Arroz y tartana
as azules y blancas, sombreaba desde lo
ionales que todos los a?os salían a luz: pesados armatostes lavados y brillantes, pero con cierto aire
ástil de buque y sus ruedas cual piedras de molino, las carrozas sagradas de los ídol
o exenta de ternura a la fila de rocas, como
; la Fe, pobre ciega, ofreciendo el cáliz donde se bebe la calma del anulamiento; el Padre Eterno, con sus barbas de lino, mirando con torvo ce?o a Adán y Eva, ligeritos de ropa como si presintiesen el verano, sin otra salvaguardia del pudor que el faldellín de hojas; la Virgen, con la vestidura azul y blanca, el pelo suelto, la mirada en el cielo y las manos sobre el pecho; y al final, lo grotesco, lo
meridional, se regocijaba pensando en la fiesta de la tarde, cuando las muías empenachadas se emparejasen en la aguda lanza y los carromatos c
abrillantaba como espejos las barnizadas tablas de los carromatos, doraba los mástiles, esparcía un polvillo de oro en la plaza, daba al gigantesco toldo una transparencia a
rio en mano y al pu?o el rosario de nácar y oro. Regresaban a casa después de oír misa, y al ll
por la calle de Caballeros. Y las de Pajares tuvieron que detener
seguían detrás las dansetes, escuadrones de pillería disfrazada con mugrientos trajes de turcos y catalanes, indios y valencianos, sonando roncos panderos e iniciando pasos de baile; las banderas de los gremios, trapos gloriosos con cuatro siglos de vida, pendones guerreros de la revolucionaria menestralía del siglo xvi; la sacra leyenda, tan confusa como conmovedora, de la huida a Egipto; los Pecados capitales, con estrambóticos trajes de puntas
las carrozas municipales media docena de se?ores de frac, tendidos en los blasonados almohadones, llevando
Manuela a sus hijas-. ?Atr
con furias pintadas, y coronados de hierba, que cerraban la marcha, repartiendo zurriagazos entre
ndo de tamboriles y dulzainas y siguieron su marcha por las call
e Las Tres Rosas era el mejor del Mercado. Además, los se?ores de Cuadros tenían gran satisfacción en recibir a sus amigos; y más aún ahora que el afortunado bo
irían! Y la viuda de Pajares, que tan mal había hablado de Teresa, su antigu
la familia con di
mplaba por la espalda, experimentando la satisfacción orgullosa de un artista. Obra suya era aquel lujo, y había que reconocer que las ni?as sabían lucirlo. Pero ?ay, Dios! estremecías
e bolsistas y comerciantes retirados, que imitaban torpemente los ademanes y gestos que habían podido copiar por las tardes en la Alameda, paseando en sus carruajes por entre los de la antigua aristocracia. Hablaban de las m
ada por pensamientos tristes y misteriosos, abalanzóse a do?a Manuela, saludándola con apreta
jo al oído-. No, ahora no; después se l
sista y otras amiguitas posesionábanse de los balcones, convirti
o huían ante la granujería que, montada en las ramas, silbaba y gritaba a los de abajo, con la confianza del que está en su propia casa. El sol de verano caldeaba la muchedumbre, por entre la cual paseaban las chiquillas despeinadas y en chan
de brillantes colores, agitábanse grandes abanicos con aleteo de pájaro, y abajo la muche
a plaza, e inmediatamente fue co
ahí...! ?ya
nos de cabezas, empujando todos al
caracolear sus caballos los soldados encargados de abrir paso. Un alegre cascabeleo dominaba los ruidos de la plaza y las voce
ridas corrían los criados de los molineros, atletas de ligera alpargata, despechugados y con los brazos al aire, que, a la voz de ??alto!?, se colgaban de las cabezadas, haciendo parar en seco a las briosas bestias. Colgando de las traseras de los carromatos balanceábanse racimos de chicuelos, que al menor vaivén caían en la arena, saliendo milagrosamente de entre las
zos disparaba ruidosa metralla, cubriendo el aire de objetos; los cristales caían
los bravos, que por un chichón más o menos no querían mostrar miedo e insultaban a los de las rocas cuando se agotaban los proyectiles, hasta que aquéllos les arroj
roz en sus obsequios y tenaz en proporcionar ganancias a los almacenes de cris
idos asientos de las salas. En un balcón, completamente solas, estaban do?a Manuela y la se?ora de Cuadros, cobijándos
. ?Qué era aquello? ?Algún disgusto de familia? Podía hablar con entera franqueza, pues ya sabía el gran interés que le inspirab
