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Los dioses olvidados.

Los dioses olvidados.

Leon M. Duncan

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Capítulo

Novela de fantasía épica, ambientada en una supuesta segunda civilización existida antes de todas las conocidas en la historia, donde dioses y mortales juegan un papel importante en la trama, llena de heroísmo, amores rotos, aventuras y magia. Princesas guerreras que luchan por su destino o sin quererlo descubren su verdadera identidad, jovenes, humildes que se convierten en imbatibles paladines de la justicia divina, tiranos crueles que desean conquistar cuanto territorio se interpone en su camino más allá de sus fronteras, donde bestias fantásticas y poderosos juegan un rol importante, magia, misterios ancestrales y mucho más en una inigualable historia saturada de personajes que por insignificantes que sean ocupan un papel en la trama.

Capítulo 1 CAPT 1

Durante largo tiempo he meditado si revelo o no tales acontecimientos; tal vez me sienta atormentada solo por infundados temores. Miro alrededor y qué más castigo que el de vivir entre silenciosos papiros y paneles blanquecinos que burlan los siglos. Jamás conocí a mi madre y mi padre tampoco conoció a la suya. En realidad presiento que jamás tuve familia, ya que no encontré evidencias de ellos, pero arrastro recuerdos inexplicables. Alzo la llama de la lámpara, no por la crudeza del clima que me envuelve, jamás la he sentido. No sé quién o qué soy, ni de dónde procedo.

Simplemente sé que existo para salvaguardar una historia forjada a base de leyendas y epopeyas, de batallas de la luz contra la oscuridad, de poemas sobre héroes, bestias, villanos y enemigos desconocidos. Historias heredadas me persuaden de que las escrituras sagradas deben conservar calor para que perduren; pero de qué serviría que sobrevivan si no son dadas a conocer. He pasado innumerables décadas redactándolas y custodiándolas y no encuentro un porqué.

Lo que voy a relatarles yace oculto en millares de pergaminos. Como anciana sé que la hora de mi partida se acerca; no dejo descendiente alguno, se me negó ese privilegio y antes de transportarme a la eternidad, ansío contarles, no sería noble que sin mi supervisión el tiempo las destruyera. Permítanme avivar las eternas llamas de la lámpara; en mi pequeña morada tantas repisas atestadas de pliegos no dejan espacio para postigo alguno. Sumémosles que me la legaron en lo más remoto de las montañas heladas y comprenderán que en este ambiente jamás he contactado con otros seres, aunque sí los escucho en la soledad de estos parajes cuando percibo algún que otro quejido traído por las ventiscas, o el rugido del temible thaurón, que evita acercarse… Ya logré la luz, y tengo en mis manos el pliego por donde iniciaré las revelaciones.

En un pequeño fiordo, a cuatrocientas leguas al suroeste del reino de Sanabria, se divisa la bahía de las misas, llamada así por las grandes colonias de esas aves que pululaban por la zona. Una de las ensenadas posee una playa de oscura y fina arena, en la que se refugian las lamerias de gran tamaño buscando depositar allí sus huevos. Para llegar a la playa desde el bosque más cercano hay que transitar un único sendero que en estación de primavera, atrae enormes bandadas de katillos que emigran en busca del néctar de las flores, y convierten el paisaje en un sitio de ensueños.

La mar está en calma, solo de cuando en cuando una que otra débil ola impulsaba hacia las arenas al pequeño bote en el que tres pescadores terminaban la ardua faena que esperan concluir después de cuatro días en la mar. La embarcación encalló dócilmente acariciando la caliente arena; los hombres saltaron y lo alejaron del agua y aseguraron junto a otros ya amarrados a los pilotes que sobresalían en la orilla. Uno de los pescadores giró su vista hacia los árboles, alzó la mirada por encima de las frondosas copas y divisó allá en la lejanía, en las tierras prohibidas del turbulento norte, que el cielo se encapotaba.

Preportes, que así se llamaba, exclamó:

— ¡Vamos de prisa, pronto amanecerá!

La voz gruesa de otro, se escuchó:

—Guralla, recoged los avíos dentro del fardo, se vienen a la villa, esta vez conmigo.

Pescadores habituales de aquellas aguas, conocían cada arrecife, cada banco de arena, cada estación de captura. Ya sobre la grava tiraron de una red que permanecía sumergida en el mar. Lentamente la larga maraña de fuertes sedales entretejidos y peces atrapados en ella, salen a la superficie. Casi una hora después sobre la arena más de un centenar de pescados brillaban con los primeros claros del día; algunos inertes, otros aun aleteando en sus últimos intentos por sobrevivir. La captura compuesta por gran cantidad de pequeños salmones plateados, varias linjalas, pesadas mankurias rosadas de colas y aletas negras, procedentes de aguas más cálidas; algún que otro nutritivo olopo gigante y un cabeza plateada de cortantes dientes y de un par de metros de largo también se retuerce en las redes.

