Arroz y tartana
elogios a Visanteta por el mérito de la paella que les
i son ?las magistradas?! ?Ay, y también el papá de Andresito, guiando su charrette...! ?Si parece que se han dado cita! ?Todos a un tiempo...
frágil, con sus tejados rojos y escalinatas con jarrones de yeso, situado en el centro de un jardincillo excavado en las rocas, con dos docenas de árboles tísicos que gemían melancólicamente, martirizadas sus raíces por la capa de dura piedra que encontraban a pocos palmos del suelo. A pesar de su aspecto de decoración de ópera, que tanto entusia
rágil, a la que puso el título de Villa-Conchita, no sin protestas ni rabietas de Amparo. Creía que una ?villa? para el verano es el complemento de una familia distinguida
ara no disgustar a do?a Manuela-, ocupando la suave pendiente de una colina yerma, er
nse, cual una ciudad de mu?ecas, toda erizada de finas torres y campanarios airosos como minaretes moriscos; y en último término, en el límite del horizonte, entre
rdecía la sangre, y la ciudad entera, solemnizando la vuelta del bue
e alegre y ruidoso: corros en que sonaban guitarras, acordeones y casta?uelas acompa?ando alborozados bailes; grupos de gente formal entregada sin rubor a los juegos de la infancia; docenas de muchachos ocupados en dar vuelo a sumantillas, y los hombres fumando con la confianza del que está en su
erdes, destacábanse unos de otros por sus diversas tonalidades; a lo lejos, el mar, como una cenefa azul, corríase por todo el horizonte con su lomo erizado de velas puntiagudas como blancas aletas; y volviendo la vista más a la izquierda, los pueblos cercanos: Godella con su obscuro pinar, que avanza como promontorio sombrío en el oleaje verde de la huerta; y por encima de esta barrera, en último término, la
ados de do?a Manuela, a pesar de ser todos ellos gente poco
ivido en Granada cuando mi difunto estuvo en aquell
expresión doctoral-. Cuando a Fernando VII lo trajero
ón con estos elogios que alcanzaban a su casa-. Si los Silos son el b
ropa, Manuela, n
ar esta barbaridad, miró a su muj
s magistradas? paseaban por el jardincillo con Rafael, q
la anterior frialdad; pero a pesar de esto, el bebé le había recibido con una sonrisa maligna, burlona, y antes de que hablara, se agarró del brazo de sus amigas, dejándole con la palabra en la boca. Y allí estaba él, plantado en el balcón, paciente y resignado, como si su destino fue
s una sinfonía de colores
na de esas críticas que hablan del ?colorido? y el ?dibujo?
r la misma oración para aturdirse y coger el sue?o; y poco a poco, como hipnotizado
ielo. ?Qué delicioso era el anonadamiento del poetilla, apoyado en la balaustrada, sintiendo en su rostro el fresco viento que tantas cabriolas hacía dar a las cometas de papel...! Allí esta
illos, las rojas aglomeraciones de tejados, las blancas paredes, todas las pinceladas de color sueltas y sin
tes, ?las mujeres amadas?, como les llamaba Berlioz; los inquietos ca?ares con su entonación amarillenta y los frescos campos de hortalizas, claros y brillantes como lagos de esmeralda líquida, resaltaban sobre el conjunto como a el pasaje fundamental de atril en atril para ser repetido por todos los instrumentos en los más diversos tonos, aquel verde eterno jugueteaba en la sinfonía del paisaje, subía o bajaba con diversa intensidad, se hundía en las aguas tembloroso y vago como los gemidos de los instrumentos de cuerda, tendíase sobre los campos voluptuoso y dulzón como los arrullos de los insidad al alejarse hacia las orillas del mar; allí llegaba al período brillante, a la cúspide de la sinfonía; y lanzándose en pleno cielo, aclarándose en un azul blanquecino, marchaba velozmente hacia el final, se extinguía en el horizonte
sas sofocaban a otras apagadas y tristes, como el canto de las sirenas, imperioso, enervante, desordenado, intenta sofocar el himno místico de los peregrinos. Y aquella luz que derramaba polvo de oro por todas partes, aquel cielo empapado de sol, aquella diafanidad vibrante en el espacio, ?no era el propio himno a Venus, la canción impúdica y sublime del trovador de Turingia ensalzando la gl
... oye; o
el malicioso bebé, que le sonreía, algo confusa y tímida, como si no supiera qué decirle,
gente joven, lo mismo que dos meses antes le había mandado que rompiese con él toda clase de relaciones. Era asombroso este cambio de conducta; pero también lo er
ndresito. Vamos
mparito. Reúnete con la gente jov
despertar y todavía no hubiera ahuyentado la modorra del sue?o.
