Lázaro
mo simpatiza la debilidad con la indulgencia. El duque vio, ante todo, en su capellán un hombre que sabía guardar las distancias, y la ni?a, querida de sus padres con ese cari?o de los poder
estimación por sus prendas. Lo agradable de su persona, lo más grato aún de su afabilidad y cortesía, atrajeron el corazón de Josefina hacia el espíritu de Lázaro como el bien atrae al alma. La inteligencia con que el joven sacerdote iba leyendo cada vez más claro en las cosas de la vida; el cará
isfacer frívolos caprichos, ni veía en el aya más que una criada con vestido de seda, fue poco a poco acercándose a Lázaro, movida sim
oyectado enlace de una amiga, un cuento de la villa, lo que dijo una visita, un pensamiento de caridad, servían de motivo a las conversaciones. Relegado insensiblemente a segundo término lo que daba margen al coloquio, el cura y la muchacha conversaban amigablemente, depurando, casi sin saberlo, lo que de terrenal tenía el comienzo de su diálogo. Nunca bastardeó aquellos dulces esparcimientos cosa rayana en lo ridículo; que ni la candidez de la mujer tocaba en la sensiblería, ni la discreción del hombre llegaba a parecer afectación. Todo era natural hasta tal punto, que si
cio que por naturaleza, aunque pensaba con licencia, gustaba de aparentar recato. A su desmedido afán de brillar en fiestas y saraos, a su gozo en ajar la vanidad de las amigas, hallaba siempre respetuoso, pero claro correctivo en la palabra del cura, obrando éste tan discretamente, que sus frases podían parecer a la duquesa avisos de su propia conciencia. Si el sacerdote hubiera pecado de autoritario, habríase librado de él Margarita, sin más que despedirle co
s tardes del lluvioso oto?o pasadas tras los balcones del gabinete mirando estrellarse y correr las gotas de agua por los empa?ados vidrios; las horas en que sentado a un extremo de la mesa veía trasparentarse al fondo de sus pupilas azuladas toda la ternura de su alma, le hacían gozar de una manera tranquila, sin que su propia naturaleza varonil le llevara a pensar en otros halagos ni promesas. Se deleitaba en la contemplación de la mujer como la fría estatua de una fuente parece recrearse entre las ondas que la ci?en. Placer, peligro, dicha y dolor, todo lo tenía a su lado; y él, como invadido el espíritu por sólo un impulso, no sentía más que la admiración de la belleza en lo que tiene de ideal, sin que nunca llegaran los deseos a hostigarle con su aliento de fuego. Sentía lo que la pasión tiene de divino, sin que los vapores impuros de la materia mancillaran aquel placer purísimo; y cual si sus ojos penetrasen hasta el fondo del alma de la mujer, sin detenerse a mirar el vaso que encerraba el perfume, goza
a mancharse de lujuria; pero su misma voluntad, capaz de domin
ospechó que bajo la pobre sotana del capellán de sus padres empezaba a realizarse el mis
alirse de los estrechos límites que su carácter de cura le marcaba, acabó L
an sus faltas casi ignoradas, y si trataba de corregirlas, nunca las reprendía
umbre del sacerdote y el ingenio superior del hombre. Pero quien más le quería, por ser quien más íntimamente le trataba, era Josefina, que, sin darse cuenta de ello, había ido poco a po