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Arroz y tartana

Chapter 4 4

Word Count: 12154    |    Released on: 30/11/2017

fue muy alegre para la

, mientras arriba, en una habitación con luces verdes, guardada y vigilada como antro de conspiradores, ru

ad. Las hermanitas, vestidas unas veces con trajes de sociedad, obra de una modista francesa, y que todavía estaban por pagar; graciosamente disfrazadas otras de labradoras, de pierrots o de calabresas; Rafael, de etiqueta, embutido en un gabán claro, tan corto de faldones que parecía una americana; y la mamá satisfecha del éxito alcanzado por sus ni?as, y a pesar del cansancio, sonriente y majestuosa con su vestido de seda, que crujía a cada paso, y encima el amplio ab

fiesta, el perfume de las mujeres, los ecos de la orquesta, el voluptuoso desmayo de las amarteladas parejas, el ambiente del salón, caldeado por mil luces, y el apasionamiento de los diálogos. Y después de aspirar ese perfume fantástico de un mundo desconocido que s

la imaginación, pedían venganza. Las dos ni?as recordaban la ligera sonrisa de las de López al examinar sus disfraces de calabresas. ?Reírse de ellas! ?Las muy cursis! Mejor harían en darse una vueltec

, como le llamaban algunas. Mucha palabrería, requiebros a granel; pero de declaración seria y formalmente... ?ni esto! Bailaba con ella, y a lo mejor aband

ba la hermana al día siguiente-. ?Qué d

ras vosotras bailáis, nosotros nos

s al día siguiente de los bailes. El Carnaval tenía para él mala pata, y al susurro de la orquesta que sonaba a

s malos. Mendigaba alguna invitación en las redacciones de los periódicos, y si la conseguía, iba al baile, pero sólo hasta la una. ?Ha visto usted? Hasta la una, la hora en que iban llegando las amigas y el baile comenzaba a animarse. Sólo una vez consiguió que Andresito se esperase hasta las dos, pero al día siguiente sospechó con fundamento que en Las Tres Rosas habían estado a la espera, tras la puerta, unos ásperos bigotes y una vara de medir, para dar las ??buenas noches!? en las costillas al bailarín rezagado.... ?Era esto un novio serio? Y luego, aunque se quede usted sólita en el baile, mucho cu

liz enfundado en la malla de Lohengrin, el justillo de Quevedo o los rojos gregüescos de Mefistófeles. Los ciegos y ciegas que el resto del a?o pregonan el papeli

, bigotes de crin, ligas multicolores con sonoros cascabeles, y caretas pintadas, capaces de oscurecer la imaginación de los escultores de la Edad Media, unas con los músculos contraídos por el dolor, un ojo saltado y arroyos de bermellón cayendo por la mejilla; otras con una frente inmensa, espa

o, asediando a los transeúntes para sacarles el dinero en nombre de la caridad. Por la plazuela de las de Pajares desfilaron los de Medicina y

escaleras y se encaramaba por la fachada, agarrándose a las rejas, para entregar un ramo de flores a la ni?a y pedirle un duro a la mamá. Concha y Amparo recibían una ovación y do?a Manuela, roja de orgullo, repartía sonrisas y pesetas a todo el enjambre de diablos negros, voceadores y gesticuladores que se agolpaba bajo el balcón. A espaldas de el

y a la Alameda, donde la fiesta tomaba el

omingadas, huían despavoridas al escuchar el vocerío; y pasaba la tribu al galope, dando furiosos saltos, con sus caretas horriblemente grotescas y esgrimiendo por encima de sus cabezas enormes navajas de madera pintada con manchas de bermellón en la corva hoja. Revueltos con ellos, iban los disfraces de siempre: mamarrachos con arrugadas chisteras y levitas adornadas con arabescos de naipes; bebés que asomaban la pobl