rto, que acababa de llegar. Juanito habíase metido en el piso bajo, donde reinaba gra
a a remolque a
emos...? Podemos dar u
ban ?la monta?a?, árida colina, suave hinchazón del terreno, cariada como una muela
rno de cal que había en la cumbre. Otros grupos de pase
andaban lentamente y se detenían para re
te de mí... ?destrozaste mi alma?, ?y ahora quieres que yo me
co! Yo sólo te he querido a ti; pero a mamá no le parecía bien nuestr
ah
a mamá. Antes eras un títere, y ahora parece que
error infantil, como si temiese un
? más que tú, y creo que nuestro noviazgo
tonc
es más versitos como los que me enviaste después del rompimiento. Se?ores, tiene gracia el modo como se desahoga este caballerito. Con esa cara de pascua, y tiene más ponzo?a que una víbora. ??Pérfida!, ?desleal!, ?traido
no de sus poesías y acompa?ando sus palabras con gestos de píllete. ?Oh, qué criatura! Había que creerla y él se lo tragab
o vienen
a las que caían rematadamente mal los vestidos lujosos y recargados c
una de ellas, sonriendo de un modo q
nados, de sus faldas largas y ajustadas, correteaban, ense?ando sus lindos pies y aleteando con sus enaguas como una bandada de pájaros. Las mejillas se enrojecían, expeliendo en su dilatación la capa de polvos de arroz; los ojos brillaban, los empellones y las corridas impetuosas parecían enardecerlas, como muchachas que se embriaga
re, sin duda, revivía en él, y por esto no podía aspirar el vaho de una cocina sin estremecimientos voluptuosos, ni ver a una muchachota de tez morena, brazo musculoso y robustas posaderas sin sentir que la sangre afluía rápida a su corazón, como si se viera ante el ideal realizado. Adoraba a Tónica, criatura endeble y graciosa, tal vez por la fuerza del contraste; pero cuando estaba en su casa no podía librarse de la ?querencia? a la cocina, como decía Rafael,
e conmovió con el taconeo de una agitada mazurca. Los se?oritos habían vuelto de su
ista, y Visanteta se afanaba, yendo de un lado a otro y env
as su hijo los contemplaba enternecido, renegando tal vez en su interior de su condición de poeta so?oliento y enemigo de superfluidades, que no le permitía aprender cómo se mueven las zancas en el vals, ?El mismo demonio era el se?or Cuad
resplandor rojizo de la puesta del sol, que se e
?Vive Dios, que se estaba bien allí, sentados ante el blanco mantel, con los balcones abiertos y en los ojos el extens
o y el baile, y miraban con el rabillo del o
gan. Aquí no se pueden hacer milagros. En fin, harán ustedes penitencia. Todos contestaban con un ??oh!? de protesta, mientras se acomodaban la servillet
usaba en el estómago una sensación voluptuosa; los lagostinos, con casaquillas de escarlata y la puntiaguda caperuza, doblándose como clowns rojos sobre un lecho de excitante salsa; los pollos, despedazados, hundidos en el rosado caldo del tomat
con cierto dengue y lanzaban miradas escandalizadas cuando veían en sus copas dos dedos de vino; pero los demás tragaban de
la. ?Vaya unos chicos atentos! ?Cómo sabían obsequiar a las muchachas...! ?No me desprecie usted esta aceituna...
