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Katherine yacía boca abajo sobre un estrecho catre de madera, prisionera en un calabozo frío y sumido en la oscuridad. Más allá de los muros de piedra, la nieve comenzaba a caer en silencio, cubriendo el mundo con un manto blanco. Ella sentía cómo el frío se filtraba hasta lo más profundo de sus huesos, aunque no sabía si aquel temblor constante era causado por el clima o por la fiebre que la consumía tras los azotes. Su espalda ardía con una intensidad insoportable, como si brasas encendidas hubieran sido incrustadas en su carne.
Presentía que la muerte estaba cerca. Había soportado demasiado en los últimos meses, más de lo que un alma podía resistir. Sus fuerzas estaban agotadas, su voluntad hecha añicos. Su espíritu, antes fuerte y lleno de vida, había sido quebrantado. Ya no encontraba motivos para seguir respirando, nada por lo que aferrarse a la vida, nada por lo que luchar.
No siempre había sido así.
Hubo un tiempo en el que su vida fue luminosa y despreocupada, cuando era la princesa del reino de Algratown y desconocía por completo la verdadera crueldad del mundo.
Tenía un padre que la adoraba con devoción, una madre amorosa aunque firme, y un hermano menor que, a pesar de sacarla de quicio en ocasiones, la quería con todo su corazón.
Entonces, sus únicas preocupaciones eran elegir el vestido adecuado para un baile, aprender las normas de etiqueta de una dama o cumplir con los deberes que su título exigía. Jamás imaginó que su existencia pudiera transformarse de manera tan brutal, que todo aquello que amaba pudiera desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Anhelaba con desesperación regresar a aquellos días de felicidad, a un tiempo en el que aún tenía una familia.
Pero su tío había traicionado su sangre para apoderarse del trono. Había asesinado y destruido todo cuanto ella amaba, sumiéndola en una pesadilla de la que no podía despertar.
Su madre y su pequeño hermano murieron trágicamente mientras intentaban protegerla. Aquellos recuerdos la perseguían sin descanso; regresaban una y otra vez cada vez que cerraba los ojos. Ahora, su realidad era cruelmente distinta: un calabozo helado, la espalda desgarrada por los latigazos —heridas que comenzaban a infectarse—, la ropa hecha jirones y el constante acecho de la muerte, que parecía observarla desde las sombras.
Su padre había partido una semana antes de aquella noche maldita. Se había llevado consigo a la mayoría de los caballeros para defender la frontera, atacada días atrás tras la llegada de un mensaje urgente solicitando refuerzos. Decidió acudir personalmente y confió el cuidado del castillo y de su familia a su propio hermano. Creyó que allí estarían a salvo. Se equivocó terriblemente.
Su tío se había aliado con el reino de Falowen para derrocar a su padre y usurpar el trono. Al día siguiente de la partida del rey, llevó un gran número de soldados al castillo, alegando que era para reforzar la seguridad. Una semana después, dio la orden de masacrar a todos los que se encontraran allí. Los pocos guardias que quedaban lucharon con valentía, pero fueron superados. Cuando todo terminó, solo Katherine seguía con vida.
Fue llevada al reino de Falowen como rehén y encerrada durante lo que creyó que había sido un mes, aunque el tiempo se había vuelto un concepto difuso. En aquel lugar, la escasa luz que se colaba por una estrecha rendija no le permitía distinguir el día de la noche.
Al principio, se aferró con desesperación a la esperanza de que su padre acudiría a rescatarla. Esa esperanza murió el día en que uno de los guardias que ocasionalmente le llevaba comida y agua —si es que aquello merecía tal nombre— le informó, con indiferencia, que su padre había muerto.
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