No Soy la Luciana que Rompiste

No Soy la Luciana que Rompiste

Gavin

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Capítulo

El auditorio vibraba, los focos cegaban y, en el escenario, Máximo Lawrence, el hombre que me destrozó, se preparaba para su gran acto. Siete años después de que me echara al abismo, me buscó con la mirada entre la multitud y, con una sonrisa estudiada, anunció: "Hay una persona especial aquí esta noche... una mujer que me prometió gloria con sus pasos." Sacó una caja de terciopelo, el público jadeó, y mi nombre, Luciana, resonó con una falsa emoción. "Cásate conmigo", me pidió, un broche de plata con castañuelas, idéntico al que perdí el día que me acusó, brillando en sus manos. Pero en mi mente, no veía al héroe romántico, sino al verdugo de hace siete años, señalándome ante los mismos periodistas. "¡Ella es una plagiaria! ¡Una ladrona!", gritó entonces, cerrándome las puertas al Ballet Nacional y al mundo del flamenco. Hoy, mi pasado regresaba con un show patético, ignorando que aquella Luciana que un día lo amó con locura ya no existe. Ahora yo era Luciana Castillo, la bailaora de flamenco que había conquistado Europa y que no le debía absolutamente nada. Me levanté sin una palabra, dispuesta a marcharme, a borrarlo de mi vida, cuando una diminuta voz rasgó el aire: "¡Mamá!" Y entonces, en el aparcamiento, mientras Máximo me acosaba, mi hija Sofía corrió hacia mí, y mi marido, Ivan, salió del coche para rodearme con su brazo. Su rostro se paralizó, palideció al entender que lo que vio era mi familia, mi vida, mi nueva felicidad construida sobre las cenizas que él dejó. "Máximo", le dije, mirándolo sin una pizca de la chica que una vez le suplicó amor. "Él es Ivan, mi marido. Ella es Sofía, nuestra hija." "Tú y todo lo que pasó entre nosotros... fue un error. Desaparece de mi vida. Para siempre." Pero, ¿qué puede hacer un hombre cuando su pasado, su mentira y su orgullo se derrumban ante la innegable verdad de tu triunfo?

Introducción

El auditorio vibraba, los focos cegaban y, en el escenario, Máximo Lawrence, el hombre que me destrozó, se preparaba para su gran acto.

Siete años después de que me echara al abismo, me buscó con la mirada entre la multitud y, con una sonrisa estudiada, anunció: "Hay una persona especial aquí esta noche... una mujer que me prometió gloria con sus pasos."

Sacó una caja de terciopelo, el público jadeó, y mi nombre, Luciana, resonó con una falsa emoción.

"Cásate conmigo", me pidió, un broche de plata con castañuelas, idéntico al que perdí el día que me acusó, brillando en sus manos.

Pero en mi mente, no veía al héroe romántico, sino al verdugo de hace siete años, señalándome ante los mismos periodistas.

"¡Ella es una plagiaria! ¡Una ladrona!", gritó entonces, cerrándome las puertas al Ballet Nacional y al mundo del flamenco.

Hoy, mi pasado regresaba con un show patético, ignorando que aquella Luciana que un día lo amó con locura ya no existe.

Ahora yo era Luciana Castillo, la bailaora de flamenco que había conquistado Europa y que no le debía absolutamente nada.

Me levanté sin una palabra, dispuesta a marcharme, a borrarlo de mi vida, cuando una diminuta voz rasgó el aire: "¡Mamá!"

Y entonces, en el aparcamiento, mientras Máximo me acosaba, mi hija Sofía corrió hacia mí, y mi marido, Ivan, salió del coche para rodearme con su brazo.

Su rostro se paralizó, palideció al entender que lo que vio era mi familia, mi vida, mi nueva felicidad construida sobre las cenizas que él dejó.

"Máximo", le dije, mirándolo sin una pizca de la chica que una vez le suplicó amor.

"Él es Ivan, mi marido. Ella es Sofía, nuestra hija."

"Tú y todo lo que pasó entre nosotros... fue un error. Desaparece de mi vida. Para siempre."

Pero, ¿qué puede hacer un hombre cuando su pasado, su mentira y su orgullo se derrumban ante la innegable verdad de tu triunfo?

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