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El mar estaba quieto esa tarde. Tan quieto que daba miedo. Una lámina inmensa y temblorosa de plata que no se atrevía a moverse, como si supiera que cualquier ola podía despertar el caos. Pero la sangre no entiende de silencios.
Amelia cayó de rodillas en la arena mojada. No fue una caída brusca, sino una rendición. Como si su cuerpo, vencido por algo invisible, se dejara ir. Sus manos temblaban mientras se aferraban a la orilla, hundiéndose en la mezcla de sal y tierra, buscando anclarse a algo. A lo que fuera. A la vida que se le escurría.
Llevaba puesto un vestido blanco. Uno sencillo, de esos que se usan para celebrar. Para recibir a alguien. Para recordar que hay días que merecen vestirse de esperanza. Pero ese blanco, tan puro en otro tiempo, se manchaba ahora sin hacer ruido, oscurecido por el barro, por la sangre, por el miedo que no avisa. El dolor, cuando llega así de profundo, no golpea. Se desliza, se cuela. Se instala.
-¡Corre! -gritó una voz, lejana, quebrada por la urgencia y la desesperación.
Unos pies descalzos golpearon la arena con fuerza. Alguien venía corriendo. Un joven, tal vez un vecino, tal vez un extraño. Cargaba un bulto apretado contra el pecho. Algo que lloraba. Algo pequeño. Algo vivo. Un bebé.
Luna.
El nombre se clavó en Amelia como un trozo de vidrio en el alma. Quiso levantarse, correr, gritar, hacer algo. Pero no pudo. La sal del mar se mezcló con la sal de su llanto, dibujándole ríos en las mejillas.
¿Dónde estaban Tomás? ¿Dónde Gabriel? ¿Luciano? Su mente repetía los nombres como un rezo frenético, buscando encontrar sentido, algún orden, alguna lógica que calmara el caos. Pero no había lógica. Solo ruido.
Los gritos crecían a su alrededor como olas negras, golpeando una y otra vez, implacables. Una mujer llamó al 911 mientras sollozaba. Otra se quitó una chaqueta y trató de cubrirla con ella. Le hablaban, la tocaban, intentaban ayudarla. Pero Amelia no escuchaba. No sentía. Solo respiraba por instinto.
El frío la calaba desde adentro. No era el viento. No era la brisa húmeda del mar. Era algo que se había roto en lo profundo, una grieta invisible que partía su mundo en dos. Un antes. Un después. Un abismo.
Entonces un silbido agudo cortó el aire. Un segundo después, el estruendo:
¡Pum!
Un disparo. Seco. Final. Como un punto puesto a la fuerza en medio de una frase que no había terminado. El llanto del bebé se detuvo por un segundo. El mar tragó un zapato pequeño como si también él quisiera ocultar algo.
-Se la llevaron -susurró alguien cerca.
-¿A quién?
-A la niña. A la bebé.
A Luna.
Y entonces ya no hubo pensamiento. Solo ruido. Voces que no decían nada. Sirenas que chillaban lejos. Arena en la boca. Sal en las pestañas. Y una promesa muda que Amelia sintió nacer con violencia dentro del pecho:
Esta vez, no me van a quitar nada más.
La ambulancia olía a metal caliente, a desinfectante, a urgencia. El interior era un mundo aparte, blanco y hostil, ajeno a las reglas de lo que había afuera. Un paramédico le hablaba. Decía su nombre. Le pedía que respirara. Pero Amelia no podía escucharlo. Miraba el techo sin verlo. Su respiración sonaba lejana, como si saliera de otro cuerpo. Un cuerpo que no era el suyo. Uno vacío.
Sintió la aguja perforarle la piel. La vía. El líquido frío entrando en su brazo. Un intento por retenerla aquí. En este lado de la vida.
-Estás estable. Escúchame, por favor. El bebé está vivo, ¿lo oyes? Está vivo.
Amelia cerró los ojos. Pero no era ese bebé el que buscaba. Era otro. Uno que tenía nombre. Uno que había imaginado en sus brazos. Uno que había sentido moverse dentro de su vientre.
Una enfermera se acercó con algo diminuto entre las manos. Una criatura roja, furiosa, recién nacida. Lloraba como si el mundo ya le doliera. Como si supiera.
-¡Niña! -dijo la enfermera-. Está respirando bien. No tiene daño aparente. Está aquí, ¿ves?
Pero no era Luna. Era otra niña. Otro destino. Otro comienzo.
-Se la llevaron -murmuró Amelia, sin mirar a nadie.
-No, está aquí. La tienes aquí contigo.
No hablaban de la misma niña. Ella lo sabía. Su alma lo sabía. Un segundo. Luego otro. Y el tiempo empezó a moverse hacia atrás, como queriendo buscar respuestas en lo que ya había sido.
Doce semanas antes
Gabriel había dejado un dibujo sobre la mesa del comedor. Un árbol con alas. Colores torpes, trazos imperfectos, pero llenos de significado. A su lado, Tomás dormía entre juguetes, con la boca entreabierta y una mano aferrada a un dinosaurio de plástico.
Amelia, embarazada de nueve meses, se acariciaba la panza con ternura. Cada movimiento dentro de ella era un milagro. Cada patadita, una promesa de futuro. Afuera, las gaviotas sobrevolaban la costa gritando su libertad.
Luciano entró con una bolsa de pan caliente en las manos y una noticia en la boca:
-Lo encontré.
Amelia levantó la vista, desconcertada.
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