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Tristán o el pesimismo

Chapter 5 LO QUE DICEN LAS ABEJAS

Word Count: 4997    |    Released on: 06/12/2017

omo el oro y con una expresión infantil en el rostro que contrastaba con la apariencia atlética de su musculatura. Los modales correspondían a aquella expresión: parecía un ni?

su rostro. Al único a quien no había caído en gracia era a Tristán, quien solía decir, alzando los hombros con desdén, que era un imbécil. En efecto, la inteligencia del joven marqués no era muy despierta y sólo poseía los esc

ía acaso se halle la oculta razón de la antipatía de Tristán. Estaba bien persuadido éste del amor apasionado que le profesaba su prometida; comprendía que ni por su edad ni por las circunstancias de s

e de la muerte repentina de su esposo. Decíase burlando entre los veraneantes que seguía acostándole calentándole previamente la cama y haciéndole repetir su oración al santo ángel de la guarda. No sería cierto, pero poco le faltaba. La noble marquesa se consolaba con este hijo no sólo de la pérdida de su esposo, sino también de los sinsabores que le proporcionaba una hija que también tenía. Era ésta mucho mayor que Fernando, casi le doblaba la edad pues no andaba ya muy lejana de los cuarenta: se había casado con el conde de Pe?arrubia y est

rumento como un maestro era muy difícil, por no decir imposible, hacerle tocar delante de gente. Sea modestia o temor de profanar el misterioso encanto que las ob

no sabía nada de Chopin ni de Haendel, pero conocí

s de los Pajeles. Marqués, dé usted una vuelt

var desde hacía algún tiempo que el matrimonio de los inválidos guardaba grandes deferencias y una simpatía por extremo afectuosa hacia el marquesito. Y de ello dedujo que no verían con malos ojos que se rompiesen sus relaciones con Clara y que ésta las anudase con aq

u maravillosa colección de palomas blancas, sino otra porción de aves y bichos que tenía enjaulados, un águila, una a

en nuestra habitación por casualidad. Germán cierra los balcones y no sé qué hace con ellos. Al día siguiente vuelven, y lo mismo. En fin, llegaron a dormir en nuestro gabinete encima de las lámpar

de la casa. Tristán, pensativo y con acento conce

endida de ella. Por eso hablan y entienden el lenguaje de todos los seres vivientes, penetran f

una mano sobre el hombro-. En pocas y filosófic

o tome usted así!-resp

-replicó riendo el indiano-. De todos modos convendrás en q

scar a Clara para hablarle de un gran lavadero cubierto que su marido proyectaba hacer fuera del jardín; invitaron a Tristán a venir con ellas para ver el sitio, pero se excusó pretextando que tenía más deseos de sentarse que de andar.

on hasta uno de los ángulos, examinaron el paraje en que se iba a erigir el lavadero y dieron su opinión acerca de

a, aguárdame

cer da?o. Hace poco que has

o se lo dirás a Germán, ?verdad.

ó hacia la mata. Mas al llegar a ella y cuando ya se disponía a comer del fruto pro

gaban hasta el vientre. El color de su rostro era moreno aceitunado

o un grito penetrante y ex

e daremos todo el dinero que quiera... Déjeme ir a casa

orrido hacia el sitio y al encontrarse con

es eso...? ?Qué

de acercarse sonrien

edra a la cabeza!-dijo la heroica jove

er hacia casa, dejando a su infeli

iba gritando-. ?Ger

a oído el grito, salía ya por la puerta

estrador!-seguía gritando c

na hablando tranquilamente con el bandido, aunque a respetable distancia uno de

arragán...! Pero Bar

cercó a él y ambos

o de la desesper

irgen no le abraces...! ?Mira que

?No ves que es el paisano Barragán...? V

dando un salto atrás y

strador y aún no pudo llegar a convencerse por completo. La verdad e

Sin duda creía que la traza terrorífica de su amigo dependía exclusivamente de la barba. Era un error. No dependía de la barba, ni de la nariz, ni de los ojos,

y sonrieron en efecto, como si un bul

ú que la

re, sí. Q

a?os y al día siguiente me ll

razó de nuevo. Elena le tiró de

, Germá

y sombrero de copa; pero con esta indumentaria estaba tan horrible, tan patibulario que los mismos amigos le aconsejaron que se volviese a la chaqueta y al sombrero de fieltro. Había nacido en Escorial (por eso le llamaba siempre paisano), pero le había

ajaban por allí cerca. Todos emprendieron juntos el camino de la casa satisfechos de

tante que vaya a r

o en el colmo de la sorpresa-

caré... Seguid andando, que yo os alcanzo

que ce?ía el muro. Reynoso aprovechó la ocasi

que he conocido. Un poco agarrado en cuanto al dinero, pero decente, pa

o de Clara volviendo al mismo t

e y lo atravesaban, de los últimos sucesos de su vida. Se había casado, en efecto, en México con una viuda que ya tenía dos hijos bien crecidos, casi hombres. (??Claro-decía para sus adentros Reynoso-una joven no se atrevería contigo!

