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La Barraca

Chapter 2 No.2

Word Count: 4388    |    Released on: 30/11/2017

dor azulado del amanecer, ancha faja de luz

es hiriese la luz del alba con sus reflejos de acero. De las techumbres de paja de las barracas salían las bandadas de gorriones como un tropel de pilluelos perseguidos,

a noche: el borboteo de las acequias, el murmullo de l

primera que sonaba á lo lejos, en las torres de Valencia, esfumadas por la distancia. De los corrales salía un discordante concierto animal: relinchos de caballos, mugidos de vacas, cloquear de

decisa neblina del amanecer iban fijando sus contornos húmedos y brillantes las filas de moreras y frutales, las ondulantes lí

ga llegaban chirridos de ruedas, canciones perezosas interrumpidas por el grito que arrea á las bestias, y de vez en cuando, como sonoro trompetaz

allar á las ranas; sonaba luego un ruidoso batir de alas, é iban deslizándose los ánades

la vega, iba penetrando en el i

an de par en par los establos, vomitando hacia la ciudad las vacas de leche, los reba?os de cabras, los caballejos de los estercoleros. Entre las cortinas de árboles e

anse los que iban hacia la ciudad y lo

mos done

òn

a y sólo puede hablar de Dios con gesto solemne, se hacía el silencio si el que pasaba era un desconocido

día comp

os saltaban las alondras con la alegría de vivir un día más, y los traviesos gorriones, posándose en las ventanas todavía cerradas, picoteaban las maderas, dic

mujer, Pepeta, una animosa criatura, de carne blancuzca y flácida en plena juventud, m

y votos contra una pícara vida en la que tanto hay que trabajar, y á tientas por los senderos, guiándose en la obscuri dad como buena hija de la huerta, marchaba á

s, tiritando bajo el delgado y raído mantón. Miraba con envidia, de la que no se daba cuenta, á los que podían beber una taza de café para combatir el fresco matinal. Y con u

vez hacia su barraca, deseando sal

. Y tirando del ronzal de una vaca rubia, que llevaba pegado al rabo como amoroso satélite un ternerillo

arpillera, herida por el fresco de la ma?ana, volviendo sus ojos húmedos hacia la barraca, que se quedaba atrás,

parroquianos. Y la vaca y el ternerillo trotaban por el centro del

les cordones de cigarreras é hilanderas de seda, toda la virginidad de la huerta, que iban á trab

los campos la b

eda carmesí; las acequias y los charcos del camino parecían poblarse de peces de fuego. Sonaba en el interior de las barracas el arrastre de la escoba, el chocar de la loza, todos los ruidos de la limpieza matinal. Las mujeres agachábanse en los ribazos, teniendo al lado el cesto de la ropa por lavar. Saltaban en l

ómago vacío, las piernas doloridas y las ropas interiores impregnadas de un sudor de debilidad propio de su sangr

iente del cuello, se detuvo en el fielato de Consumos para tomar su resguardo-unas cuantas monedas que todos los días le dolían en el alma-, y se metió por las desiertas c

o aquí, tres y repique más allá, y siempre, á continuación, el grito estridente y agudo, que parecía imposible pudiese surgir de su pobre y raso pecho: ??La lleeet!? Jarro en mano

todos sus clientes, Pepeta se vi

sentía cierto desasosiego, una repugnancia instintiva de estómago delicado. Pero su espíritu de mujer honrada y enferma sabía sobreponerse á esta impresión, y conti

e adobada y putre facta, de vino y de sudor. Por las rendijas de las puertas parecía escapar la respiración entr

da, fea, sin otro encanto que el de una juventud próxima á desaparecer; los ojos húmedos, el mo?o tor

distancias quedasen bien marcadas, comenzó á orde?ar las ubres de la Ròcha dent

isa, como si no tuviese la c

or primera vez sus ojos en la mu

io!...

