Arroz y tartana
una leyenda, que corría como válida en todos sus establecimien
uela asustada. Le habían arrancado a la monótona ocupación de cuidar las reses en el monte, y lo conducían a Valenci
; y el padre y el hijo, con los trajes de pana deslustrados en costuras y rodilleras y el pa?uelo anudado a las sienes como una estrecha c
a a por el macho para volver a casa, prometiendo escribir pasados unos meses; pero si en todas las tiendas recibían una ne
insensiblemente, atraídos por una fuerza misteriosa, iban a detenerse en la escalinata de la Lonja, frente
ájaro...! ?Cómo se me
autor de sus días se escurría entre el gentío, y al volver el muchacho en sí, ya el padre salía montado en el ma
esde sus mostradores, adivinando lo ocurrido; y nunca faltaba un comerciante generoso que, por ser de la tierra y recordando
s. Ir a Valencia era seguir el camino de la riqueza, y el nombre de la ciudad figuraba en todas las conversaciones de los pobres matrimonios aragoneses durante las noch
la y casas suntuosas, que habían pasado la ni?ez en los míseros lugarejos de la provincia de Teruel guardando reses y comiéndose los codos de hambre. Los que habían emp
eleta de San Juan, don Eugenio García, fundador de l
se les suponía tal origen; pero él lo ostentaba con cierta sa
tegido. Los míos me dejaron como un perro en medio de esa plaza. Y sin embargo, s
re hambriento, dependiente después en una época en que los mayores sueldos eran de cincuenta ?pesos? anuales, a fuerza de economías miserables consiguió emanciparse, y con ayuda de sus antiguos amos, que veían e
toda su existencia. Vio cómo una revolución echaba abajo los conventos de la Magdalena y la Merced; cómo un motín quemaba el Mercado Nuevo, que era de madera, y cómo las tiendas,
nación, don Eugenio se formó insensiblemente una tertulia junto a su mostrador, sobre el cual, como una antorcha simb
con tibio entusiasmo, no por esto dejaba de preocuparse del honor de la ?tercera de Ligeros?. Cuando era preciso se calaba el chacó, martirizaba el pecho con el asfixiante correaje, y servía a la nación y a la libertad, yendo a pasar la noche en el Principal, donde comía melones en verano, se calentaba al brasero en invierno, en la sant
as contra los ?serviles?, sin faltar a la decencia; se comenzaba a decir con expresión respetuosa ?don Baldomero? cada vez que se nombraba al general Espartero, y todos callaban para escuchar religiosamente a d
iones, imitaban a sus enemigos, y a pesar de haber sufrido de la dinastía reinante toda clase de desdenes y persecuciones, mostrábanla
por las noches el velón y ver entrar las sotanas y las gorras de sus colegas, exp
mbrientas que con la mirada querían devorarlo todo. El pariente rico era para ellos una vaca robusta, cuyas ubres inagotables les pertenecían de derecho. No tenía mujer ni hijos; ?para quién, pues, las fabulosas riquezas que aquellos miserables se imaginaban en poder de don Eugenio? Las demandas eran interminables, no desmayando los pedigüe?os ante la aspereza del comerciante, poco inclinado a la generosidad. El invierno ha
o yo para que vengáis a saquearme? Nada tengo que agradec
erciante con tienda abierta? Cuanto más, estaría guardando el ganado de algún rico. A la familia, pues, debía lo que era. Y si la turba de descarados pedigüe?os no llegaba a
ensiblemente cierto afecto, sin duda porque recordando su pasado se contemplaba en él como en un espejo. Era de un pueblo inmediato al suyo; pasaba por pariente, circunstancia poco extra
despoblar de bestias sanguíneas el bosque de cerdas polvorientas que se empinaban sobre el cráneo del muchacho, y concluido el exterminio, el amo lo entregó al brazo secular de los aprendices más antiguos, los cuales, en lo má
iejos, llegaría a ser algo. A las dos semanas chapurreaba el valenciano de un modo que hacía reír a las labradoras parroquianas de la casa, y sin que la durez
l aprendiz más gallardo de cuantos asomaban la cabeza a las puertas para llamar a los compradores reacios. Aquel acólito del culto de Mercurio, por su empaque desenfadado atraíase la mala voluntad de los pill
