Los argonautas
r a proa la banda de música, con la lejanía so?olienta que
-dijo Maltrana, siempre enterad
ras, como ovejas en tropel, blancas viviendas, medio ocultas algunas de ellas en los repliegues sombreados de verde. Por encima de las cumbres
invierno mientras tomaba el café con Fernando. Ocurrí
ver la gente de tercera?
El médico del buque y varios ayudantes, todos con blusas blancas, ocupaban el centro junto a una mesa cargada de botiquines. Y al son de la música pasaban los emigrantes en interminable fila, todos con un brazo descubierto que pr
n el buque hasta América, y la comisaría necesitaba conocer el número de las gentes que iban a bordo. Los marineros recorrían los sollados, los obscuros
a comisaría, hombre grueso y de bigotes canos que se expresaba en distintos idiomas, p
n otra satisfacción que ostentar una gorra de uniforme y que los emigrantes le llamen oficial. Le busco todos los días en su despacho, que está abajo, siempre con la luz encendida, y charlamos de lo que ocurre en el
las escaseces pecuniarias de éste, que le obligaban a buscar entre los pasajeros ricos uno que quisier
papé en la mano!
italiano, en francés,
e el médico brazos membrudos con la blancura y la firmeza de la carne septentrional; brazos grasosos en los que se hundían los dedos de los operadores;
revuelto y ojos de brasa, devolvían al corpi?o con tranquilo impudor las saltonas exuberancias surgidas al desabrocharse; las castellanas angulosas de pelo aceitoso y retinto, peinadas como vírgenes prerrafaelistas, cubrían prontamente su brazo con triples forros y se alejaban ruborizadas, moviendo la corta y bailarinesca ba
los había encasillado la comisaría. En la parte de popa se aglomeraban otras naciones: alemanes, rusos y judíos, muchos judíos de diversas procedencias, polacos, galitzianos, rutenos, moscovitas y balcánicos, cocinando aparte, según las preocupaciones y ritos de su r
e juraba para él solo con grandes as
isiésemos er viaje sin sorpresas. ?Pero camará,
r oficial y luego gritó a unos camareros espa?
nos mozos; ?tr
ierta, las ropas haraposas y los pies metido
olisones sin má ni má, como si esto juese la casa e toos?
s, que los echaron en tierra al llegar a Canarias. ?Y a buscar de nuevo un escondrijo en la bodega de otro barco!... Así pensaban llegar, fuese como fuese, adonde se habían propuesto. Los seis
en voz baja con
sin pasaje y el buque no pué retroceer por vosotros, vais
lo del toldo. El oficial se acariciaba impasible la barba rubia mientras el int
a pa que sartén con más f
alera contra la borda, mientras el intérprete repetía l
igualmente de que todo fuese una burla, habituados a durezas y castigos en los buques que les habían servido de refugio. Uno que era casi un
morir!... ?Yo quiero ir a Buen
acercasen. Comenzaron a partir suspiros y exclamaciones de los grupos de m
uego comeréis... A ver unos pantalones viejos pa estos güenos mozos; no es caso de que vayan ense?
llevar por los marineros, que los empujaban rudamente
. Cuatro van a ir a las máquinas; siempre hasen farta fogoneros; y los dos más peque?os ayudarán a la limpiesa de las cubiertas. Podíamos desem
nudó el desfile de los brazos arreman
e habitaban las cubiertas superiores. Dormitando entre los fardos y barricas de un muelle, había visto también a la diosa alada y sin cabeza; había sentido la caricia de la esperanza. Y allá marchaban todos, afrontando la nostalgia del recuerdo o la
trana ante la mon
limpia y presentable que ?los latinos?, con largas mele
oldo y dos sillones libres para descansar en la soledad azul impregnada de luz. La mayoría
a y los altos tacones de los zapatos. Fernando, advertido por el codo del compa?ero, se fijó en sus cabellos, de un rubio obscuro, recogidos en forma de casco; en sus ojos claros y temblones como gotas
quien cambia el saludo, pero cuando intento hablarla finge que no me entiende... Y sin embargo, adivino en ella un carácter alegre y varonil: debe ser un agradable compa?ero; no hay más que ver con qué
volvió a bajar los ojos sobre el libro, ladeándose en su
la velocidad de la marcha arremolinaba contra los flancos del buque. Desde esta altura sus ojos abarcaban únicamente el segundo término, o sea el mar inmóvil, que parecía cubierto de una costra diáfana y transparente, una costra de vidrio reflejando el azul denso y pastoso de la profundidad. A n
o descansando sobre el respaldo, con los ojos entornados y la boca abierta a la frescura de la sombra. Crujía el piso en los lugares caldeados, bajo el paso tardo de algún transeúnte. Subían los ecos de la música, lejanos, adormecidos, como s
