robado la ternura a un lucero y la inspiración a la luna. Cómo era linda aquella mujer que Rodrigo miró aquella noche, la misma que le hubo propiciado el deseo de mirarla por siempre. Ella, sin proponérselo, descubrió a su vez a un joven que, asomado a una ventana, respiraba el aire de la recién llegada noche y,
e tenía cuerpo de mujer. Desde ese entonces, salvo los días que tenía que permanecer en el Centro de Salud, dedicaba largas horas a mirar el cielo nocturno de Buenaventura, como un pretexto huidizo para contemplar a la mujer que le robaba el amor. Si, se había enamorado de una visión, de la presencia sublime que era en
sin materializarse en alguna conversación trivial, sin significar algo más que solo miradas. Nunca pensó Rodrigo que el amor llegaría así, sin aviso alguno. Jamás se imaginó que sería sorprendido por una deidad que hubo llegado a él una noche que pasaría a la historia a travé
ación nunca antes experimentada lo que estaba sintiendo. Y lo más incomprensible, era que aquello que sentía, le gustaba demasiado. Le enloquecía todo aquello. La desquiciaba, le atraía grandemente el físico de aquel varón. Le gustaba mucho y, a no ser por un importante detalle, se diría que estaba enamorada de él. Era un detalle sagrado, era un detalle da
u vida. Se conocían desde que eran niños. Desde la más tierna infancia habían compartido tanto ellos como sus padres. Habían sido vecinos y grandes amigos desde siempre. Él tenía dos años más que ella. Se habían enamorado en los relucientes momentos colegiales y continuaban de esa forma, ena
ntido en su alma y en su corazón. ¿Dónde quedaba el misterioso culto hacia el respeto, la consideración y la fidelidad que habían nacido en ella como fertilizantes de la verdad que cultivaba al amor que a sus vidas habían llegado? Era amor lo que sentía, nunca habría de dudarlo. Pero ¿q
ería de inmensa pena; pero amaba a su novio, lo que se trasformaba en un inmenso dilema, monstruoso por demás, que le carcomía la tranquilidad hasta ese entonces bien llevada, lo que le inquietaba la poca calma que le quedaba. Vacilaba su vida entre dos determinaciones, el amor y el gran deseo de vivir, de sentir. En las noches de eternas penumbras, el sue
hacerse sentir. Era que una especie de presentimiento, de corazonada, lo pedía a gritos silencio, le gritaba incesante, que se hiciera a un lado. No se explicaba lo que estaba sintiendo, por eso aquel temor tan intenso de mirar a través de la ventana. Por un momento, se debatió entre el deseo y la duda
d a aquello que sentía por Rodrigo y eso acrecentaba aún más su conflicto interno. Roberto se quedó con la sorpresa enmarcada en su incrédulo rostro, pero que, sin salida, no pudo más que abandonar la estancia, tratando de encontrar en el frío de la noche, una
idida, rompió con un compromiso que parecía inmortal. La pasión y el deseo la habían apartado sin miramientos del amor puro. Zoraida escuchó más a su cuerpo que a su alma y corazón y, sin poder resistir un día más aquella gran irresistible pasión, una noche iluminada, propici
ientos desde un primer instante. Un beso planificado irrumpió en aquellas bocas que ardían de deseo. El amor prohibido hacía eco en la vida de Zoraida. Aquel inmenso instante, la confusión se apoderó de los sentidos de la joven. Ese momento vio florecer a una relación equivocada. Zoraida
sta ese día, de pudor. No parecía haber límites a las inquietantes ganas de sentir. Pero había algo que no terminaba de expresarse, era la fuerza del amor, del sentimiento que sentía Zoraida desde niña por aquel muchacho íntegro y trabajador que la amaba como a nadie había amado. Ese
del amor. Pensó Zoraida en ese sentimiento puro, en las promesas y en el futuro y se sintió triste, una tristeza que desembocó en un amargo llanto. Zoraida decidió enfrentar el camino incierto y, de manos de la ilusión que se asemejaba al amor, quiso entregarse a aquel hombre que la hacía delirar, q
uilidad la desvelaba. Sentía el amor bonito hacia su novio, pero resultaba tan grande el deseo y la atracción, que su decisión era fiel a sus ganas de amar físicamente, sin importar lo sentido. Se entregaría a Rodrigo, no le importaba el resto de lo que podría ocurrirle en la vida. Sintió Rodri
u pasado, no sabiendo acaso; que con ello destruiría con mucha certeza, a su futuro. Lo cierto era que, entre copa y copa, acompañado de cualquier compañero oportunista, trataba de desaparecer en la embriaguez; la amarga realidad que le estaba tocando vivir. El amor era senti
su existencia. Le contaba el tormento perpetuo que estaba viviendo desde el momento cuando su gran amor decidió terminar, lo que era para él la vida misma. Pero había algo que le producía aún más dolor. Esa aquello tan inexplicable que hubo sentido aquella detestable noche, cuando Zoraida decidió terminar co
a quedaban muy pocas personas ya. Se trataba de la única del sitio, lo demás eran bares abiertos que no habrían de cobijar adecuadamente las penas contadas, por ello, ambos hombres estaban allí, tan cerca y con tanto que decirse; pero era mejor que las palabras no fluyeran y asesinaran con sus ecos a
sión que no tenía fuerza por sí sola. Sentía Rodrigo lo superficial de unos besos fortuitos, la desesperación de los primeros sentires. Sintió el joven, que ese amor no era suyo. Él la amaba, pero su amor prematuro no era capaz de ocultar aquel sentimiento hermoso y puro que ellos sentían. Comprendió que Zorai
ella se lo pidió, pero que solo en ese momento comprendía por qué la había dejado para luego. Hubo comprendido Rodrigo, que no era para él la pureza, la virginidad de cuerpo. No la merecía, no era capaz de aceptarla, no era capaz de aceptar aquella entrega total, sabiendo que nunca había sido para él; que todo había sido producto de un ímpetu fulgurante que pronto habría de apagarse, de seguro. Ese cuerpo de diosa sería para el amor y por amor se entrega
s y hermosos colores, entregan ese deleite a los ojos dichosos que lo miren. Son las rosas verdaderas joyas naturales. Sus aterciopelados pétalos invitan con divinidad a las caricias divinas. Su suavidad suprema es el delirio que eleva los espíritus, que acerca la musa a los poetas y la inspiración de los creadores de las más bellas canciones de amor. Sus vivos colores, brillantes, deliciosos y mágicos, procuran un destello de creciente admiración por lo v
egar con las espinas sin ir más allá, sin detenerse a mirar lejos del horizonte y adentrarnos en los caminos que albergan a las rosas. Perdemos la vida entera provocándonos intenso dolor con las heridas que ocasionan las espinas, y nunca saboreamos el dulce néctar que deja en nuestras vidas, las caricias delicadas y supremas
an de él y, al despertar en medio de ella, no se ubicaba en un tiempo específico y demoraba eternos momentos para saber que era él, que estaba allí y que aún estaba vivo. Despertaba cansado, lo denotaba el extenso jadeo que, aunado a una sudoración profusa, lo llevaban a una confusión terrorífica que no le dejaba asirse a una realidad apremiante. En medio de la noche