dar bromas insufribles, sonando las bofetadas con la mayor facilidad. La galerita de las de Pajares, a pesar de su cubierta charolada, de los arneses brillantes y de sus ruedas amarillas, tan finas y ligeras que parecían las de un

danzas, sobre cuya cubierta hacían diabluras y saludaban con palabras groseras a todas

esar de su gallardía, iba resultando un posma, que sólo sabía decir floreos, sin llegar nunca a declararse. La mamá comenzaba a no encontrar tan seductor a aquel espantanovios. Dios sabe cuántas proposiciones habría perdido la ni?a por culpa de aquel hombre, que

rías de la temporada anterior. La modista francesa presentaba la cuenta de los trajes de las ni?as, y ad

tamistas, de la que don Juan hablaba pestes,

con intereses que no siempre se cobran...! Mis amigos se niegan a dar un céntimo

carla del apuro; pero no había que pensar en semejante miserable, capaz de dejar perecer a toda su familia antes que desprenderse de una peseta. ?Qué angustiosa situación!

tenía la menor amistad con ellas. Y a fuerza de cabildeos, acabó por encontrar la solución. La tenía al alcance de su mano. Juanito, propietario y mayor de edad

s peticiones para que Juanito se diese cuenta de lo que decía. A pesar de su fanática adoración, el muchacho experimentó cierto sobresalto al enterarse de que se le pedía una f

tan mal estam

exigencias del rango social muy costosas, y sobre todo, los hi

nte a sus hermanitos, aguantando sus rabietas de criaturas nerviosas, y hacía ya diez a?os que ganaba su salario en Las Tres Rosas, entregándolo íntegro a la mamá. ?Qué gastos hacía él, vamos a ver? En cambio, los otros.... Pero a los otros había que dejarlos en paz. él los quería lo mismo q

rle al tío. él nos dejaría

alabra. Era un egoísta, un gr

irle una palabra. Daría

ntonio anda ahora muy ocupado en eso de la Bolsa, siempre t

sar a Amparito, a la hija del doctor Pajares, con el hijo de Teresa, que había sido criada de do?a Manuela! No; la familia no había llegado aún tan bajo, y aunque apurada, no estaba para emparentar con una fregona. Ya se sabía que Antonio Cuadros se había lanzado en plena B

a la carga; el hijo intentó resistirse, pero al fin le atur

rno impar le hizo decidirse. Sin teatro, ?qué iban a hacer sus hermanitas? ?Para qué aquellos trajes que tan caros costaban? Allí p

veinticinco alfileres, comiendo incómoda con la toilette de teatro y estremeciéndose de impaciencia, mient

or la eminencia; se congregaba para cruzar sonrisas y saludos lo mejorcito de Valencia, y las dos ni?as pasaban el día siguiente hablando con entusiasmo del do de pecho del tenor y de los vestidos escotados de las del palco 7; de los diamantes d

hedumbre, asaltó las alturas, el ?paraíso? de fuego, donde, acoplándose cada espectador entre las rodillas del vecino inmediato, formaba el público un mosaico apretado y sólido. Allí permaneció toda la noche, confundido con la demagogia lírica, sin entender una palabra, fastidiándose horriblemente, diciendo en su interior que aquella música era como la de las iglesias, pero sin valor para estornudar ni mover pie ni mano, por

energúmenos artísticos, y consolábase mirando abajo las rojas filas de butacas, donde se destacaban los lindos sombreros de sus hermanas y la majestuosa capota de mamá. Un sentimiento de orgull

te de la lógica, pensaba con horror si todas las se?oras que allí estaban cargadas de flores y joyas, exhibiendo sus sonrisas de mujer feliz, habrían tenido que pedir prestado como su madre.... El recuerdo de esta noche quedó en la memoria de Juanito con una impresión de calor asfixiante y aburr

a?ana pasábala don Antonio conferenciando con los corredores en la trastienda, leyendo los despachos bursátiles de los periódicos, haciendo comentarios y sosteniendo disputas con ciertos amigos nuevos que formaban corro a la puert

