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El sol se ocultaba lentamente sobre el horizonte, tiñendo el cielo de tonos rojizos y anaranjados, reflejándose sobre las aguas del océano que se agitaban suavemente con la brisa del atardecer. El pequeño pueblo costero de Feredo, enclavado en una bahía tranquila, parecía ajeno a las sombras que comenzaban a cernirse sobre él. Las olas rompiendo contra las rocas eran el único sonido que interrumpía el silencio de la tarde, mientras las casas de madera y las callejuelas empedradas, típicas de un lugar que parecía haber quedado suspendido en el tiempo, lucían apacibles y acogedoras.
Pero algo había cambiado. Algo que no podía ser percibido por los ojos acostumbrados a la rutina diaria. Los niños del pueblo, que siempre se habían visto jugando en la orilla o corriendo entre las callejuelas, ya no se mostraban tan despreocupados. Los padres hablaban en susurros, intercambiando miradas preocupadas mientras se apresuraban a llevar a sus hijos a casa al caer la tarde. Los más ancianos, que solían sentarse en los bancos de la plaza, observaban el mar con una expresión de inquietud que reflejaba una memoria olvidada, una memoria que hablaba de tiempos oscuros.
El primer niño desaparecido fue Javier, un pequeño de ocho años, conocido por su risa contagiosa y su habilidad para hacer amigos. Desapareció sin dejar rastro durante la fiesta de verano, mientras corría hacia el bosque cercano. Su madre, aterrada, buscó por horas, pero no hubo señal alguna. Nadie escuchó un grito, nadie vio una sombra que se deslizara entre los árboles. Simplemente se desvaneció.
Las desapariciones siguieron con el paso de los días, y pronto, la noticia de los niños perdidos se esparció como pólvora, sembrando pavor en el pueblo. Cada desaparición parecía estar relacionada con las mismas circunstancias: niños pequeños, en su mayoría, que jugaban cerca del bosque, o bien cerca de las rocas al final del acantilado. Nunca se encontraba un rastro, un vestigio, ni siquiera un indicio de lucha. Como si simplemente hubieran sido tragados por la tierra misma.
Fue en medio de esa creciente angustia cuando la familia Arendal llegó al pueblo.
Se instalaron en la mansión que había estado vacía durante años, una construcción antigua y de apariencia sombría, cuyos ventanales rotos y las enredaderas que cubrían sus paredes daban la sensación de que había permanecido en un estado de abandono durante siglos. Nadie recordaba a quién pertenecía la mansión, solo que siempre había estado allí, al borde de las colinas que se asomaban al océano.
Los Arendal eran extraños, incluso para los estándares de Feredo. No se parecían a los demás forasteros que habían pasado por el pueblo a lo largo de los años. Su aspecto, aunque perfectamente pulido, tenía algo inquietante, algo que no se podía nombrar con palabras. El padre, Damon Arendal, era un hombre alto, de cabellera oscura y rostro angular, que mantenía una mirada fría y distante, como si su atención estuviera siempre en algún lugar lejano. Su esposa, Evelyn, era una mujer de porte elegante, con una belleza que parecía casi irreal. Su cabello, largo y negro, caía como una cascada sobre su espalda, y sus ojos, de un verde profundo, no transmitían ni calor ni amabilidad, sino una dureza inquietante.
Y luego estaban los hijos. Los gemelos, Anna y Malach, eran un misterio por sí mismos. De aspecto pálido, con una fragilidad que podría haber sido interpretada como fragilidad juvenil, pero sus ojos, esos ojos de un gris penetrante, reflejaban algo mucho más antiguo. Algo que no encajaba en el paisaje tranquilo de Feredo.
El pueblo, aunque escéptico, les dio la bienvenida, como a cualquier visitante que se detuviera en el lugar. Pero en lo más profundo, muchos sentían que había algo errado con los Arendal. No fue solo su aspecto, ni la mansión que eligieron, sino la extraña indiferencia que mostraban hacia las costumbres locales. No parecían interesarse en conocer a los vecinos ni en las festividades del pueblo, y rara vez se les veía fuera de su mansión, a excepción de los breves paseos al final de la tarde.
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