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La alegría del capitán Ribot

Chapter 7 No.7

Word Count: 4196    |    Released on: 06/12/2017

se preparaban para marcharse sin su hija. Sabas y Castell también comían allí. Nos recibieron con alegría, y todos, exceptuando por supuesto Cristina, me s

idada, la elegancia del pabellón Cristina (creo que en este punto insistí demasi

tina?-preguntó con so

a la esposa de Martí. ésta parecía hallarse distraída en aquel momen

los canarios. Yo también viviría así de buen grado, per

del ojo hacia Cristina, que tenía el rostr

ibarita...-repliqué riendo-

maditas cari?osas en

a gusto quince días y al cabo de ellos te sentirías harto d

premiante necesidad que todos sentimos de buscar el ser que responda a las íntimas aspiraciones del nuestro, a nuestros secretos

cuales son inconscientes quizá, pero no menos efectivas. Si cuando tú o antes que tú (recalcó de un modo particular estas palabras) hubiera tropez

mientras hablaba me confirmaron en la sospecha que concebí casi en el punto en que por primera vez tu

ellidé en mi interior falso amigo, traidor, aleve. Pero al mismo tiempo una voz me gritaba en la concienci

ientos, revueltas y saltos que le placía imprimirle. Cristina hablaba con su madre; pero en su visible distracción y en la nube de inquietud que oscurecía su rostro cualquiera adivinaba

endo ademán de hablarle al oído, pero en realidad bastante alto p

iese tenido tan buen consejo para elegir compa?era, ?qué hubiera sido de este pobre hombre? ?Qué prenda! ?

os pies. Su cara mitad, que había oído perfectamente, le dirigió una mirada oblicua donde no respla

arnos a la mesa. Martí, observando que su panecill

las patitas de mi ra

en se?al de

dejases de pellizcar

la mesa, tomé un pedazo de pan por el sitio en que Cristina lo había pellizcado y lo comí con

da cual a su sitio!-exclamó

, las describió con el entusiasmo que yo le había comunicado en nuestro paseo. Terminó proponiendo que fuésemos allá por las tardes a merendar, ya que las circunstancias impedían trasladarse por completo. Es inú

s de dejar abandonados los negocios de la plaza de la R

o el elegante-. Ya sabes que no soy

rbanos y que no respiras bien sino

, como siempre, al

venga, porque las merendetas siem

yo me ponga enfermo!-exclamó c

blemente es cenar a última hora en e

teria de goces tenía sus preferencias y era insensato tratar de imponer los nuestros a los demás. "Todo el mundo tiene derecho a ser feliz

e, ya que él no sea de la partida, permita

o conflicto conjurado; pero Cristina, que todavía dese

nderse en las tardes en que

-exclamó Martí, medio

a. Sabas alzó los hombros con aparente despre

charlando en la terraza del pabellón, mientras las damas bordaban o cosían; o paseando por los senderos del parque, donde también jugábamos como ni?os al volante y al aro. Algunas veces salíamos de la finca y recorríamos el pueblecito y bajábamos a la playa, entreteniéndonos buen rato viendo arribar l

e del parque. Las damas se ponían un delantal, los caballeros nos quedábamos en mangas de camisa, y unas veces haciendo chocolate o café, otras friendo el pescado que acabábamos de comprar en la playa, pasábamos una hora feliz. Tan feliz, que cuando la reunión me en

tan menudo se me pasaba por la imaginación que pudiera existir bajo el sol criatura más perfecta. En el campo desaparecía la gravedad ce?uda que a menudo observaba en ella. Su humor se tor