or la costumbre adquirida de hablar de millones y más millones con tanto desprecio como si fuesen pa?uelos de dos pesetas docena. Las cosas de la tienda tratábalas ahora con indifer

ga mal algún negocio, no me arruinaré. Yo estoy ah

nda! Trabajar rudamente, exponerse a pérdidas, sufrir la mala educación de los compradores, todo para juntar, céntimo tras céntimo, unos cuantos miles de reales a fin de a?o. Para negocios, los suyos. Daba sus órdenes a los corredores, se acostaba tranquilo y al día sigui

toda la prosopopeya de un hombre que tiene agarrada la fortuna por los pelos y no piensa soltarla.... Y tod

odo el mundo jugaba. Gentes que un a?o antes no tenían sobre qué caerse muertas gastaban ahora carruaje propio; comerciantes que no podían pagar una letra de veinticinco pesetas jugaban millones, dándose una vida de príncipes; y la Bolsa, ?aunque a él le estuviera mal el decirlo?, era una gran institución, porque gracias a ella corría el dinero y había prosperidad, y un hombre podía emanciparse de la esclavitud del mostrador, haciéndose rico en cuatro d

enda, cada vez más atraído por los negocios, fue cuando

a cada palabra, como pidiendo perdón. Evitaba entenderse con los dependientes, sin duda por molestarla sus exagerados cumplimientos, ese afán de decir a toda parroquiana, con voz automática, que

tan grande era la simpatía, que si aquel grandullón de enormes barbas osaba decir una palabra

tos, y Juanito, insensiblemente, recogiendo hoy una palabra y

ana, había sido su madrina, costeando su educación en un colegio modesto, y todavía Antonia iba a visitar algunas veces a ?las se?oritas?, las hijas de su protectora, que se habían casado. Vivía con una amiga de su madre, vieja y casi ciega, antigua criada durante veinte a?os de un se?or enfermo y malhumorado, que al morir le legó una renta de dos pesetas, lo suf

bastaba verla por la calle con el velo caído sobre los ojos bajos, andando con paso menudo y

o corta, pero con unos ojos hermosos, cobijados por las grandes cejas

ra que en el fondo carmesí de la boca brillaba nítida, igual, sin una picadura, sin una p

bras de los dependientes, e iba recta en busca de aquel barbudo tan tímido como ella, que muchas veces le ense?aba las muestras con manos tem

na. Rendida del trabajo, dedicaba las horas de la noche y los domingos enteros a la lectura de novelas, devorándolas, sin predilección, pues bastaba para su gusto que la hiciesen llorar mucho, pero mucho. Ganando siete reales por once horas de trabajo, era una sedienta

ora de comer; sus hermanas le oían cantar paseando por las habitaciones, y ?caso raro! él, tan despreocupado en materias de adorno, enfadóse dos veces po

a para disgustos y lloros. Bastante requemada la tenían a ella los amores. Por un lado, la mamá con sus sofoquinas y pellizcos, ordenándole que rompiese las relaciones con el hijo de Cuadros, por ser una proporción desv

smayada, que da risa; salgo a paseo, y siempre que vuelvo la cabeza veo tras de mí al moscardón, con un aspecto que no parece sino que cualquier día va a subir al Miguelete para tirarse de cabeza, ?Pero, hombre, tú que tienes amistad con él y te hace caso, dile que no sea tan pesado! Dile que yo le querré siempre como un buen amigo, pero que no me imp

ropio interés. En los bailes de Carnaval había conocido a Fernando, un teniente de artillería, esbelto, con cintura de se?orita, que en el

Roberto del Campo, y la ni?a se temía que la tenacidad del

. Desde una semana antes, la granujería corría las calles arrastrando sillas rotas y es

e?o del cafetín establecido frente a la casa de do?a Manuela, un sujeto panzudo y flemático, que gozaba en el barrio fama de chistoso y había heredado el apodo de Espantagosos, sin duda porque alguno de sus antecesores no estaba en buenas relaciones con la raza ca