desear la fealdad del prójimo, aceptaban los obsequios rubor
resultaba costosa; que llena de trampas como estaba no debía permitirse tales despilfarres; pero ?qué diablo! hay que saber vivir, y aquella fiesta, pensando egoístamente, bien podía resultar un medio seguro de proporcionarse auxilios en el porvenir. En el se?or López no había que confiar mucho; tenía el alma atravesada, y si gastaba algo adornan
marchaba bien. Andresito y Amparo se pellizcaban por debajo de la mesa; Roberto se acercaba de un modo inconveniente a Conchita; la mamá lo veía todo, pero sonreía con dulce
ían las doradas naranjas de terso cutis, el panquemado de Alberique, con miga porosa, la corteza obscura y barnizada y el vértice nevado, y las bandejas de dulce seco, confitería indígena, sólida y empalagosa: peras verdosas
edo a que les golpeasen encima de las cejas, y los aplausos y vivas con que se acogía la travesura de alguna joven cuando era ella la que agredía a los audaces pollos. Cuando se hacía momentáneamente el silencio en el comedor, oíase cómo se regocijaba fuera la plebe; el ra
r de colores vivos e infernales, que hacían retorcer el estómago. Las copitas de color rosa bes
comedor, que seguía indiferente marcando el curso del tiempo. Cuando sonaron
tantes días de la Pascua, y comenzaron los preparativos de marcha. Las criadas compar
; olvidaban dónde habían dejado el sombrero; recogían los velillos rotos en el revuelto
entraba en la fiesta. En cuanto al se?or Cuadros, sacó de la cuadra del hotel su carru
sta ma?ana...! ?Descans
les, partieron al trote, conmoviendo el silencio de la noche tibia, estrella
nciones a coro, en las cuales, sobre las voces aguardentosas, destacábanse otras jóvenes, claras, argentinas. De vez en cuando, griterío y corridas; brazos en alto, bastones enarbolados, una guitarra estrellándose quejumbrosamente en una cabeza, y cuando la calma se restablecía, saludábase con sonrisas y aplausos irónicos a la ristra d
esapareciendo los escrúpulos del poetilla, temeroso de que el recuerdo del teniente viviese todavía en la memor
llo fue una broma, un caprichito para hacerte ra
días de Pascua, en la agitación de las alegres meriendas, había conseguido turbar a Roberto hasta el punto de arrancarle la deseada dec
de lirismo casero, se enternecía reuniendo toda la familia en la mesa, y él, por no contrariarla, permanecía en Burjasot, víctima de las con
en su vida de amante, y esperó a Tónica en las calles, sosteniendo con ella largas pláticas que la hacían llegar tarde a casa de las parroquianas, enterándose con min
sin pensar en el porvenir, sentíase ambicioso, so?aba con una gran posición comercial, que compartiría con Tónica, y miraba la tienda de Las Tres Rosas con el mismo cari?o del heredero ante una
a Alameda, entre los brillantes trenes, para que supieran más de cuatro que él también, ?aunque le estuviera mal el decirlo?, era de la aristocracia, de la del dinero, que es la que más vale en estos tiempos; y hasta en su misma casa introducía reformas radicales, pasando la familia con violento salto de la comodidad mediocre a la ostentación aparatosa. Seducido por los guisos de fonda que saboreaba en los banquetes conmemorativos de grandes jugadas, no podía avenirse con el talento culinario de su Teresa, y había tomado una cocinera procedente de una gran casa. La riqueza improvisada daba al se?or Cuadros un airecillo petulante y f
aparecía, sin dejar como recuerdo de su paso dinero en el cajón; las criadas robaban arriba, en las mismas narices de do?a Teresa, aturdida por tan radicales cambios; pero allí estaba el amo para remedi
Eugenio. El veterano del comercio escandalizábase, y había que oírle las pocas veces que conseguía en
la borrachera de dinero no podía acabar bien. No era legal ni justo ganar ocho o nueve mil duros en un mes, jugando, ni más ni
cias del mundo, tomar parte en la ?lucha por la existencia?; la sociedad estaba constituida así. Para que vivan unos hay que devorar a otros. Y el se?or Cuadros repetía con expresión pedantesca estos y otros lugares comunes que había oído en la Bolsa de boca de ciertos pillos de levita, que con la dichosa ?lucha por la existencia? justifican rapi?as legales que merecen un g
umildes, buscaban tomar parte en el negocio. Y para probarlo, no había más que fijarse en don Ramón Morte, un filántropo, que hacía
idad trataba a los peque?os! Era un se?or peque?ín, enfermizo por el exceso de trabajo, con gafas de oro y esa sonrisa atractiva y cándida cuyo secreto sólo poseen los grandes hombres de negocio o los Padres de la Compa?ía. Dos veces había estado en la tienda buscando al principal, y se dignó hablar con Juanito afectuosamente, como si fuese u