artanas, con la epidermis a prueba de traidores latigazos; fue ascendiendo lentamente de burro de carga a aprendiz viejo; por fin, a dependiente; y al cumplir dieciocho a?os viose tan transformado, que, violentando sus instintos económicos, fortalecidos por las saludables ense?anzas del principal, se gastó cuatro pesetas en dos retratos que envió a los de ?allá arriba?, a sus antiguos colegas de pastoreo, para que viesen que estaba hecho todo un se?or. Los tirones de oreja y los palos con la vara de medir lo h
tarde, aprovechando ausencias de don Eugenio, en el fondo del almacén, a la dudosa claridad que se cernía en aquel ambiente cálido, impregnado del vaho de los tejidos y el tufo de la tintura química. Había leído más de veinte veces Los tres mosqueteros, y el fruto que sacó de esta lectura fue que los aprendices se burlasen de él viéndolo un día en el almacén, envuelto en un gui?apo colorado, con un rabo de escoba en la cadera y contoneándose como si fuese el mismo D'Artagnan con todas sus jactancias de espadachín. Después se apasionó, como toda la juventud de su época, por María o la hija de un j
a, Aragón y Castilla, miraba al principio con cierto respeto el afán de lectura del muchacho; pero después, al notar las extravagancias de su torcida imaginación, le acribilló con burlas y le colgó el apodo de Don Quijote, no
on Eugenio había saludado a su querido dependiente un lunes en el almacén, cuando vio a Melchor que, recordando el drama El jorobado, se creía un Lagar
s enga?ado. Tú sirves para cómico, y a mí no me gustan farsas. Merchorico, por última vez lo digo. El a?o
car todas las fantasías y caprichos, y a esto se debió, sin duda, que Melchor se reprimiera en sus románticas extra
exhortaciones de hombre práctico a las del principal. De todos los individuos que formaban la tertulia de Las Tres Rosas
de brillantes colores, que eran enviados a las más apartadas provincias de Espa?a y hasta la misma América, cosa que asombraba y producía cierto temor respetuoso entre el comercio a la antigua. De joven había sido no
nzas cuanto dinero se le pedía, y a pesar de esto, fuera de los días de Corpus, en que sacaba del fondo del arca el frac de color casta?a y el sombrero
n San Juan, pues el comercio no le había hecho olvidar sus aficiones a las cosas de la Iglesia. Tenía su puesto fijo en el banco de la Junta de Fábric
z misteriosa y arrodillándose cerca del B
ricante sin volver los ojos-. Ni la casa de
y he de pagarla o se deshonra mi tienda. Seis
stoy ahora para
a al veinte-decía el inf
no. Déjame e
... al veinticinco. Me espe
o llamo a
que sean al treinta por
salvar el alma. Espérame en casa, yo iré así que termine este rosario. Te cobraré
cierto era que don Manuel, con el producto de sus doscientos telares siempre en actividad y los caritativos auxilios que prestaba desde
iempos de su comercio. Cuantos géneros de seda se despachaban en la tienda procedían de la fábrica de don Manuel, y de esto resultaba una continua comunicación entre e
volaban las lanzaderas, haciendo surgir los ricos tejidos entre polvo y telara?as. Por efecto de las continuas visitas le trataron como amigo íntimo los de la familia de don Manuel. éste era viudo y tenía dos hijos: Juan, un joven infatigable para el trabajo, meticuloso en los negoc
arra, alegre confeccionador de chistes y calavera de los más audaces. El Fraile, avaro y sin entra?as hasta con sus hijos, sentía gran debilidad por el estudiante, tal vez por el contraste entre su carácter austero y rega?ón y la alegría desenfadada de aquel cabeza a p
jo de la pandereta. Don Manuel, el hombre de las economías inauditas y las ruindades sin ejemplo, estremecíase de rabia al ver el uso que Rafael hacía de sus liberalidades. Regalábale una sotana nueva, y al punto la rasgaba en dos, quedándose con la parte del pecho y dando el espaldar a algún compa?ero pobre, con cuyo reparto iban ambos tan gallardos cubriendo con el manteo la desnuda trasera. Comprábale un tricornio flamante, y no acababa el día sin que el travieso muchacho le re