é de Vecinos, teniendo por principal objeto dar sablazos en todo el barrio para el arreglo de la falla. Como do?a Manuela era la vecina más encopetada y su casa la mejor de

os alalíes con que solemnizaban sus festividades, gozaban en hacer grandes hogueras; los cristianos adoptaron después esta costumbre, como muchas otras; lentamente, el número de fallas fue limitándose en el a?o, hasta quedar las de San José, que hacían los carpinteros para solemnizar la fiesta de su patrón y la llegada del buen tiempo, en el que ya no se trabaja de noche; hasta que por fin, el espíritu innovador del siglo hermoseó la falla, dánd

a plazuela, buena únicamente para divertir a los de escaleras abajo. Pero la víspera de San José, impulsadas por la curiosidad, se

do un edificio de lienzo, con pintura que imitaba a la piedra: un gigante

ndeante percalia extendíase por las calles adyacentes. A trechos, en las paredes, mostrábanse, clavados, grandes carteles con versos valencianos en letras de colores, a

era la falla. No estaba mal aquello, para ser obra de

upé descomunal y grotesco del director de orquesta se lo explicó todo. Aquél era Sagasta, y los otros los ministros. Estaba segura de ello. En los periódicos satíricos que compraba Rafael había visto aquellas caras convenciona

es. ?Qué gracioso era aquello...! Las dos hermanas reían contemplando las contorsiones del se?or del tupé, que a cada movimiento de batuta parecía próximo a p

n fiesta, con los robustos brazos arremangados y delantal blanco, estaba en la puerta sentada ante un fogón, con el barre?o de la masa al lado, arrojando en la laguna de aceite hirviente las agujereadas pellas, que s

iba a acabar con todo el aguardiente de sus barrilillos

ían música en la plaza; y la rumbosa viuda pensaba ya con placer en el ?brillante? aspecto que presentaría su salón, bailan

cionales de los balcones asomaban una docena de airosos cuerpos y graciosas cabezas, elegante escuadrón

, sin importarle las miradas curiosas de los de abajo; dominaba en ella esa nerviosa alegría de las jóvenes cuando, libres momentáneamente del sermoneo de las mamas, sienten una oculta comezón, un vehemente deseo de cometer diabluras. Con el anhelo de su libertad, iban de una parte a otra s

atos y las gargantas. En la puerta del cafetín amontonábase la granujería, siguiendo con mirada ávida el voltear de los trozos de pasta entre las burbujas del aceite, y dentro del establecim

yas barandillas acababan de cubrirse con telas de colorines manchadas de cer

músicaaaa!-gri

ados en un uniforme mal cortado, faja de general y ros vistoso con pompón de rabo de gallo, andaban con cierta dificultad-como si los pies, acostumbrados a alpargatas en

jando a la muchedumbre curiosa, chocando muchas veces contra el tablado de la música. Las alegres notas de los cornetines parecían esparcir por toda la plaza un ambiente de ale

había de traer el consiguiente disgusto! ?Allí estaba él...! ?él! el ?posma?, aquel Andresi

r el agitado río de cabezas que en corriente interminable atravesaba la plazuela, y lanzando al balcón d

que quiere que la familia se retire pronto... ?y todo para qué? para que ahora, despedido y olvidado sin justificación alguna, ella, la mujer de los ensue?os

parecido lo que expresaban sus miradas fieras y sus gestos desde?osos para

ás. Y se puso a coquetear con el teniente, con el gallardo Fernando, que estaba en el balcón, de uniforme, al aire la rapada y mo

botón de la guerrera, que es donde suponía estaba el corazón, mirando algunas veces al cielo, todo para dar más fuerza y sinceridad a lo que decía; y ella, con cierta sonrisilla irónica, negando con graciosos movimientos de cabeza y vo