. Por ejemplo, una tarde, estando en el pabellón, nos mostró un dedal que se había comprado. Todos lo examinaron, y yo después que todos también lo hice, reteni

el dedal en a

tuto y solapado: todo lo

ca y atentísimo a las corcheas del libro, devoraba con los ojos su cuello de alabastro y el finísimo vello en que su cabellera negra venía a morir y perderse como una melodía que se exti

de un noble aunque exagerado sentimiento de dignidad, sin contar con el intenso cari?o que profesaba a su marido, del cual a cada momento tenía pruebas bien claras. Ni aun en esto se desmentía la exquisita delicadeza de sus sentimientos. En vez de mostrars

a a su casa. No estaban en el comedor más que ella y su madre. Se le ocurrió llamar para que le sirviesen un vaso de agua. Yo me antici

a no tengo sed: fu

ndo acababan de cenar, lo hice con semblante grave y procuré no mirarla. Pero bien observé que ella me miraba y aun quise advertir que lo hacía con expresión humilde. A los pocos momentos

de alcanzarme una de aquellas

antes de beberla y mi rensentimiento se deshi

e protección y también ?por qué no decirlo? de cierta benevolencia compasiva. Verdad que esta compasión la extendía Castell a casi todos los seres creados y aun pienso que no habría error en afirmar que trascendía de nuestro planeta para difundirse por otros astros lejanos. Por regla general a nadie escuchaba más que a sí mismo; pero una que otra vez, si estaba de humor, nos invitaba a emitir nuestra opinión, nos hacía hablar

porque en el práctico ya se sabe, allí estaba Martí) que pudiera comparársele; pero aún con más recogimiento que él le escuchaba Isabelita, la prima de Cristina. Es imposible imaginar una atención más completa, una acti

divinar que la ciencia del amigo y socio de su esposo no le interesaba. Se distraía a menudo, y en cuanto encontraba pretexto plausible para levantarse d

to imposible ocultarlo. Así que el millonario, con frase acicalada, comenzaba a hacer pomposamente el elogio de Martí, de su vista clara, de su decisión y actividad, el semblante de Cristina se descomponía; perdían sus mejillas el poco color rosado que

en momento poco oportuno. Su suegra sollozaba (por variar) en un sillón, mientras él, de espaldas a la entrada, estaba abriendo la caja de caudales. Al sentirme se volvió rápidamente y empujó la puerta de la caja para cerrarla. Estaba un poco más

arreglado esta tarde. Váyase ahora con Cristin

aba la sensible se?ora sin

no sin darme a mí un fuerte y convulsivo apretón de manos y tirar tres o cuat

bre

sin atreverme a formular con palabras la pre

a de la bondad de esta pobre se?or

é de pedírselas y hablamos de otra cosa. Pero un instante después

pedido din

pondió Martí rubo

Emilio. Lo sé tod

s para que esa frentecita se arrugue tanto-re

silenciosa y pensa

buenas consecuencias? ?No alentará a mi hermano a continuar la misma vida perezosa y disipada? Si estuviese solo en el mundo podría mimársele sin tanto peligro: cuando llegara a faltarle tu apoyo ya vería él la manera de reducirse a lo estrictamente necesario. Pero t

soltando la carcajada-. Me parece que la

ilio, cambiando de tono, se acercó a ella y, pasándole e

hubiera venido Sabas a pedírmelo me hubiese negado, porque ya estoy un poquillo harto de sus barrabasadas..

atitud; temblaron sus mejillas, y temiendo, sin duda, no pode

riendo otra vez-. Tiene much

unté yo animado por la co

r unos advenedizos. ?Es así el hombre! Ayer

... y bajo tu ga

hacer! No es suya toda la culpa.

o demasiado

as; aquélla, seria, cejijunta; ésta, completamente repuesta de sus emociones. No tardó en llegar Matilde, que almorzaba con ellos. La observé triste y como

nadie lo advirtiese, de aquel precioso objeto y lo sepulté en mi bolsillo. Inmediatamente me levanté y volví al lugar que ocupaba antes. Cristina apareció en seguida y advertí que dirigía la vista a todos sitios en busca del pa?uelo; luego me clavó una mirada,

estará m

distraídos con la conversación. Al cabo vi que se sent

la puerta estaba cerrada y que nadie me espiaba por el agujero de la llave, saqué el pa?uelo del bolsillo y me entregué a una serie de locuras que aún hoy recordándolas me hacen ruborizar. Aspiré su perfume con embriaguez, lo besé infinitas veces, lo coloqué sobre mi corazón jurand

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