ente de los labios de su primo. Aquella muchacha sencillota, a quien las amigas de la casa tenían casi por tonta y que no conocía más mundo que las tertulias de gente del Arte de la S
acha tímida y devota, ocultaba un carácter varonil, un genio insufrible, el mismo estallido de nerviosidad iracunda y atronadora que se manifestaba en el Fraile cuando le salía mal un negocio o un deudor se negaba a pagarle. Las peleas en voz baja y el estar de
giendo la guitarra y poniendo los ojos en blanco, se arrancaba por el Fandanguito de Cádiz, entonando después melancólicament
mi pecho
se cifraba
su sotana mugrienta y su cara de granuja, como un rendido trovador de los que en aque
lo que él llamaba ?sangre comercial?. Juan, primogénito del Fraile, simpatizaba con él como a cofrade en la orden del continuo trabajo y la conquista del céntimo. Manolita decía de él que era un chico simpático, aunque vulgarote, y R
cio que éste mostraba a Manolita. Ser due?o de la voluntad de aquella mujer y corresponder a su afecto con infidelidades era un pecado imperdonable a los ojos d
rmosas mejillas de melocotón con ligera película, más fina que el terciopelo de a cuatro duros vara; otro, hizo la observación de que sus ojos eran ?ardientes ascuas?, imagen del dominio común de todos los novelistas por él conocidos, una noche hasta llegó a pensar, revolviéndose en su
ón novelesca so?aba un rapto, después de matar en desafío al infame estudiantón, con otras mil barbaridades por el estilo, y lo mejor del caso era que quien tales barrabasadas s
ando con las consabidas frases: ?Se?orita: desde el móntenlo que la vi a usted?, etc., terminaba: ?Salve usted este corazón que está herido de muerte.? Manolita acogió burlescam
ntable, y un día fue Manolita la que
e para revestirse de la gravedad del doctor, y cuando ella esperaba de un momento a otro que formulase ante el padre sus pretensiones, una buena alma la hizo saber que aquel calavera ya no limitaba
diese perdón de rodillas y estuviese todo un a?o cantando romanzas sentimentales. Quiso vengarse, atormentar al infame, aunque para eso tuvie
no tenía gran empe?o en conservar en casa una hija que ignoraba el valor del dinero y gastaba mucho en trajes, según él decía; y como el novio la aceptab
apadrinarle el hermano de Manolita, o más bien, do?a Manuela, pues el estado de maternidad,
enda para vigilar a los dependientes en las primeras ocupaciones del día. Subía a la hora de comer, para reír como un loco con las gracias de Juanito y revolcarse muchas veces por el suelo, imitando a ciertos animales, para satisfacer las tiránicas exigencias de aquel monig
tienda algunas veces, como quien va a un lugar de entretenimiento, a distraerse viendo gentes y caras nueva
no permitirla que toque un ochavo. Es como todas las mujeres, que en trapos y cintajos derrocharían el Potosí si lo tuvieran en la
on regulares ganancias el inventario del a?o? Pues entonces nada debía negar a su mujer, de la que cada v
la! él la disculpaba, recordando su juventud monótona y aburrida al lado del taca?o padre, y además, decíase a sí mismo que
del Mercado. Seguía las modas con escrupulosidad costosa, y muchas veces aumentaba sus gastos hasta la locura, ún
degradación, y la vulgaridad de su marido, que se revelaba en sus maneras, en su modo de vestir, en la facilidad con que bromeaba con las criadas, como hombre acostu
dacia intentó aproximarse a Manolita para reanudar sus relaciones de amistad, buscando un final más íntimo; pero la hija del Fraile era vengativa: no se borraba fácilmente de su memoria el recuerdo de una infidelidad,
convencerse de que en la quiebra de uno de sus cor
ban los talleres montados a la antigua que durante un siglo habían sostenido la supremacía industrial de Valencia, y don Manuel, que a pesar de su buen sentido comercial tení
Fraile, y mientras el primogénito se quedó con la casa solariega, contento con su posición y dispue
se?ora absoluta que no admite réplicas, expuso a su marido el futuro plan de vida. Puesto que el dependiente mayor, Antonio Cuadros, se había casado con Teresa, la criada, y por tener algunos ahorrillos pensaba establecerse, que se quedara con la tienda y con don Eugenio, que quería acabar su vida agarrado a ella como una lapa. El precio del traspaso ya lo i
