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La alegría del capitán Ribot

Chapter 8 No.8

Word Count: 3518    |    Released on: 06/12/2017

lo bastante egoísta para alegrarme de su ausencia. Durante el viaje, y en las horas que permanecimos en la alquería, observé en la actitud y en los ademanes de Cristina algo que hacía temblar mi co

ó la idea de que era por los pensamientos que flotaban en su alma y por la vergüenza que le inspiraban. Nos fuímos luego a tomar chocolate a la casa, y mientras lo hicimos observé en ella la misma seriedad resignada y tierna; expresión que pocas veces reflejaba su rostro movible. Parecía embargada por suave enternecimiento no

rante Sabas con su pipa colgada de la boca sentado entre varios amigos, a quienes arengaba del modo grave y juicioso que le

quiso contradecirme abiertamente; pero comprendí por su gesto más que por sus palabras que miraba todo aquello como ni?erías indignas de un hombre serio y maduro como él. Por lo que pude entenderle, Valencia guardaba

me preguntó de pronto con grave entonación, mi

la he

no menos celebérrima m

mbi

egocio aú

estaba confuso, como si fuesen a ofender a alguno de mi familia, y le respondí en términos vagos que los negocios salían buenos unos y otr

edad sarcástica-. Los negocios de Emilio son siempre brill

e muy inteligente-manife

e. Es un genio práctico, y su

poco-repliqué sonriendo para desviar el

no por su estilo; los únicos

l aplomo, el aire de inmensa superioridad con que aquel hombre hablaba de los demás, la penetración con que descubría los móviles recónditos de todos los actos, la fuerza incontrastable de sus argumentos, los vaticinios tristísimos que formulaba. El caso es que yo no podía menos de hallar atinadas cas

mano-, no cabe duda que Emilio es un

l apretón-; pero confiese usted que no

paso hacia la casa de Martí; pero en el camino mis pensamientos tomaron una dirección sobrado melancólica. Me invadía de tal modo cierto malestar moral, que ya por l

vista me había hecho feliz todo el día. En vano evocaba la dicha celeste que en plazo más o menos breve iba a descender sobre mí. Fuese ilusión o realidad, yo pensaba que la naranjita comenzaba a amarillear y respondía ya con leve temblor a las continuas sacudidas que mi mano daba al árbol. Quizá no tardaría en caer en mi regazo. Pero debía confesarlo; este porvenir halagüe?o no me dejaba alegre y tranquilo, como pudiera

naría sin escrúpulo para alimentar los vicios de un hijo gandul; su fraternal amigo le vendía; su cu?ado, a quien colmaba de beneficios, se burlaba de él públicamente. No tenía a su lado más corazón amante y fiel que el de su esposa. ?Y yo, un advenedizo, a quien había concedido tan franca y cari?osa hospitalidad, iba villanamente a arrebatárselo! Esta idea oprimía mi corazón, me hacía desgraciado. En vano me esforzaba por

lo que era necesario hacer. Apelé al cloral, al más seguro cloral, al que jamás ha dejado de darme resultado en noches como ésta de insomnio y conflicto. Renuncié de una vez a mis deseos, a mis esperanzas, a los goces del amor y a los halagos del amor propio. Entré armado de látigo en mi espíritu y arrojé de él esa voluntad pérfida que tan pocos placeres nos da y tantos resquemores nos causa. Trabajo me costó, po

do?a Amparo, Isabelita y do?a Clara, una modista y una doméstica. La primera pregunta que me dirigieron fué por qué no había ido la noche anterior. Me disculpé con un dolor de cabeza. Cristina, que bordaba cerc

. Saqué su pa?uelo del bolsillo, y en voz no tan alta que los tertulios

pensando que era el mío. Hasta que llegué a casa

i?óse su rostro de vivo carmín; cogió con mano temblorosa el pa

y en general de todos los héroes de la antigüedad pagana. Por lo menos yo vivo en la íntima persuasión (y este pensamiento m

turbada y debo declarar, ya que estas memorias son una franca confesión, que, aunque orgulloso de mi heroísmo, no exp

istraía, seguro estoy de que debía de mostrar una triste figura. Cristina no se cuidaba de disimular su preocupación. Toda la tarde estuvo pensativa y seria hasta e

do El castellano viejo. Todos reímos y celebramos el donaire y el ingenio de aquel gran escritor satírico. Con este motivo hablamos de su

se mató?-pre

rse los hombres-respond

tan por dinero!-exclamó la jov

completo la razón; pero hay muchos má

Y era casada o sol

ió su regreso y que ella entonces, arrepentida o temerosa, le significó su resolución de cortar aque

quitarse la vida teniendo tan pocos a?os y habiendo

do ya-rep

on a un tiempo y con i

vario

le degüellen...! ?Que echen a la bas

uien hizo observar que ella también era casada y q

o van a buscar a los hombres... Porque se las enga?a con palabritas de

ísmo suicidándose que de amor fino y delicado. Si hubiera amado realmente a esa mujer, habría respetado su arrepentimiento, la habría considerado por él más digna de adoración y habría encontrado en su propio corazón y en la nobleza del ser idolatrado recursos para se

z cediendo únicamente al constante anhelo de instruir a sus semejantes, creyó indispensable el echarse hacia atr

de que "el hombre está encadenado fatalmente a sus propias sensaciones", que "no existe otro motivo verdadero más que el placer", que "el mundo

nos fortifica, es la única garantía de progreso; y el que, extraviado por una loca ilusión, intenta suprimir

merienda religiosamente al más peque?o. Por parte de los peces puede usted estar seguro, Sr. Castell, de que la gran máquina del universo no sufrirá avería. Pero, lo confieso ingenuamente, nunca he podido acostumbrarme a esos procedimientos en los cuales los animales acuáticos nos llevan ventaja a los terrestres. Algunas noches de verano, tendido bajo la toldilla de mi

usted el primero que se

ermosos que alegran la vida. Porque la vida, se?or Castell, por equilibrada y fisiológica que sea, cuando la imaginación no se encarga de embellecerla, es cosa insípida y triste... Si la suerte caprichosa me arrastra alguna vez, como a Larra, a enamorarme de una mujer que pertenezca a otro (aquí mi voz no pudo menos de alterarse), no trataré pérfidamente de arrancarla al cari?o de su

obre mí. Ahora la vi volverse con presteza hacia el piano para ocultar su emoción. Do?

y no puedo menos de dar la razón a Enrique; pero de todos modos, tú dices cos

quel instante la Junta directiva del Ateneo de Madrid me invitase a ello, pienso que no tendría inconvenien

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