Arroz y tartana
ción y la zozobra del que confía s
Valiente cosa le importaba Las Tres Rosas! Ya no quería ser due?o de la tienda. Las primeras ganancias, adquiridas con dulce facilidad, le habían cegado y sólo pensaba en ser millonario, en esclavizar la
cieros. No había que tentar a la fortuna; y ahora que se
casarse inmediatamente; pero este mismo cari?o impulsábale a esperar. Era mejor contener sus deseos durante algunos meses, un a?o a lo más; dejar que su capital, volteando por la Bolsa, se agrandase como una bola de nieve; y cuando poseyera el ta
obable ruina. Los que le habían conocido en otros tiempos asombrábanse por el cambio radical de su carácter. Su t
la suerte, y algún día las pagará todas juntas, dándome el gusto de poder reír al verle sin camisa. Y a ti te pasará lo mismo. ?Vaya si te pasará...! Vendiendo el huerto para hacerte due?o de Las Tres Rosas y casarte con esa chica, que, según tengo entendido, es buena persona, hubieras dado gusto a tu tío. Y si te faltaba algo, aquí estaba yo para responder. Conque hubieras venido a decirme: ?Tío, necesito esto, lo otro y lo de más allá?, estábamos al final de la calle. Pero ahora no, ?lo
os de comerciante, siempre había figurado la esperanza de ser el heredero de don Juan. Pero las ag
braba las ?diferencias?
carnos a una explotación tan cierta. Pero ?
taba al joven gran descontento. Siempre que Juanito se encontraba en la tienda con el viejo comerciante, éste le l
astra a la perdición.... No le defiendas, no intentes justificarte. Ahor
n la confianza de que los hechos ve
e comercio; era un bolsista, y esto siempre proporciona mayor consideración social. Además, sus ganancias eran un motivo de esperanza para la viuda, que aunque veía sa
do veladas tan agradables en casa de las de Pajares. Por la noche, después de la
ras sentadas en sillas bajas y respirando ruidosamente. Arriba, sobre los tejados, cubriendo la plaza como un toldo de apelillado raso que transparentaba infinitos puntos de luz, el cielo del verano con su misteriosa y opaca transparencia. En los obscuros balcones distinguíans
zumo. En una puerta susurraba la guitarra con melancólico rasgueo, contestándole desde otra el acordeón con su chillido estridente y gangoso. Y los ruidos de la plaza, el reír de las gentes, los
s en el del Comercio; pensaban en los trajes que les había traído la modista francesa, y que guardaban intactos para dar golpe en la Alameda
icidad habían vue
ía a la tertulia de las de Pajares; y no contento con las largas conversaciones que allí sostenía con su novia, todavía por las ma?anas, a la hora en que Amparo estaba en el tocador, las criadas en el Mercado y l
La tertulia tenía ya ultimado sus proyectos. El se?or Cuadros compraría un palco de los mejores para las
ara aprender a colocarse con naturalidad y buen gusto la blanca mantilla de blonda. En cuanto a las dos mamas,
an las de ?sol? y de ?sombra?; y como si la ciudad acabase de sufrir una invasión, tropezábase en todas partes con gentes de la huerta y de los pueblos: unos con pantalones de pana y manta multicolor; y otros, los tipos socarrones de la Ribera,
vestido con arreglo al mismo patrón. Sombreros cordobeses de blanco fieltro o marineras de
tartanillas de colores claros, de los coches se?oriales y de los carruajes ingleses, en cuyos bancos erguíanse como cimbreantes flores las muchachas vestidas de rosa o azul, con el rostro realzado por el marco de blanca blonda. La g
tes y retratos de los seis toros que iban a lidiarse, o pregonaban unos abanicos de madera sin cepillar y en los
toreros para poder tocar con respeto los alamares del diestro. La gente abría paso con curiosidad cada vez que algún picador empaquetado sob
preferente, empolvada y retocada con tal arte, que su rostro producía cierta impresión asomando por entre los festones de la negra blonda; y frente a ella, las ni?as, graciosísimas como un cromo de revista taurina,
, hasta para la mamá, que respiraba ruidosamente y enrojecía, satisfecha del triunfo. Indudablemente eran ellas las que más llamaban la atención en toda la plaza. No había más que verlas
roja y el enorme cigarro, al que conservaba la sortija de papel, para que todo el mundo se enterase de su precio. A un lado tenía a Teresa, tranquila y s
l otro, do?a Manuela, la satisfacción de la carne, el alimento de su vanidad; y las dos familias de las cuales era él el punto de unión, contentas, lujosas, llamando la atención del público, todo gracias a su buena suerte/ que le p
asta la barrera. Algunas capotas cargadas de flores o relucientes peinados, destacándose sobre los pa?olones de Manila, rompían la monotonía de las hileras de puntos blancos. Las puertas de los palcos abríanse con estrépito, y aparecían en la
el que entraban todos los colores y que al agitarse variaba de composición. Las tintas rabiosas de los trajes de la huerta, las blancas manchas de los grupos en mangas de camisa, los pantalones rojos de los soldados, los enormes quitasoles de seda granate que parecían robados de una antigua sacristía, los gigantescos abanicos de papel moviéndose con incesante aleteo, las botas de vino que a cada instante se alzaban oblicuamente sobre las cabezas, los gritos, las protestas porque se hacía tarde, todo daba a aquella parte de la plaza un aspecto de locura orgiástica, de brutalidad jocosa
ados de sangre; y por los tendidos, haciendo prodigios de equilibrio, filtrándose por entre el compacto gentío, avanzaban los vendedores de gaseosas con el cajón al hombro, pregonando la limonada y la cer
siedad, de emoción, dio la vuelta a l
drilla las enardecía, y movíanse nerviosamente en sus asientos al ver el desfile de jacarandosas figurillas, q
iáronse por sucios trapos y cesó de tocar la música, saliendo el alguaci
spectáculo y cayeron pesadamente como sacos de arena los infelices peleles forrados de amarillo, mientras el caballo escapaba, pisándose en su marcha los pingajos sangrientos como enormes chorizos, las jóvenes volvieron la cabeza con un gesto d
astidio, callaban, dejando que los lances en la arena se desarrollasen en medio de un tétrico silencio, como si desearan no provocar incidentes para que la lidia
la fiesta eran los que, tostados y sudorosos, salían por las puertas del sol golpeándose amigablemente con las arrugadas botas y las vacías calabazas, dando a entender a gritos que el contenido de aquéllas se hallaba en lugar seguro y servía para algo. Las dos familias, sufriendo los codazos
l se?or Cuadros. Vestía de blusa, pues la carretela
empu?ar las riendas, cuando el cazurro mucha
ha dado este papel, encargándome
papel azul con el cierre
stinto de solidaridad, apartóse de su
indiferencia-. Será un telegrama
cían ruborizar a Teresa y fruncir el gesto a do?a Manuela, intransigente con tales groserías. Juanito, que leía p
ue ver en seguida a don Ramón. Lo que es por esta vez, ?se ha lucido! Pero no; él no se equivoca fácilmente. Aquí hay gato e
el deseo de llegar cuanto antes a casa para dejar a
o del poderoso Morte, a aquella Meca de la fortuna, y sentía una inmensa extra?eza al ver que la gente no mostraba la menor impresión, que el cielo estaba azul, que t