Arroz y tartana
entraban las de Pajares e
como un jirón de vapor tenue y apenas visible, la luna, esperando pacientemente que le llegase el turno para brillar. Las largas filas de rosales, los macizos de plantas, toda esa jardinería mutilad
tales fuentes con sus figuras mitológicas ligeras de ropa. Era la hora en que el paseo adquiría su aspecto más brillante. A todo galope de los briosos caballos bajaban carretelas y berlinas, y por las aceras del paseo desfilaban lentamente, con paso de procesión, las familias endomingadas. Los verdes bancos no tenían ni un asien
s, símbolos de felicidad y bienestar en un país donde el afán de enr
das y carrilludas de cómicos obesos o párrocos bien conservados, y miraban con cierto desprecio a toda aquella muchedumbre que les obligaba a pasar unas cuantas horas de tedio. En la larga fila de vehículos estaba el antiguo faetón, balanceándose sobre sus muelles como una enorme caja fúnebre y encerrando en su acolchado interior toda una familia, incluso la nodrio de sus cabalgaduras para hablar al través de una portezuela. Las de Pajares contemplaban con nostalgia de desterradas el paso de los carruajes. ?Gran Dios, qué tarde! ?Se acordarían de ella toda la vida! Era la primera vez que iban a pie a la Alameda. Las ni?as, a pesar de sus elegantes trajes, creían que todos se fijaban en ellas para sonreír compasivamente, y do?a Manuel
tenedora inconsciente del prestigio de la familia, revolcábase abajo, en la obscura y húmeda cuadra, quedando panza arriba y con las patas agitadas por un temblor convulsivo. La situación fue ridícula y conmovedora. Tantos a?os de servicios habían e
a hacer ellas cuando se vieran confundidas entre las cursis que paseaban a pie por la Alameda? ?Qué dirían las amigas al ver que transcurría el tiempo y la hermosa galerita, de que tan orgullosas estaban, permanecía arrinconada en la cochera? Porque l
hora, silenciosas, hura?as y malhumoradas. El día era magnífico; pero no, no saldrían: primer
te del verano. Pensaban involuntariamente en los verdes campos, en el paseo exuberante de gentío, en el placer de andar lentamente bajo las ladeadas s
nos conocen, y porque un día nos vean salir a pie no van a
a la Alameda. Pero el paseo las atraía; no sabían adonde ir, y a
iga las saludaba desde su carruaje con expresión cari?osa, las tres creían adivinar cierto asomo de lástima, y enrojecían bajo la capa de blanquete que cubría sus mejillas. Si una persona conocida se detenía a saludarlas, ellas, a tuertas o a derechas, y muchas veces las tres a
n enfermo y creen que permaneciendo a su lado aceleran la curación. Saludaban a derecha y a izquierda; deteníanse a estrechar manos, cambiando palabras sobre el tiempo o sobre los trajes que más lucían en el paseo; pero sus mir
ballote que le había comprado su padre. Buscaba a la novia para ir escoltándola, luciendo sus habilidades hípicas en torno de su carruaje. El ge
vanidad herida, recordando sin duda las burlas que ellas habían dirigido a otras familias, turbábanse por momentos, creyendo ver miles de ojos rijos en ellas y que las se?oras desde los carruajes las sonreían desde?osamente, como si fuesen criadas disfrazadas. Hasta llegaron a pensar con escalofríos de terror si a sus espaldas las se?alarían irrisoriamente con el dedo. Y siempre el maldito caball
ue vibraban el dolor y la cólera-; vamos a casa a v
de sostener una batalla con la consideración pública, quedando derrotadas y maltrechas. Al subir la rampa del puente del Real tuvieron que apartarse del borde de la
para refrenar su veloz caballo y agitando el látigo, las saluda
o de terciopelo azul, moviendo con cierta incomodidad su cabeza, como si
diós, ni?as. Esta noc
su antigua se?ora, como suplicando que no a
El encuentro había acabado de trastornarla. Sus antiguos criados en carruaje, ensuciándola con el polvo de las ruedas, y ella, la hija de un millonario, la viuda del doctor Pajares, a pie y humillada por un
caliente se agolpaba a sus ojos, y hubo de hacer esfuerzos para no llorar. Su paso acelerado era una verdadera fu
ornado, los balcones cerrados y la fachada obscurecida por la última luz de la tarde tení
milagro que las permitiera tener el carruaje disponible para el día siguiente. Arrastradas por la rutina, hasta sentían tentaciones de rezar por el pobre animal. Algo había en
straba las ruedas, ligeras, amarillas y finas como las de un juguete; y después de asomar su cabeza con cierta zozobra por la puerta de la cuadr
na aparición sobrenatural, que contrastaba con las paredes sucias, el techo empavesado de polvorientas telara?as, los montones de estiércol y el olor punzante y molesto de cuadra sucia. Tan escasa era l
migos. El cochero celebraba sus picardías de animal viejo y brioso; tenía orgullo en decir que era muy bravo y sólo por él se dejaba manejar, y ahora estaba allí tendido de costado sobre
para él. Al ver a las se?oritas se adelantó algunos pasos, hablando con tono compungido. El veterinario se había marchado, declarándose impotente para re
abras de su amigo o reconociese a sus amas, levantab
el corazón a la
?Pobrecito
acordarse de su elegante traje, cogía la cabeza de Brillante, que se elevaba trabajosamente como para saludar a sus amas por última vez. Aquella mirada desmayada y
algo semejante de sus amigas, no hubieran sido flojas las burlas; pero así y todo, había que reconoc