anando una fortuna en unos cuantos meses o arruinándose para siempre. Cuando estaba solo y entregado a sus reflexiones, asustábase de las audaci
olo en aquella casa. Teresa no le comprendía; Andresito, entusiasmado por la fortuna del papá, tenía sus ambiciones; mostrábase meticuloso y exigiendo en materias de vestir, y h
l era gato viejo y gustaba de guardar seguro su dinero. Eso de arrojar la fortuna al viento, con la esperanza de una ganancia loca, quedaba para los tontos que se creen poseedores de infalibles secretos. él opinaba como don Eugenio. Aquello sólo era u
to hasta dónde llegaba la indign
ando en torno del mismo punto, trata siempre de las querellas feudales entre Centelles y Vilaraguts, de la conversión de los moros de Granada o de alguna treta de los impíos contra el elocuente apóstol, todo sazonado al final con el necesario milagro del santo y el correspondiente sermón en endecasílabos. La multitud agolpábase ante los altares para oír mejor a los actores, granujillas del barrio, roncos de tanto vocear los versos, orondos en sus trajes de ropería; orgullosos de lucir el bonete con pluma y tirar de la espada cuando lo requería el milacre; y era de ver la aten
o repugnante, improvisaba academias de baile en las aceras, chocando muchas veces contra las mesas donde las buena
ando que ésta saliese con Micaela para ver los altares. Una vecina le avisó que ya habían salido
milacre, apoyado en el viejo bastón y mostrando su carita de pascua por e
gió a Juanito con
ro de verte...! Tú no te
gativamente, arrepi
alido con sus familias, y yo no tengo a nadie e
as, como si quisiera hacer resp
en la orilla del río, exuberante de vegetación, pero tan sombría, que justificaba su título vulgar de ?paseo de los desesperados?. La concurrencia era la de siempre. Algunas madres de la vecindad, con su tropel de mu?ecos voceadores, y
s caras que veía todas las tardes, si
ferencia y el respeto qu
ieres? Después de tantísimos a?os de probidad comercial, de prosperidad lenta pero segura, no puedo conformarme con esta
r las cosas. Don Antonio gana demasiado dinero para que puedan hacerle mella sus palabras. Además, cada época
er; pero me resisto a meterme en la fosa, a pesar de que ésta me reclama
mientras su mano arrancaba al
a juventud es la que con más calor apadrina las ideas nuevas. Tienes razón; yo no puedo, yo no debo meterme en los negocios de Antonio; carezco de derecho. ?Q
genio. En aquella casa le qui
en tan peligrosas aventuras. ?Ay, mi pobre tienda! Tiemblo al pensar que puede ser deshonrada para siempre. He oído decir que los marinos viejos sienten una pasión loca por el barco en que han pasado su vida. Lo mismo soy yo con Las Tres Rosas. Yo la fundé; tu
ólo se arruinan los tontos, y mi principal tiene buen guía. Don Ramón... ?sa
esa a menudo, entrega cantidades en las sacristías, diciendo que las ha cobrado de más por un error y quiere sean para los pobres, y hasta se murmura si es él ese ramoso sujeto que, con el incógnito de Un cualquiera, envía dinero a la Junta de Instrucción Obrera cuando ésta
rudeza con que el viejo destrozaba el ídol
de la calle de la noche a la ma?ana. ?Y puedo yo estar tranquilo...? Al principio, Antonio era prudente y no exponía gran cosa; pero la ganancia le ciega, y ahora... ?sabes? me he enterado de que se mete tan hondo, que si la fortuna le volviese la espalda, en veinticuatro horas quedaba limpio, sin cubrir sus compromisos, y po
illo, y al hablar de su querida tienda, una oleada de sang
amos con lo nuestro y vivíamos felices. Ahora todo el mundo no piensa en otra cosa que en el modo de quitar legalmente la bolsa al vecino. La ambición los devora; a los cuarenta a?os son más viejos que yo; viven pendientes de un hilo con el afán de acaparar dinero; y todo para derrocharlo, para satisfacer esa locura de engrandecimiento que a todos domina. Esto está perdido. Los mocosos ya no se conforman con ser aprendices y quieren pasar a amos; y... ?qué más? Antonio
ericordiosa, como si se sintiera elev
que tratar mucho a los hombres. Depende de las circunstancias que se muestren tales como son. Ahora no me cabe duda de quién es Antonio. Hubiese hecho con tu madre una excelente pareja. Los dos son iguales. Unos ?fachendas?, hambrientos de figurar, deseosos de meterse en una esfera superior a la suya, aunque se pongan en ridículo. Tu madre arruinándose y Antonio subi
omo si viese ya la ruina del brazo c
iaba.... ?Bah! Ap