Arroz y tartana
usto en un abrigo cuyos faldones casi llegaban al borde de la falda, cuidadosamente eng
a satisfacción como embarazo los pesados borceguíes, el terno azul con vivos rojos y botones dorados y la gorra de hule de ancho plato, y a su lado una muchacha morena y
esta de blanco mimbre, cuyas tapas movíanse al compás de la marcha, haciendo que el interior sonase a hueco; pero no se preocupaba de ella, atenta únicamente a mirar con ce?o a los transeúntes d
a y bullicio de un pueblo que entre montones de alimentos y aspirando el tufillo de las mil cosas que satisfacen la voracidad humana, regocijábase al pensar en los atracones del día siguiente. En aquella plaza larga, ligeramente arqueada y estrecha
n los pensamientos que acudían a su memoria. Conocía bien la plaza; había pasado en ella una parte de su juventud, y cuando de tarde en tarde iba al Mercado por ser víspera
os, las lóbregas y húmedas covachuelas donde los hojalateros establecen sus tiendas desde fecha remota. Arriba, la fachada de piedra lisa, amarillenta, carcomida, con un retablo de gastada es cultura, dos portadas vulgares, una fila de ventanas bajo el alero, santos berroque?os al nivel de
corretean en interminable procesión grotescas figurillas de hombres y animales en todas las posiciones estrambóticas que pudo discurrir la extraviada imaginación de los artistas medievales; en las esquinas, ángeles de pesada y luenga vestidura, diadema bizantina y alas de menudo plumaje, sustentando con visible esfuerzo los escudos de las barras de Aragón y las enroscadas cintas con apretados caracteres góticos de borrosas inscrip
do de cinc del mercadillo de las flores; a la derecha, las dos entradas de los pórticos del Mercado Nuevo, con las chatas columnas pintadas de amarillo rabioso; en el lado opuesto, la calle de las Mantas, como un portalón de galera antigua, empavesada con telas ondeantes y multicolores que las tiendas de ropas cuelgan como muestra de los altos balcones
tiempo, el día de Nochebuena reinaba una agitación que hacía subir
cielo azul sin nube alguna, su exceso de luz que lo doraba todo a fuego, desde los muros de la Lonja a los cestones de ca?a de las verduleras, y su vaho de hortalizas pisoteadas y frutas maduras pr
nservaba amortiguados y prontos a manifestarse los gustos y aficiones de la antigua tendera que había pasado lo mejor de su juventud en la plaza del Mercado. ?Qué tiempos tan dichosos los transcurridos siendo ella due?a de la tienda de Las Tres Rosas!
l en la esquina, como asustada por el gentío, sin fijarse en las
da estatura tal opulencia de formas, que todavía causaba cierta ilusión, especialmente a los adolescentes, que con la extravagancia del deseo h
cómo se combate el vello traidor que alevosamente asoma en el labio y en la barba cual película de melocotón, convirtiéndose después en espantosas cerdas. Acicalábase como una ni?a, guardando con su cuerpo atenciones que no había tenido en su juventud. ?Para quién se arreglaba? N
esto de rústico desprecio, un fruncimiento de labios desde?oso: algo que mostrase l
da por fin a lanzarse en el
amos tiempo.... Tú, Nelet,
a muchedumbre al través, contestando dignamente con sus brazos de carretero a
tal y arrollador del agitado mar de cabezas. Algunos carros cargados de hortalizas avanzaban lentamente rompiendo la corriente humana, y al sonar el pito del tranvía que pasaba por el centro de la plaza, la gente apartábase lentamente, abriendo paso al jamelgo que tiraba del charolado coche, atestado de pasajeros hasta l