uventud Católica y tenía ideas muy cristianas; que si no, a la vista de tama?a traición hubiera sido capaz de ahogar su dolor cometiendo la más atroz barra

rágica! el teniente a sus pies, atravesado de una estocada; Amparito, desmelenada, sollozante, increpando al cielo; y él erguido como gigantesco fantasma, el ensangrentado acero en la mano, y en el rostro una sonrisa desesperada, infernal, loca; algo que recordase el último acto del Don álvaro. Y el pobre

cán ruge a pocos pasos de vosotros; no sabéis que hay un hombre que prepara la más horrible de las tragedias; y ma?ana, cuando salga en los periódicos la extensa relación de lo ocurrido, no podréis imaginaros

sión de reto; pero se fijó con insistencia en el teniente. Tenía buenas espaldas, su cabeza morena no era de vícti

pes en medio de la calle con un majadero sin otra sociedad que la de las muías de su batería. No se?or; su belicoso plan quedaba dese

, tú q

el canto de

más terrible de los castigos.... Estaba decidido: abominaría del mundo y sus ?vanas pompas?; se retiraría a un desierto, sería fraile, pero no como aquellos barbudos, malolientes y zarrapastrosos que iban por las calles, alforjas al cuello, sino con a

ca selva, con el pelo cortado en flequillo y los brazos cruzados sobr

salirle de los talones; pero ?valiente caso hacía él de los curiosos! ?Como

anzudo tuteo. Y él... abajo, solo con su desesperación; pero sabría vengarse. Sus ilusiones de venganza le conmovían tanto, que se sentía próximo a estallar en sollozos. Y lloraba, sí se?or;

de sus ensue?os fue un par de viejos que, asomados a la puerta del cafetín, le miraban con sonrisa burlona. Eran dos buenos parroquianos, con la gorrilla caída sobre la frente, los ojos vidriosos y lagrimeantes, y l

las rarezas de aquel se?orito que hablaba solo y miraba al balcón de enfrente llamaron su atención, y con

racias; no tenía la costumbre de beber.... Bueno; pues eso se perdía; conste que ellos la ofrecían de buena voluntad, al verle tan triste. ?Buena suerte y que saliese pronto d

a! Las amigas, en el balcón; Concha, la hermana, coqueteando con Roberto; y ellos dentro, buscando la soledad y la discreta penumbra.... ?Dios mío! ?Qué

o se hallaba satisfecho. Estaban en la misma puerta del cafetín, jugueteando como dos chavales, dándose golpecitos en el abdomen y obsequiándose mutuamente con bu?uelos, que acompa?aban de latines y signos en el aire, como si se adm

; un oficio de volatineros. ?El Ayuntamiento...? una cueva de ladrones; todos los que entraban en la ?casa grande ? era para robar. El otro le interrumpió.... ?El Ayuntamiento...! Ahí estaba el toque. ?Que le fueran a él con Ayuntamientos! Había trabajado como un perro por la candidatura del partido repartiendo papeletas a las puertas de los colegios, tuvo una disputa con un municipal que le quería llevar atado, y lo sufrió todo... todo por el partido y el candidato... y ahora le ofrecían como recompensa un p

da esta afirmación, se tragar

agosos..

za por consentir en su casa tales blasfemias contra la excelentísima corporación, y además-esto era lo principal-, conocía de antiguo a aquellos parroqu

después a la vida privada...! Y miraban fieramente al cafetinero, mientras rebusca

os zapatos sacábanse alguna pieza de cobre mugrienta y sudada. Era la rebusca furiosa de los céntimos escamoteados antes de s

i quería más podía ponerse a cuatro patas, que a ellos aún les quedaba dinero para taparle, si era preciso. Y

arecía, y él estaba extenuado por el dolor y por un plantón de tantas horas. No le vendría mal sentars

las casas. En torno de la falla agitábase un oleaje de relamidos peinados, de gorras con visera amarilla y de blusas blancas. Las se?oras refugiábanse en los portales, empinándose so

ya se impacientab

...!-gritaban a coro l

con las húmedas nances casi juntas, asomábanse a la puerta del

...! ?f

nte en la taberna, fingiendo susto, como c

e. Pero la muchedumbre estaba dominada por esa impaciencia que, entre la gente leva