horas de la noche en sucio carro para ser conducido adonde te explotarán por última vez, convirtiendo tu piel en zapatos, tus huesos en botones y tu carne en abono fertilizante, por la puerta entreabierta entrará la pobr
sos pensamientos, arrastrando sus hermosas faldas, que olían a cua
era la que ahora lloraba como una ni?a, Su madre había te
..! ?Pobrecito B
cabeza de bebé con las negras narice
los balcones abiertos, produciendo una débil penumbra. Las tres, envueltas en sus batas de verano, destacábanse en la obscuridad como inmóviles estatuas. Las ni?as pensaban en su po
Necesitaba dinero para reponer esta pérdida, que tanto podía influir en el prestigio de la familia, y para satisfacer ciertos compromisos que, como
ferraba tenazmente a su memoria. ?Ah, maldito avaro! Necesario era todo su mal corazón para dejar a una hermana en el sufrimiento, pudiendo remediar sus penas con algunos de los p
u voluntad, asombrábase ahora ante sus alardes de independencia. Le habían cambiado su hijo, según ella decía con el tono quejumbroso
aparador de su tío don Juan; y contagiado por la atmósfera de jugadas victoriosas y millonadas de papel que respiraba continuamente en la tien
sin temor los ahorros al omnipotente don Ramón Morte había acabad
ba a caer en las cajas del filántropo banquero. Una parte de su capital lo invirtió su eminente protector en papel del Estado, y con la
ncimientos de los pagarés que le había hecho firmar su madre. ?Para qué tal precaución? No había más que oír a su principal y al poderoso banquero. Sus ocho mil duros se doblarían y triplicarían en muy poco tiempo,
nivel que su hermano. ?Vaya unos parientes! Podía una morirse en
s ara?ando los adornos de su bata. Sólo una esperanza le restaba, pero no qu
te, el se?or Cuadros no le era difícil salvar a una amiga por unos cuantos miles de reales, él que todos los meses contaba sus ganan
su antiguo dependiente, a pesar de lo mucho que esto lastimaba su altivez. Pero ahora, al pensar en las audacias que se permitió el día de Corpus y otr
espíritu guardián de su honrada viudez. Del doctor, de su segundo marido, no se acordaba para nada.
pero ahora se trataba de una explotación deshonrosa, de una venta que sólo el suponerla le producía vergüenza y rubor. La altivez le hacía recobrar su puesto. Cuadros, a pesar de su fortuna, no dejaba de ser el antiguo dependiente, el marido de
su honor. Trabajarían ella y sus hijas. También duquesas, princesas y hasta reinas se habían visto en la miseria, arrostrándola con dignidad. Y do?a Manuela, repasando s
er tendido abajo, en la suciedad de la cuadra, estaba allí, sobre la mesa, mirando con los ojos vidriosos e i
s de hacer una corta visita a Tónica y Micaela, iba a un café donde se juntaba la gente de
su papá. Do?a Manuela, al ver a su antiguo dependiente, se ruborizó, como
aquella tarde a pie por la Alameda. Era de sentir la pérdida, porque un caballo que sustituyera dignamente a Brillante había de costar algún dinero; pero ?qué demonio! cuatro o cinco mil
sarcasmo la suposición de que cuatro o cinco mil reales nada significaban para ella. Y pensando esto, su mirada iba instintivamente hacia el mármol de una consola, donde antes se exhibían unos magníficos candeleros de plata guardados ahora en
tes, cuando tenía fincas que vender o empe?ar y arrojaba el dinero a manos llenas. Pero ah
resultaban sarcasmos. El se encargaba de la compra del caballo. Vería ella cómo le resultaba más barato; por una bestia tan hermosa como Brillante sólo tendría que desembol
las gentes las ven a ustedes paseando muchos días como hoy, harán maliciosos comen
Lo que más efecto causó en do?a Manuela fue la afirmación de que la gente haría comentarios si no se mostraba en público como siemp
idida. Había que sostenerse en la altura, empleando todos los medios; y despué
a sociedad, y que habían hecho sacrificios iguales para salvar el prestigio de sus casas. Y sostenida por el pernicioso ejemplo de aquellas mujeres a las que tanto había censurado, miró a su antiguo dependiente con ojos en que se revelaba un i
dulidad de calavera viejo e inocente echaba el cuerpo atrás con cierto orgullo, como si est
dirigían hacia la puerta, acompa?ados por las se?oras de la casa
ncargará de la compra del caballo. Ma?ana
sted que todas sus cosas me int
ed ma?ana a las tres
entas más adelante.... Pero, en fin, vend
on cierta lástima a su hijo, que caminaba al lado de él tímido y encogido. Un risue?o optimismo le hacía olvidar que era su
a en el salón, vestida con la más elegante de sus batas y el rostro retocado con los más finos menjurjes del tocador de las ni?as. El bolsista sentía como un renacim
magistradas?. Juanito estaba en la tienda; y en cuanto a R
larga que resultó. Ella fue la que oyó las risas apagadas de la se?ora y el arrastre de algunos muebles, como si fueran empujados
omingo fueron olvidadas ante una abundancia como pocas veces se había gozado en aquella casa. Do?a Manuela tenía dinero; comenzaron a pagarse las cuentas con regularidad; los proveedores no la molestaron ya ex
o definitivamente con Clarita, aquella ?mala piel? que vivía en la calle del Puerto. Ya no le pagaba los trimestres del entresuelo, ni atendía a sus locos gastos. Es más: un alma caritativ
esposo a la buena senda, sentía tal gratitud, que no podía hablar de ella sin que se le saltaran las l