a designa con el apodo de churros, título entre compasivo e infamante. Robustos, cargados de espalda, con la cabeza inclinada como signo de perpetua esclavitud y miseria, vélaseles pasar lentamente con su traje de pa?o burdo, estrecho pa?izuelo arrollado a las sienes, y entre éste y el abierto cuello de la camisa el rostro rojizo, agrietado y lustroso, con espesas cejas y ojillos de inocente malicia. Colgando de los brazos o en el fondo de dos bolsones de lienzo, llevaban las medias de lana burda y asfixiante, los calcetines ásperos que un p
s del estiércol recogido en los puntos de venta: hortalizas pisoteadas, f
sus criados-. Comprarem
ndose las narices, contemplaba respetuosamente los pastorcillos de Belén y los Reyes Magos hechos de barro y colori
a encerradas en estuches de hojas; la escarola con tonos de marfil; los humildes nabos de color de tierra, erizados todavía de sutiles raíces semejantes a canas; los apios, cabelleras vegetales, guardando en sus frescas bucles el viento de los campos, y los rábanos, encendidos, destacándose como gotas de sangr
Nelet, levantando las tapas de la cesta, iba arreglando en el interior los manojos de frescas hortalizas, mientras la se?ora no dej
blos! Bien se conocía la proximidad de las escalerillas de San Juan, con sus lóbregas cuevas, abrigo de los ruidosos hojalateros. Un martilleo estridente, un incesante trac-trac del latón aporreado salía de cada
e muchachas despeinadas, gre?udas, en chancleta, con la sucia faldilla casi suelta y llevando en sus manos, extendidas instintivamente para abatir obstáculos, un par de medias de algodón, tres limones, unos manojos de perejil, peines de cuerno, los artículos, en fin, que pueden comprarse con pocos céntimos en cualquier encrucijada. Aquel reba?o sucio, miserable y asustado, con la palidez del hambre en las carnes y la locura del terror en los ojos, era la piratería del Mercado, los parias que estaban fuera de la ley, los que no podían pagar al Municipio la licencia para la venta, y al distinguir a lo lejos la levita
gente rumia con fruición en Navidad, olvidándolas durante el resto del a?o. Los puestos de venta llegaban hasta las mismas puertas del Principal; los compradores codeábanse con el
hocolate y las avellanas, que exhalaban el acre perfume de los bosques. Las nueces lanzaban en sus sacos un alegre cloc-cloc cada vez que la mano del comprador las removía para apreciar
, cuando hubo de volver la cabeza sinti
zado en una capa vieja, por bajo de la cual asomaba una esportilla de compras, y por encima del embozo de raído terciopelo mostrábase su rostro lleno y colorado, en e
xclamó do
an, el hermano de la se?ora, aquel de quien todos hablaban mal en c
de grietas. Mientras su mirada se perdía en el fondo del capazo que Nelet tenía abierto a sus pie
todo! Comprendo que los pobres no puedan comer.... Chica, si empiezas así vas a llevar a casa medio Merca
iendo, a pesar de que no ocultaba el efecto
.? ?Bueno va! A m
enemigo del sosiego público; pero el palurdo, inmóvil y con las manos me
pas de ajos y tiene con qué pagarlas.... Algo he comprado: unas pocas casta?as y nueces; pero no para mí, son para Vicenta, que aunque ya es vieja tiene u
riormente de repetir a su hermana e
ocultar ya su irritación-. Me disgusto cada vez que te o
pero aún tengo para no morirme de hambre, y sobre todo, con orden y economía, sin
viejo con el acento y la mirada
e. ?De qué te sirve guardar tanto din
po me queda para malgastar antes los cuatro cuartos que gu
ía su hermano, por lo que adivinaba en su mirada.
uela, ?y
Si tengo tiempo
ullón, no quiero privarme del gusto de darl
mostraba la sonrisa irónica y
a verte las
a mortificante sonrisa-. Les daré una peseta de agui
e morirte de hambre por no gastar un céntimo...
