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La amplia sala brillaba bajo la luz de las lámparas mientras dos personas estaban sentadas frente a frente. Entre ambas había un acuerdo de divorcio.
Kristian Shaw, impecablemente vestido con un traje a la medida, irradiaba frialdad y distancia. Sus facciones afiladas eran inescrutables, y su presencia imponía autoridad. Clavó su mirada penetrante sobre la mujer silenciosa que tenía delante.
"Nos divorciaremos el lunes", afirmó sin emoción. "Además de la compensación en el acuerdo, puedes pedir cualquier otra cosa que necesites".
"¿Por qué tan de repente?", preguntó Freya Briggs, con un tono más bajo de lo habitual.
Sin rodeos, él le respondió: "Ashley ha regresado".
Freya sabía exactamente quién era esa mujer. Después de una breve pausa, respondió: "Está bien".
Kristian dudó, sorprendido por su aceptación inmediata.
Ella agarró los papeles del divorcio, mientras dejaba que su mente viajara al pasado.
Se habían conocido hace dos años en un club nocturno. A ella la agobiaban las preocupaciones; él estaba con el corazón roto. Después de unos tragos, encontraron consuelo en la compañía del otro, y se quedaron conversando hasta altas horas de la noche.
Lo que siguió a continuación no fue una noche de pasión, sino una despedida tranquila.
Tres días después, él regresó a buscarla, acompañado por su asistente, y le propuso matrimonio. Ella aceptó.
Después de casarse, él la trató bien: atendía sus necesidades, le secaba el cabello con delicadeza y resolvía sus problemas antes de que ella siquiera los mencionara.
Su relación había sido perfecta... Hasta seis meses atrás, cuando una simple llamada lo cambió todo.
De la noche a la mañana, él se distanció. Su calidez fue reemplazada por una indiferencia glacial.
Entonces ella supo la verdad: Kristian se había casado con ella porque se parecía levemente a su amor perdido, Ashley Bradley.
El recuerdo hizo que Freya apretara los labios antes de preguntar: "Dijiste que podía pedir una compensación, ¿verdad?".
"Sí", respondió Kristian, sin alterarse.
"¿Cualquier cosa que quiera?", insistió ella, alzando la mirada hacia él. Su rostro delicado ahora carecía de la luminosidad habitual.
Por un instante fugaz, algo parecido a la culpa surgió en el pecho del hombre, y afirmó: "Sí".
Ya había decidido concederle cualquier petición razonable.
Después de todo, ella siempre había sido buena con él.
Con voz firme, Freya demandó: "Entonces quiero el auto más caro de tu garaje".
"De acuerdo", aceptó Kristian.
"Una villa en las afueras", añadió.
"Considéralo hecho", respondió él.
La joven sonrió y agregó: "Y una parte del dinero que ganaste en los últimos dos años".
Por primera vez, la compostura de Kristian se quebró. Sus ojos se entrecerraron ligeramente, como si no creyera lo que acababa de escuchar. "¿Qué dijiste?".
Freya, impasible, repitió su demanda. "Las ganancias durante el matrimonio cuentan como propiedad conyugal, ¿no? Según mis cálculos, excluyendo inversiones, tu salario y dividendos de los últimos dos años suman varios millones. No quiero mucho, solo el cuarenta por ciento".
Un silencio pesado cayó entre ellos.
Luego, ella añadió de forma casual, como si hablara del clima: "Por supuesto, tú también puedes quedarte con el cuarenta por ciento de mis ingresos".
La paciencia de Kristian finalmente se agotó. "¡Freya!", exclamó con un dejo de incredulidad.
¿En serio se había sentido culpable antes? ¿Cómo no había notado su avaricia?
Ella sostuvo su mirada sin pestañear. "¿No puedes aceptarlo?".
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