Y Pepeta, inmediatamente, manifestó su asombro. ?Ella allí!..

onoce el secreto de la vida y no cree en nada, las exclamaciones de la escandalizada labradora. Pero la

hambre; y allí estaba, recibiendo unas veces cari?os y otras bofetadas, hasta que reventase para siempre. Era natural: donde no hay padre y madre, la familia termina

bre tío Barret! ?Si levantara la cabeza y viese á sus hijas!... Ya sabían en la huerta que el pobre padre había muerto en el presidio de Ceuta hacía dos a?os; y en cuanto á la madre, la infeliz vieja había acabado de padecer en una ca

rdad?... Esto le gustaba: ?que reventasen, que se hiciesen la santísima los hijos del pillo don Salvador!... Era lo único que podía consolarla. Estaba muy agradecida á Pimentó y á todos los de allá porque habí

a, pasiva bestia acostumbrada á los golpes, la hija de la huerta, que desde que nace ve la esco

lo rubio, de un color de mazorca tierna, aparecían ya las canas á pu?ados antes de los treinta a?os. ?Qué vida le daba Pimentó? ?Siempre tan borracho y huyendo del trabajo? Ella se lo había buscado, casándose contra los consejos de todo el mundo. Buen mozo, eso sí; le temblaban todos en la taberna de Co

bajó como un trueno por e

onto la leche. El s

a? Era exigencia del oficio cambiar el nombre, así como hablar con acent

de la leche podían darle algo malo por su tardanza. Y subió veloz por la escalerilla, después de r

Soltaron las mustias ubres hasta su última gota de leche insípida, producto de un míser

aquel encuentro. Recordaba, como si hubiera sido el día anterior,

n quedado abandonados á orilla del camino. Su barraca, deshabitada, sin una mano misericordiosa que echase

tención en la vieja barraca. ésta sólo intere saba á los muchachos, que, heredando el odio de sus padres, se metían por entre las ortigas de los campos yermos par

reciente encuentro, se fijó en la ruina y h

de abandono habían endurecido la tierra, haciendo brotar de sus olvidadas entra?as todas las plantas parásitas, todos los abrojos que Dios ha criado para castigo del labrador. Una selva enana, enma

escarabajos con caparazón de metálicos reflejos, ara?as de patas cortas y vellosas, hasta culebras, que se deslizaban á las acequias inmediatas. Allí vivían, en el centro de la hermosa y cuidada vega, formando mundo aparte, devo

a para los hombres, debían anidar en ellas los

que agujerearon el viento y la lluvia su carcomido costillaje de madera. Las paredes, ara?adas por las aguas, mostraban sus adobes de barro crudo, sin más que unas ligerísimas manchas blancas que delataban el antiguo enjalbegado. La puerta estaba rota por

alir fantasmas en cuanto cerrase la noche; que de su interior iban á partir gritos de personas a

próximas, rojas, bien cuidadas, llenas de correctas filas de hortalizas y de arbolillos, á cuyas hojas daba el oto?o una transparencia acaramelada. Hasta

nebres de cuervos y milanos, que al agitarse hacían enmudecer los árboles cargados de gozosos aleteos y j

lgunos campos más allá; pero hubo de permanecer inmóvil en el alto borde del camino, p

menil se excitó

udo, al que ayudaba en los baches difíciles un hombre alto que m

etalles de su traje, delataban que no era de la huerta, donde el adorno personal ha ido poco á poco contami

e maíz, sillas de esparto, sartenes, calderas, platos, cestas, verdes banquillos de cama, todo se amontonaba sobre el carro, sucio, gastado, miserable, oliendo á hambre, á fuga desesperada, como si la desgracia mar

aquélla. Al otro lado del rocín, ayudando cuando el vehículo se detenía en un mal paso, iba un muchacho de unos once a?os. Su exterior grave dela

s veía avanzar, poseída cada vez de mayor

. Se extinguía á lo lejos, como agotado por las bifurcaciones inn

no, atravesaba el ruinoso puente de troncos y tierra que daba acceso á las tierras maldita

s la impresión que le causaba tanta miseria, pero en línea recta hac

gar antes, abandonó á la vaca y al ternerillo, y las dos bestias siguieron su marcha t

n la vista fija en tres varitas untadas con liga, puestas al sol, en torn

re pecho jadeante, Pimentó cambió de postura para escucha

a aquello? ?Le había

l cansancio, apenas pudo d

a entera.... Iban á trabajar, á vivir

jo y terror de la contornada, no pudo conservar su grav

tracord

musculosa humanidad, y echó á cor

iar por entre las ca?as como un beduíno al acecho, y pasados algunos minutos volvió á correr, perdiéndose en aquel dédalo de sendas, cada una de

egnada de luz y de susurros, aletargada b

tremecimiento de alarma, de extra?eza, de indignación, corría por toda la vega, como si no hubiesen transcurrido los si

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