tienda del Mercado, y se consideraba feliz pudiendo pasear en berlina por la Alameda y teniendo un lacayo a sus órdenes para enviar
obre don Melchor! La riqueza purgábala como un delito, y su vida de renti
e se quitara los guantes y hasta quería que comiese con ellos, para ir-según ella decía-acostumbrándose a los usos de la gente elegante. ?Y el diario paseo por la Alameda...! ?Dios, qué sonrojo! Tenía ella empe?o en entablar grandes amistades, y no pasaba cerca de su berlina autoridad o persona conocida sin que Melchor le saludase solem
ersonas a las que no podía entender, su esposa sólo le hablaba para proporcionarle nuevos tormentos, y únicamente
a a Manolita y no quería decir la verdad sobre su carác
do rico, levantándote tarde y paseando en carruaje, te acuerdas con envidia de los tiempos en que bajabas a barrer la tienda a las seis de la ma?ana y echabas un párrafo con las criadas que van a la compra. Yo sé
franqueza, a lo aragonés, espeluznaban al in
o después de abandonar la tienda, murió sin que los médicos supieran con certeza su enfermedad. Fue cosa del hígado, del corazón o del estómago; sobre esto no se pusieron de a
que afortunadamente tenía el poder de evitar con sus frases chistosas el doctor don Rafael Pajares, quien, como médico de alguna fam
os días de su viudez. Pero al fin era su primo, y trataba con tanto cari?o al huérfano Jua
ro, hura?o y de pulcra rectitud; pero sus quejas fueron, recibidas tan
criadas oían sonar en el salón una guitarra y la voz de don Rafael cantando las cancioncillas de sus buenos tiempos de estudiante. Primero sólo
nte a su hija; y aunque los dos tenían poco afecto al médico, experimentaron cierta satisfacció
hacho, al que pusieron por nombre Rafael, y por fin, la menor, Amparito, últim
satisfacción para don Juan, que aunque no odiaba a su her
ia en que se había educado, lanzóse sin temor a saciar sus apetitos al verse due?o de la fortuna de su esposa. La
despóticamente. Vendió el carruaje y los caballos, y do?a Manuela, que tan exigente se mostraba en materia de ostentación con su primer esposo, acató servil y gustosa las órdenes del segundo. Ignoraba
rdad, tuvo un momento de indignación y de protesta valiente, como
amorosa, cuando ella se sentía más supeditada, habíala arrancado firmas comprometedoras y tenía que pagar, so pena de ver sus bienes embargados. Para dar en la cabeza a su marido-según ella decía-volvió a sus antiguos gastos, a la ostentación falsa de una fortuna que no
l doctor surgieron en su gastado organismo, y murió cuando ya su mujer, si no
n instinto de hombre práctico, puso orden en aquel maremágnum: vendió fincas, canceló hipotecas, pagó a los usureros con ha
conomía, y así podrás ir tirando. Sobre todo, no cuentes conmigo en los apuros. Si fueras pobre te tendería la mano; pero tienes para comer, y a mí no me gusta amparar a los derrochadores. Se acabaron las berlinitas y los demás gastos con los que se aparent
los consejos de su hermano, y por muc
re Juanito siempre había sido tratado con falso cari?o, con un desvío encubierto, como si
nos días; y en cambio, de aquel calavera que tanto la hizo sufrir habíase forjado después de muerto una figura ideal, y ya que no
clarado que el ni?o era tan bruto como su padre, y cuando más, podría servir para el comercio. Y como el muchacho, por su parte, le tenía gran afecto a don Eugenio y cierta querencia a Las Tres Ros
dos hijas estuvieron hasta los catorce a?os en un colegio y Rafaelito fue dedicado
trabajador infatigable como él y amigo del ahorro. Además, Juanito era su ahijado. Pero callaba viendo
da madre que tiene hijas casaderas. Renovó su mobiliario, abandonó las modistas anónimas, y en su afán de no andar a pie, si no tuvo berlina y tronco como en sus buenos tiempos, compró una galera elega
n que su hermano había acogido tales reformas-. ?Cree que toda la vida la
én hablaba, y
todos iréis a pedir limosna. ?Ah, qué cabeza...! ?Parece imposible que sea mi hermana! Para ella lo principal