Llenaban las canastas cuando fortuitamente un fuerte viento batió desde el mar, entonces sintieron un hálito con olor a esencias divinas, enormes olas se elevaron desde la calma pegando contra los botes, haciéndolos ladearse en un constante vaivén y los árboles movían sus ramas en un desenfrenado movimiento.

Nagujes, quien había permanecido en silencio, mirando detenidamente hacia el mar, gritó:

— ¡Preportes, Guralla, miren!

Los otros dirigieron las miradas hacia el océano. Se veían cientos de siluetas de cuadrúpedos galopando al compás de las corrientes marinas, apareciendo y desapareciendo entre la espuma, y a la cabeza de la increíble manada sobresalían tres ejemplares muy parecidos a corceles de pura raza; pero diferentes de las castas de caballos conocidas, porque exhibían una copiosa melena, muy similar a las del gran thaurón, felino enorme, rey de las altas zonas heladas y de las infranqueables nieves.

Al paso de estas criaturas, el mar se teñía de un rojo bermellón. La visión fue casi fugaz; sin embargo, para los pescadores duró una eternidad y no daban crédito a lo que presenciaron, aunque conocieran que antiguas leyendas describían estas míticas apariciones, nacidas en las entrañas del gran volcán del norte, y que al galopar levantaban chispas de fuego celestial con sus dorados cascos. Se cuenta que podían correr diez veces más rápido que la más veloz de las bestias y que eran la admiración del dios Supremus, quien bajó a la tierra para capturar una y entregársela a Velarón, el hijo condenado a vivir con los humanos; pero tal fue la bravura de los gelanes que la deidad no logró su propósito e iracundo los condenó a peregrinar por los océanos, bajo la custodia de Kudtrang el dios del mar y de esta forma apaciguarles ese impetuoso temperamento. Y tales fabulaciones descarriadas por el tiempo, cantos ya olvidados de trovadores, renacían ante la mirada incrédula de los pescadores.

A miles de leguas de allí.

El vasto desierto por siglos fue la morada de los enormes pero dóciles tosarnos. Ahora se le llama el gran imperio aunque en el centro de las dunas, una única y descomunal edificación de madera y piedras se yergue amenazante ante la vista, ocupada por los despiadados gobernantes, brutales y sanguinarios conquistadores de las tierras altas, que se asentaron en la región enfundando el terror y la desolación. Descendientes de los guerreros del imperio de las montañas negras, ubicadas más al nordeste, cerca de las temibles costas.

Compuesto por más de cuatrocientos campamentos que se trasladan por el desierto, según las estaciones del año, y pese a diferencias entre ellos, todos —por lo general de gran estatura, fornidos y velludos como los simios— obedecen a Jakar, sucesor del sanguinario Trox, como solían llamarle los enemigos a su padre.

Una fría llovizna humedece cuanto toca en la plaza de los sacrificios, se mezcla con la sangre que yace en algunos lugares, penetra en la arena ya no tan endurecida por meses de intenso calor, pues hace ya más de quince días que llueve a cántaros. Cientos de guerreros —hombres y mujeres—, agrupados en clanes, formaban un enorme círculo. Provenían de algunas de las sectas del desierto que por turnos frecuentaban los rituales. A intervalos lanzaban alaridos de euforia que se interrumpían solo con ponzoñosas burlas. Los menos permanecían en silencio mientras devoraban trozos de carne ahumada y bebían.

Grandes banquetes, peleas a primera sangre entre clanes, crueles combates contra prisioneros y los sacrificios de animales y humanos a Yombar, dios de la lluvia, ofrecían un espectáculo tremendamente espeluznante.

Con un bramido de victoria uno de los contendientes levantó su espada:

— ¿Quién le ofrece una jarra de vino al gran Gorlat? —vociferó.

Los de su clan habían derrotado en desigual contienda a los representantes del clan de Cremor, quienes se retiraban maltrechos y ensangrentados, aunque más heridos llevaban el orgullo. Silencio total. El gran Jakar se ha levantado de su codiciado trono. Elevando los brazos al cielo, y a pesar de contar con más de sesenta años, la enorme figura hace temblar a los presentes. Con sus casi dos metros de alto, larga cabellera y barbas plateadas, pecho como el tronco de un milenario árbol, brazos largos y musculosos forjados en mil batallas. Venerado porque se sabe que de joven enfrentó al enorme tologo, el lobo gigante de pelaje oscuro y pecho blanco. Cuentan que lo venció solo con sus manos y un afilado y corto dahar, dicen que en el abrazo mortal las costillas del fiero animal crujían destrozadas bajo la descomunal fuerza del contendiente.

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