Oriente
y el C
más allá una superficie azul, tranquila y tersa, que se pierde hasta juntarse con el cielo, y en esta línea indecisa del horizonte, una bruma que no consi
nes en uno de los más hermosos hoteles del mundo; la torrecilla es la prisión en la que vivió Juan Huss antes de ser conducido á la hoguera; la inmensa e
sable; me he detenido en Schaffhouse para ver el Rheinfall, la prodigiosa caída del Rhin, dividiéndose en dos soberbias cascadas al chocar con una isleta saliente, que parece imposible pueda resistir el ímpe
torio helvético, embarcarse en Romanzhon y atravesar el lago hasta Lindan, entrando de nuevo en Alem
rte del gran ducado de Baden. Hoy es un resto de aquella Alemania anterior á los triunfos militares, pacífica, alegre y poética, con sus costumbres patriarcales y su tranquila libertad. Se ven pocos soldados en su recinto. Las calles venerables, con edificios de puntiagudos techos y puertas blasonadas, resuenan de tarde
de cerveza, canta en sus cerebros la satisfacción de vivir, con una lentitud majestuosa, semejante á la del Himno á la alegría, de Beethoven. Es una de esas ciudades en las que se entra como en un lugar amigo que no se ha visto nunca, pero que evoca confusamente simpatías y f
i desierto, con gaviotas que rizan bajo el contacto de sus plumas las tranquilas aguas, y bandas de gorriones que caen sobre las b
alles, y hasta el antiguo convento de dominicos, cuyas ruinas se han utilizado para el hotel en que vivo, todo recuerda la gran gloria y la
Catalu?a, Aragón y Valencia, el testarudo espa?ol Luna; otro, en Italia; otro, en Alemania, y de continuar la anómala situación, los sumos pontífices iban á
orona en un almohadón, otro con el cetro, el de más allá con la espada y el último con el globo de oro, símbolo de universal grandeza, alineábanse los cardenales, vestidos de rojo, con su perfil de pájaro sombreado por el ancho sombrero escarlata de pendiente borlaje; los prelados venidos de todas las naciones cristianas y los frailes multicolores, que leían horas y horas interminables rollos de pergamino ó peroraban en latín, con una facundia pesada, para sostener las pretensiones de sus respectivos partidos. Cada per
as calles, repletas de gentío, sonaban todos los idiomas de Europa, y cada semana se veían llegar nuevas gentes de países lejanos: frailes de Espa?a, venidos á pie de convento en convento, para sostener las pretensiones de su
es pecados por culpa del tedio. Los mercenarios del emperador correteaban á las muchachas en los bosquecillos inmediatos al lago; la cerveza y el vino del Rhin rodaban á torrentes; los santos cardenales cerraban bajo llave á los pajecillos i
caserón de piedra, con las puertas negruzcas, de ojiva chata, rematadas por groseros relieves góticos. El último piso, de mader
omparecer á un sacerdote de gran barba rubia y ojos azules, vestido de raída so
evas doctrinas. La gran masa, ansiosa de rebelión, adoraba al profeta. El emperador Segismundo le había invitado á venir al Concilio, para explicar sus creencias, dándo
estremecimiento por la santa asamblea, semejant
as severas y duras de los frailes alemanes, intolerantes y rudos, y de los fra
dominicos, en este torreón que puedo tocar con sólo extender el brazo fuera de mi ventana. El emperador se olvidó de él y de la p
es del Concilio, que llevaban tanto tiempo sin hacer nada y se veían desobed
nto lúgubre, que contrasta con el piído de los pájaros y el susurro del lago al morir en la orilla. Como representantes del brazo secular, los barbudos lansquenetes, oliendo á cerveza, empujan al sacerdote, lo amarran, lo visten con una mitra y una túnica pintadas de
án, junto al montón de le?a seca, rematada por dos postes, los cardenales á caballo, con sus séquitos de príncipes; los nobles guerreros y las hermosas
za á pieza, por la piedad de los fieles, por el buen populacho, que desea la quem
as entre los le?os. Surge el humo de las ropas carnavale
s, y sonríen también las hermosas damas, los prínc
tos. Viene de muy lejos, y teme haber llegado tarde para depositar su ofrenda, perdiendo la ocasión de hacer
rimeantes por el humo, miran al cielo. Su barba rubia, que empie
a simplici
ue les ense?an, odian lo que les se?alan, y con la sencillez de la inconsciencia, matan ó persiguen, cre