alment

no me d

los mocitos crecieron a tal punto, que ya le injuriaban y le amenazaban

s?-exclamó

r asustarme nada más, porque la bala quedó in

eo que de

e viajando algunos meses por Inglaterra y Alemania para despistarlos, porque sospecho que me seguirán los pasos. Por fin, vine a Madrid, y allí estoy desde hace q

con ese aspecto tremendón y esas b

rmán. ?Mis hijastros son d

s un tigre!-repu

erciorarse de la intriga que contra él se tramaba, no dudó en faltar a la delicadeza espiándolos. Sabía que el matrimonio se hallaba en el cenador con el marquesito, y hacia allá se dirigió sin hace

arreglado!-excla

sarregla y lo que está hecho

aban lo olfateó y se puso a ladrar. Entonces no tuvo más remedio que descubrirse, fingir que llegaba en aquel momento haciendo de tripas corazón, sonreír y dirigir palabras amables a aquellos traidores. Ellos le reci

ietud. El mismo Tristán, a pesar de hallarse bajo el peso de un desenga?o doloroso, miró con estupor a aquel extra?o personaje. Reynoso lo presentó con palabras afectuosas y cordiales, desvaneciendo la primera desagradable impresió

se halla dispuesta siempre a trituramos sin compasión, sino que los riesgos más tristes, por ser los más insidiosos, nos llegan de nuestros semejantes, de aquellos que juzgamos nuestros amigos, nuestros hermanos. De tal suerte que el mísero ser humano vive en el mundo como el pájaro

l oído de Clara pa

ra un lobo? ?Mira qué pro

lo a la boca para no

bre mujer con los vestidos ardiendo, envuelta por las llamas, te quitaste el abrigo, te arrojaste sobre ella, la envolviste y, quemándote las manos, con peligro de tu vida, lograste salvarla de una muerte horrorosa... Lo que hay es que el amor no levanta tanto estrépito como el egoísmo.

seres radicalmente distintos, como adversarios que se disputan encarnizadamente el tiempo y el espacio. Nuestras más caras ilusiones, el amor conyugal, el amor filial son ?imágenes de oro bullidoras?, como dice Espronceda, que brillan mientras la luz del sol las hiere, pero así que ésta empieza a

os melancólicamente puestos en el vac

sus administradores, escuchando las peticiones de una nube de parásitos, que no tuvimos tiempo a dedicar un recuerdo a aquel noble varón que desde hacía pocos días descansaba en la cripta. Viéndole tan activo, tan solicito, tan poseído de su papel de amo, me acometió un deseo punzante, que con dificultad logré reprimir, de preguntarle: ?Vamos a cuentas, amigo mío: yo no dudo que amases entra?ablemente a tu pad

ciendo es horrible!-pro

tieron a un tiem

al hablar en tal forma delante de su prometida y de Elena

Son curiosidades malsanas que nos acuden cuand

e dejó enga?ar po

s observé en aquel hombre extra?as se?ales que me infundieron sospechas: se mostraba taciturno, preocupado; examinaba con atención mis armas; dirigía miradas penetrantes en torno suyo; apenas comía. Recelé, en suma, que aquel hombre proyectaba robarme, tal vez asesinarme. Llegamos al anochecer a una miserable estancia, donde nos albergamos. Antes de acostarnos le llamé aparte y le dije confidencialmente: ?Pepe, el estanciero y la gente que aquí tiene no me inspiran confianza. Toma mi revólver y mi estoque y hazme el favor de vigilarlos mientras yo duermo tres o cuatro horas. Luego despiértame y yo te velaré a ti otras tres o cua

alla el ratón-respondió

quellas filosofías, miraba a uno y otro interlocutor, haciendo rodar sus ojos feroces, encarnizados,

r el jardín-dijo levantándose pa

r el parque. Reynos

pero aún nos falta algo digno de verse,

por él, los llevó hasta un paraje donde adosadas a la pared

ijo-porque es peligro

os enjambres y le cubrieron todo, cabeza, rostro, manos, como si de rep

ó don Germán en voz alta

nte de las colmenas y deteniéndose en cada una, las abejas

ia ellos completamente limpio-. Ni una sola me ha picado

grado usted...?-d

mpecé aproximándome con cau

n ca

s me dejan acercarme todos los días, y no sólo eso, sino que me saludan del modo afectuoso que acaban ustedes de ver... ?No piensas, querido Tristán-a?adió dirigiéndose alegremente a éste-, que el mismo procedimiento

mo tono jocoso-, pero usted las utiliza segurame

soy un traidor... Pero ellas me perdonan porque las dejo lo bastante pa

saltan en todas partes-replicó Tristán dirig

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