ilos en su juventud, pues ya es sabido que ?el que no la hace a la entrada la hace a la salida?. Lo mismo le había ocurrido a ella con el doctor. Se casó, c
aquel hombre endemoniado. En fin, usted ya lo sabe.... Pero cuen
ien es verdad que ya recelaba algo, en vista del despego con que la trataba su Antonio. Pero ?quién podía imaginarse que aquel hombre se atreviera a tanto? Ella le creía ocupado únicamente en ganar
reguntó la viuda co
cosas tan indecentes había en ella! Parece imposible que
cida y lustrosa de monja enclaustrada la misma expresi
Clarita? ?Valiente a
do?a Manuela; hubiera querido ser hombre, para hacer una barbaridad.... ?Pero una vale tan poco...! Además, cuando se es honrada y se qui
ominada por la admiración que profesaba a su marido
qué hiz
asa para pagarle un trimestre, indicándole dónde vive ese se?or, fui allá esta ma?ana, después de oír misa, y supe que la tal inquilina está
veriguó
us pretensiones. La portera me dijo que hace dos a?os vendía géneros de punto aquí, en el Mercado; pero ahora se da el tono de una princesa y habla de su mamá, una tianga que cuando no le da un duro le chilla desde el patio y arma escándalo para que se entere toda la calle. ?Ay, do?a Manuela! ?Que mi marido se haya metido en semejante podredumbre...! Porque si usted la viera, se asombraría de que los hombres
bríase con el abanico los lacrimosos ojos, mie
iéndonos padecer. Todo menos llorar. Cuando usted hable con Antonio, muéstrese
o para abrirle los ojos, pues aunque resulte un malvado en casa, es un tonto fuera de ella. Esa mujer le enga?a y se burla de él. Me lo ha dicho la portera y lo sabe toda la calle. Antonio es quien sostiene los gastos de la casa; pero cuando él no está entra
anuela, a pesar de su curiosidad, en fuerz
asodobles, y rompiendo el gentío pasaban los regimientos, con los uniformes cepillados y brillantes, moviendo airosa
bre: unos de frac, luciendo condecoraciones raras; otros con uniforme de Maestranzas y órdenes de caballería, vestimentas ext
lada esposa: ella, en lugar de Teresa, daría un disgusto al esposo infiel echándole en cara su conducta.... ?Que
una persona que se interesase por su suerte y la de la casa, qué gran favor le haría encargándose de sermonear a aquel hombre que, a pesar de sus bigotazos y sus palabras
a que, velando por la moral de la familia, devolviese el marido infiel a los brazos de la esposa resignada. Y la viuda se crecía al hacer
l balcón, se estrecharon conmovidas las manos, y así estuvieron largo rato, hasta que vinieron
las butacas de la sala, para apelotonarse en los balcones, teniendo a sus espaldas a lo
s. Detrás iban los enanos, con sus enormes cabezas de cartón, que miraban a los balcones con los ojos mortecinos y sin brillo. Y entre el repique de las casta?uelas y redoble de los atabale
con que aplaudía el público los prodigios de equilibrio de los portadores sosteniéndolas enhiestas sobre la palma de la mano, moviéndola
ue entonaban las bandas, contoneábanse los devotos cirio en mano; y el desfile de santos continuaba, lento, monótono, aplastante: unos, desnudos, con las carnes ensangrentadas y sin otra defensa del pudor que unas ligeras enagüillas; otros, vestidos con pesados ropajes de pedrería y oro. Pa
chas bocas. Desfilaba la parte grotesca de la procesión, conservada por el espíritu tradicional como r
alomo que llevaba en su diestra a aquella muchedumbre que reía locamente ante esta caricatura de la vejez; detrás venía Josué, un mozo de cordel vestido de centurión romano, apuntando con una espada enmohecida a un sol de hoja de lata y caminando a grandes zancadas como un pájaro raro; y cerraban el desfile las heroínas bíblicas, las mujeres fuertes del Antiguo Testamento, qu
resante de la procesión, y el albor
los cirios, que brillaban con más fuerza en el crepúsculo, veíanse dos filas interminables de deslumbrante blancura, compuestas por los rizados roquetes y las albas de ricas blondas. Entre esta olead
ras y blancas barbas, sosteniendo enormes blandones que chisporroteaban como hogueras, escupiendo sobre el adoquinado un chaparrón de ardiente cera; seguíanles las doradas águilas, enormes como los cóndores de los Andes, moviendo inquietas sus alas de cartón y talco, conducidas por jayanes que, ocultos en su gigantesco vientre, sólo mostraban los pies cal