Había que comenzar en, seguida. El cafetinero lo ordenaba a gritos desde su puerta, y los cofrades braceaban y se desga?itaban en torno de la falla pidiendo un poco de calma, mientras un compa?ero se introducía en el cuadrado de lienzo con dos botellas de petróleo. Cuando los biombos transparentaron una mancha roja

a!-gritó un vozarrón anón

rer por la muchedumbre, saltan

ron miles de voces con expresión amenazante, como s

edaban piedras en el callejón desvaneció sus propósitos de resistencia. La música rompió a tocar, chillaron los cornetines, sonaron el

entusiasmo meridional, caldeando los cerebros, hacía pasar ante los ojos

salir del interior de la falla,

oo...!

on de la Marsellesa, y los industriales so?aban despiertos en la rebaja de la contribución; los de las blusas blancas en la supresión

y por el himno, creyendo que la cosa ya estaba en casa, gritaba a todo pulmón: ??Viva la República!?, lo que az

teaba como una fiera con sus víctimas antes de devorarlas. De repente, hizo presa en aquellos adornos, y en un segundo los devoró, escupiéndolos después como negras pavesas, que revoloteaban sobre las cabezas d

de la falla con pesados puntales, golpeaban el armazón de los bastidores o dab

aplaudía con gozosa ferocidad la caída de los monigotes en la hoguera. Cada vez que, volteando en e

, ti?éndolo todo de color de sangre. La gente, tostada, con las ropas humeantes, retirábase a las inmediatas calles; los de los pisos bajos cerraban las puertas, huyendo de aquella atmósfera ardien

cidos, que al carbonizarse se cubrían de rojas escamas. Algunos maderos estab

las. La temperatura bajaba, el incendio iba achicándose, la frescura de

que la rumbosa viuda daba a sus amigos. La gran lámpara del salón, reservada para las solemnidades, había sido encendida; y Andresito,

nas se refrescó el ambiente, volvió a la puerta del cafetín, cerca del laurel cargado de bu?uelos, cuyas r

cayendo al lado opuesto envueltos en las chispas. Los municipales intentaban oponerse a tan peligroso ejercicio; pero la pareja de pobre

bulliciosas salamandras con blusa, que saltaban por entre las l

ones, para estallar con estampido de trabucazo. Los municipales no veían los cohetes, pues al fijarse en el aire matón de la chavalería que los disparaba, permanecían metidos en el portal, sordos y ciegos. Andresito pensaba que si alguno de aquellos rayos baratos le pillaba en su sitio, no le dejaría ganas en una t

Tosti, coreada por el estallido de los cohetes y los berridos burlones de la pillería,

s obscura y los chiquillos desertaban en grupos, bucando ot

y el eterno pa?uelo de hierbas en la mano. Volvieron el rostro al cafetín, y como personajes de tragedia, lanzaron una eterna maldició

hizo toser; pero se detuvieron ante el re

n grotescos, que los municipales reían y hasta el desconsolado poeta dejó de mirar al balcón. El c

edoblaban sus saltos y contorsiones. Corrían en torno del gran montón de brasas, saltaban por todo

encontráronse en lo más alto de su salto; chocaron los cuerpos como proyectiles y cay

y pu?etazos los sacaron los municipales, y una vez libres del rescoldo, emp

su postrera haza?a, dándose besos y abrazos para afirmar la fraternidad del cafetín y hablando a gritos para que qued

veras ahora que comenzaba a verse en la obscuridad, esperando algo vago e indeterminado, sin fuerzas para hacer nada y estremeciéndose al oír aquella voz

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