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Clara respiró hondo antes de bajar del avión. La ciudad de las luces, pensó, pero en su corazón no había brillo, solo sombras. Había llegado a París buscando algo que no sabía qué era, pero necesitaba encontrarlo. Había dejado atrás su vida en Nueva York con la esperanza de que el cambio de aire, el cambio de todo, pudiera ser el refugio que necesitaba.
El vuelo había sido largo y la emoción se mezclaba con una ligera sensación de desarraigo. La ciudad se alzaba ante ella como un gigante, acogedora y distante a la vez. No esperaba encontrar respuestas inmediatas, solo espacio para respirar.
Apenas salió del aeropuerto, un aire fresco y ligeramente húmedo la envolvió. La lluvia, como un fino velo, cubría las calles de París. Sin embargo, no la molestaba. A Clara le gustaba la lluvia, o tal vez le gustaba cómo la lluvia borraba la intensidad de sus pensamientos. La ciudad podía empaparla, pero ella podía dejar que el agua se llevara un poco de lo que no quería cargar más.
Caminó sin rumbo, con la mochila al hombro y los pasos apresurados. Quería encontrar un lugar tranquilo, donde pudiera pensar, escribir... respirar. Los sonidos de la ciudad la rodeaban, pero su mente estaba desconectada, casi como si París estuviera allí para recibirla, pero ella estuviera demasiado ocupada con su propio caos interno para verlo.
Las calles parecían iguales a las de cualquier ciudad, pero algo en ellas la hacía sentirse pequeña. La gente caminaba de manera rápida, como si ya conociera el ritmo, como si supieran adónde iban. Clara no lo sabía. Todo le parecía una confusión de colores y voces, sin un punto fijo que la guiara.
Casi sin darse cuenta, terminó en una pequeña calle de adoquines donde los cafés se alineaban de forma acogedora. Algunos tenían mesas afuera, pero nadie parecía estar sentado. Los camareros se apresuraban a acomodar a los pocos clientes que buscaban refugio.
Alzó la mirada hacia una de las ventanas. De adentro, la luz cálida de una cafetería la invitaba a entrar. En su interior, todo era tranquilo y acogedor, exactamente lo que Clara necesitaba. Sin pensarlo dos veces, se dirigió a la puerta.
Al abrirla, el sonido del timbre le dio la bienvenida. Dentro, el aire cálido contrastaba con la lluvia que azotaba el cristal de la ventana. Clara se sacudió el agua de los hombros, agradecida de haber encontrado un refugio.
- Bienvenida -le dijo la camarera con una sonrisa, mientras la miraba de arriba abajo-. ¿Qué te puedo ofrecer?
Clara no sabía qué pedir, así que solo sonrió débilmente. - Un café, por favor.
La camarera asintió y la dejó en una mesa cerca de la ventana. Clara se sentó y observó cómo la lluvia seguía cayendo. París estaba envuelta en una niebla gris, y todo parecía moverse a otro ritmo. El café llegó rápidamente, una taza humeante que le dio un poco de consuelo en medio de la tormenta de emociones que la consumían.
Sin embargo, su tranquilidad se interrumpió cuando escuchó una voz.
- Oye, ¿te importa si me siento aquí? -le preguntó un hombre desde el otro lado de la mesa.
Clara levantó la vista, sorprendida de que alguien se dirigiera a ella. El hombre la observaba desde la puerta, empapado por la lluvia, con una expresión curiosa en su rostro. Tenía el cabello oscuro y rizado, y vestía un abrigo largo que lo hacía parecer como si fuera parte del paisaje parisino.
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