de un brillo escandaloso, de uniformes de todos los colores y hechuras, desde la casaca y el espadín de nácar del siglo pasado hasta el traje de gala de los oficiales de marina. Los papanatas asombrábanse ante las casacas blancas y las cruces rojas de lo
an impresionado tanto como este continuo desfile de grandezas humanas; y sus ojos se iban deslumbrados tras las fajas de los generales, las placas que centelleaban com
e mostraban a la luz de los cirios, y las cabezas erguidas de algunos invitados cruzaban sal
anda militar. Las cornetas de los regimientos formados en la carrera batían marcha; y mientras los soldados requerían su fus
un continuo choque de cadenillas de plata, en el fondo de una nube de azulado y oloroso humo; sobre ella, agitándose dorado y tembloroso entre sus deslumbrantes varas, el palio, que avanzaba lent
banse las manos a los ojos, humedecidos sin saber por qué, y las viejas golpeábanse con furia el pecho, entre su
dotes y el infantil balbuceo de las campanillas de plata, avanzaba el palio abrumado por la lluvia de flores, iluminado por el resplandor de incendio de las bengalas; y el sol de oro, mostrándose en medio de tal aparato, enloquecía a la muchedumbre levantina, pronta siempre a entusias
sto el se?or Cuadros, que desde que era tan afortunado en la Bol
padres vive y vivirá siempre. Aquí quisiera ver yo a los impíos. L
bro y escándalo al mismo tiempo. Sin duda pensaba en Clarita, no pudiendo comprender
ompás de la marcha musical, desfilaban los rojos fajines y los portacirios de plata de los concejales; y por fin, con un tránsito obscuro de la luz a la sombra, pasaba l
conmovía el adoquinado con su sordo pataleo, los se?ores de Cuadros y sus a
fatigadas por tan largo plantón, mientras las ni?as correteaban o volvían como distraídas a los balc
s, que no se decidían a abandonar los asientos-. Hagan ustedes
tantas molestias. Pero las mamas abandonaron, sus asientos perezosamente, estirándose el arrugado cuerpo del
aban, la lengua, seca por el calor, parecía pegarse al paladar, y los ojos se iban tras las tazas de filete dorado que contenían el humeante chocolate, las anchas copas azules, sobre las cuales erguían los sorbetes sus torcidas monteras rojas o amarillas, y las maqueadas bandejas cubie
con la esperanza de lograr su catequización. Aquella se?ora, que tanto sabía y tan gr
ombre! Do?a Manuela, experta conocedora, notaba en él cierto atrevimiento, como el m
y hasta le parecía ?oh poder de la ilusión! que había en su persona un perfume extra?o que comenzaba a crispar los nervios de do?a M
?Bueno estaba su marido para intentar conversiones! El se?or Cuadros era un hombre perdido para siempre, un hambriento que había gustado el fruto prohibido, tras muchos a?os de vida obscura y laboriosa, sin saber lo que era juventud y trabajando co
esa pisaba el suyo? ?Qué rodilla era la que tan audazmente acariciaba su falda de seda? Del se?or Cuadros, de aquel honrado
camino del arrepentimiento; no adivinaba ni aun remotamente que su marido, por una aberración extra?a, en la que entrab
atrimonio Cuadros le era muy necesaria para salvarla en sus apuros de se?ora en decadencia, acosada por las deudas. Además, el porvenir de su hija, de su Amparito, estaba allí, y la v
hombres iban en busca de sus sombreros y las se?oras bes
Dios nos conserve a todos la
quedaron solas las de Pajares, que esperaban a
jo de la mesa, pero el bolsista la seguía para continuar su conversación. Ahora los dos estaban junto a Teresa, y el
to a Juanito, le atraen obligaciones ineludibles. Me han dicho que ahora tiene novia y e
ntemano, lanzaba a la obesa se?ora una mirada de ternura, como un hombre
de indignarse por la crueldad con que mentía e intentaba enga?ar a su mujer, la viuda comenzaba a encontrarlo sim
n, las acompa?arem
por un instinto pudoro
compa?ará-se apres
ra ella una esperanza que su marido prolongase la conversación con la vi
o, siguiéndolas con su vista ansiosa la crédula Teresa. ?Dios mío, que se ablandara el cor
del Mercado. Delante, las dos ni?as con Andresito; Concha malhumorada y ce?uda porque en todo el día no había visto al elegante Roberto, y Amparo muy satisfecha de poder lucir un novio, para molestia de su he
manecieron de visita más de una hora, cantó Amparito para obsequiar a su futuro suegro, y cuando salier
mpos en que el tendero de costumbres tranquilas y rutinarias se indignaba al saber que su