ijo estas palabras alarmó más a don Juan
ero ofender a mi vieja Vicenta, que se propone lucirse co
andadero, inmóvil a corta distancia, con
el labio superior en
todas las Pascuas? No te arruinará
eden ir a la compra con un par de criados. única
ficante intención, don Juan se despidió, como si
a; que compres
s, av
ndo, como si cambiaran frases cari?osa
estos de la miel, donde aleteaban las avispas, apel
ivos colores. Do?a Manuela continuaba haciendo sus compras, deteniéndose ante los productos raros y extra?os para la estación que puede ofrecer una huerta fecunda, cuyas entra?as jamás descansan y que el clima convierte en invernadero. En lechos de hojas estaban alineados y colocados con cierto arte los
e?ora al través del gentío compacto e inquieto que se agitaba a la entrada del Mercado Nuevo
a el ambiente, y sobre la línea de mostradores ostentábanse los rojos costillares pendientes de garfios, las piernas de toro con sus encarnados músculos asomando entre la amarillenta grasa con una arm
stro de los dos criados iba marcándose el gesto de mal humor. ?Vaya una compra! El bolso
donde do?a Manuela se dio cuenta por primera vez de la molesta persecución que sufría. Había sentido varias veces una tímida mano deslizándose
santito, entretenerse en tales porquerías! Do?a Manuela lanzó una mirada tan severa al vejete de
la furia de una virtud salvaje que quiere enterar a todo el mundo de su ruda castidad. La gente parábase entre asombrada y curiosa, el cochero reía abriendo sus quijadas de a palmo, y el vejete, cabizbajo, como si todo aquello no r
incidente que rompía lo monótono de las compras, preguntaba como un testarudo a la muchacha en qué sitio la había
re un trozo de arpillera, y los melones mustios por una larga conservación, estrangulados por el cordel que los sostenía días antes de los costillares de la barraca, con la corteza blanducha, pero guardando en su interior la frescura de la nieve y la empalagosa dulzura de la miel. A un extremo del mercadillo, cerc
la entrada del mercadillo de las flores. Un intenso perfume de heliotrop
carcajadas. Ahora, las chicuelas que vendían sin licencia corrían perseguidas hacia la calle de San Fernando, y otra vez el reba?o de la miseria, gre?udo, s
Nelet con la espuerta vacía. Quedaba por comprar el pavo, los turron
Manuela, la ?tienda? era por antonomasia el establecimiento de Las
do surtido de mantas, fajas y pa?uelos de seda, y a las gentes de la ciudad las indianas más baratas, las muselinas más vistosas. Ante su mostrador desfilaban la bizarra labradora y la modesta se?orita, atraída por la abundancia de gén
as formadas de mantas que parecían mosaicos, orladas con complicados borlajes y apretadas filas de madro?os; fajas obscuras, matizadas a trechos con gorros rojos y azules prendidos con alfileres; pa?uelos de se
vestido de labradora, con tres rosas en la mano, que al través del vidrio, mirando a los transeúntes con ojos cr
a de cajas; sobre el mostrador telas y más telas extendidas sin compasión hasta barrer el suelo; dependientes con el pelo aceitoso y las brillantes tijeras
to, Manuela.
ijada brutal, que se disimulaba un tanto bajo una sonrisa bondadosa. Estaba ocupado en vender un tapabocas a dos mujeres que llevaban de las manos a un chiquillo ba
volvió la cabeza para ver quién abría la puertecilla de la garita-a la
se uste
la misma tienda, que seguía agarrado a ella ?sin servir para nada
e bandido de melodrama; pero no era más que un antifaz, pues examinándolo bien, bajo la máscara de pelo veíase la cara sonrosada e inocente de un ru?o, la mirada tímida y la sonrisa bond
ito...?-dijo do?a Ma
libros de la casa, ordenando el trabajo
ezcló varias veces el debe y el haber, viose interrumpido por su principal, don Antonio Cua
que quiera usted molestarse subiendo al
menos prisa: he entrado para esper
ra que se abría en la anaquelería: una de esas gargantas de lobo que dan entrada a pasillos y escaleras estrechas, infectas como intestinos, que s
es. Mal iba todo, y la culpa la tenía el gobierno, un pu?ado de ladrones que no se preocupaban de la suerte del país. En otros tiempos se vendía bien el vino, tenían dinero los del arroz, y el comercio daba gusto.... ?Santo cielo! ?Pensar el pa?o negro y fino que él había vendido a la gente de la Ribera, las mantas que despachaba, los
ente! Entonces, aunque me esté mal el decirlo, todos los a?os, al hacer el inventario, quedaban dos o tres mil du
ho y repetido cuantas veces hablaba con la viuda de su antiguo principal. Y en cuanto a su muletilla ?aunque le estaba mal
e le ciaban cierto aire monjil. La bondad extremada hasta la estupidez retratábase en su eterna sonrisa y en la mirada de sus ojos claruchos. Lo más característico en su persona eran los relucientes
y en sus palabras notábase un acento lejano de humilde subordinación. Los a?os y el frecuente trato no habían podido borrar el recuerdo de la época en que Teresa era criada en aquella tienda y el escándalo de los se?ores al verla casada con el dependiente prin
arla a usted y a las ni?as; ?pero estamos siempre tan ocupados.
ibida en presencia de la se?ora, hablando poco por temor a decir disparates y at
mo de su compa?era-. ésta ha salido por la ma?ana a hacer la p
a plaza, y aún me falta lo más importante. A propósit
isma expresión de arrobamiento que si fuese un amante, se apresuró a cumplir su deseo, y cas
ted ese chico, Manuel
es muy bueno.... Pero ?y Rafael? Cada vez
de su padre, el segu
halagar mucho a la se?ora, pues co
: tengo entendido que Raf
Cosas de la edad. A la juventud hay que dejarla divert
ho-dijo el comerciante, con la inflexib
para ser sabio. Su padre fue un
mismo énfasis que si fuese la
fin, un buen golpe de gente joven y alegre, que bailaría, cantaría y sabría divertirse sin faltar a la decencia, hasta llegar la hora de la misa del Gallo. También esperaba que fuese Andresito, el hijo de don Antonio, un muchacho
s de su Rafael, todos gente distinguida, chicos de grandes familias, que asistían
mucho más y se conoce la vida. Hay que dar a la juventud lo que le pertenece, aunque rabien
Mercado, un viejo que arrastraba cuarenta a?os en cada pierna, como él decía, y mostrábase orgulloso de no haber usado jamás sombrero, contentán
a, y de éste a su actual due?o; pero don Eugenio no había dejado de vivir
n decir una palabra; comía lo que le daban; en los días que hacía buen tiempo paseaba por la Alameda con un par de curas tan viejos como él, y cuando llovía o el viento era fuerte, no salía de la plaza del Mercado e iba de tienda en tienda con
ar las compras, y pasa horas enteras embobado ante las vendedoras, aunque lo empujen y lo golpeen. Sigue fiel a sus ma
una de las puertas a Nelet, que vo
Adiós, Antonio; un beso, Teresa; y no olviden ustede
besos de do?a Manuela, y ella, lo mismo que Juanito, siguieron con amor
pecias, con cortinajes de seca longaniza en los escaparates y filas de jamones tapizando las paredes; las tocinerías tenían el frontis adornado con pabellones de morcilla y la blanca manteca en palanganas de loza, formando puntiagudas pirámides de sorbetes, y los despachos de los atuneros exhibían los aplastados
a parar el fresco solomillo, las ricas morcillas para la pantagruélica olla de Navidad, los legítimos garbanzos del Saúco comprados al choricero extreme?o, y otros mil
cochero, empujados rudamente por la corriente humana, atravesaron una profunda portada semejante a un
do de la aterrada gallina, el arrullo del palomo, el trompeteo insolente del gallo, matón de roja montera, agresivo y jactancioso, y el mon
rreteras por donde vinieron siguiendo la ca?a del conductor, estaban los pavos, con sus pardas túnicas y rojas caperuzas, graves, melancólicos, reflexivos, forman
ando sus polonesas encarnadas. Visanteta las arreglaría para la cena de la noche. Después compró el pavo, un animal enorme que Nelet
s había estado su velo próximo a rasgarse. Ella y Nelet, que marchaban con cuidado para librar al pavo de tropez
el pelo estirado cruelmente hacia la nuca, cayendo en gruesa trenza por la espalda sobre la pa?oleta de vistosos colores. La mesa blanca, de inmaculada pureza, sustentaba, formando columna, las cajita
gentío dentro de la plaza, en la que el crepúsculo sembraba a miles los puntos luminosos. Brillaba el gas en las tiendas; las vendedoras import
l aspecto fantástico de la plaza con tan original iluminación. Una lluvia de estrellas
tra vez la detuvo el escuadrón pe
os en voz baja, siguiendo de lejos a una compa?era infeliz que, retorciéndos
mir un movimiento de repulsión ante aquellas cabelleras gre?udas y encrespadas que serví
as, por una extra?a relación de pensamientos, sujetó su
án, y... ?justo! ?No eran falsas sus s
o impidió que la se?ora siguiese con la mirada iracunda el grupo sucio, maloliente y miserable que
zó sus labios en
dad, y... ?claro! era imposible que una persona decente s