Tenebroso??-dijo Maltrana, que no p
a estudiar la epopeya de los navegantes que descubrieron las tierras vírgenes. Isidro se acordó de los trabajos realizados en su época de mercenario de la litera
miendo las sorpresas del misterio y el perder de vista las costas. Yo confieso que la geografía del Mar Tenebroso antes de que la brújula hiciera posibles las largas exploraciones,
todos los intentos de los hombres, desde remotos
ornos vistosos, pellejos de hombres peludos y con rabo que debieron ser envolturas de grandes orangutanes. Y tal valor concedía el Senado a tales descubrimientos, que guardaba
isterio de las soledades marinas con poéticas invenciones, aderezando los descubrimientos lo mismo que un cuento de Las mil y una noches. El emir Edrisi hablaba de las islas de Uac-uac, último término del mundo en el siglo xii por la parte de Oriente: islas tan abundantes en riquezas, que los monos y los perros llevaban collares de oro. Un árbol, del que había grand
hasta el extremo del Mar Tenebroso?. Así descubrían la isla de ?los carneros amargos? y la isla de ?los hombres rojos?, pero se vieron obligados a tornar a Lisboa faltos de víveres, ya que no podían comer por su mal sabor los carneros de las tierras descubiert
r Océano adentro hasta dar con una isla en la que fundaba siete ciudades. Muchos navegantes portugueses, arrebatados por la tempestad, habían ido a parar a esta isla, donde eran magníficamente tratados por gentes que hablaban su mismo idioma y tenían iglesias. Pero así que intentaban volver a su tierra, se
io para explorar el Océano en busca de unas islas que poseían las delicias del Paraíso y estaban habitadas por infieles. Durante la navegación, un día de Navidad, el santo ruega a Dios que le permita descubrir tierra donde desembarcar para decir su misa con la debida pompa, e inmediata
as ventajas de su conversión entrando en el cielo, y solicita permiso cortésmente para morirse otra vez, petición razonable a la que acceden los santos. Y desde entonces ningún mortal logra penetrar en la isla de San Borombón. Algunos marineros de las Canarias la ven de muy cerca en sus navegaciones; los hay que llegan a amarrar sus bateles en los árboles de la orilla, entre restos de buqu
xito; y la gente, cada vez más convencida de la existencia de San Borombón, achacaba estos fracasos a la impericia de los expedicionarios antes que renunciar al encanto de lo maravilloso. Casi todos los mapas de la época situaban esta isla en las inmediaciones de las Canarias, y ochenta a?os antes de a independencia de las colonias, cuando la América espa?ola iba ya pensando en declararse mayor de edad, todavía salió de Tenerife una expedición mandada por un caba
e poderosos gigantes en diversas teogonías: Hércules batiendo sus columnas entre Espa?a y áfrica y juntando dos mares; Dhoulcarnain (El de los dos cuernos) y Chidr (El person
trópico. Pero los pitagóricos sustituían esta hipótesis con la afirmación de la esfericidad del planeta, y después de esto no había que hacer grandes esfuerzos para imaginarse la posibilidad de navegar desde el extremo de Europa, o sea desde Espa?a, a las costas orienta
eglo a la fantástica geografía del monje bizantino Cosmas Indicopleustes, pero en conventos y universidades se transmitían peque?os grupos las tradiciones de la antigüedad, las doctrinas de A
cesarios los productos de la India, traídos por las caravanas a través de las áridas mesetas asiáticas: las especierías, el marfil y la seda. Los sacerdotes budistas y cristianos, por religioso proselitismo, realizaban atrevidos viajes que iban ensanchando el horizonte geográfico y el de las ideas. Con la llegada de las caravanas se difundían las asombrosas noticias del reino del Preste Juan y las maravillas de las ciudades de mármol y oro, en
os doctores cristianos la memoria de las ricas tierras del Asia oriental. Se recordaban las flotas enviadas por Salomón al monte Sopora, que otros llamaban Ofir y algunos creían ser la isla de Trapobana. Las naos del sabio rey, después de tres a?os, volvían cargadas de oro, plata, piedras preciosas, pavones y colmillos de elefantes. San Isidoro afirmaba que la isla Trapobana ?hervía de perlas y elefantes, y que en ella el oro era más fino, los elefantes más grandes y las margaritas y perlas más preciosas que en la Ind
en la ciudad de Quinsay, urbe monstruosa de treinta y cinco leguas de ámbito con ?doscientos puentes de mármol, sobre gruesas c
icas y las repúblicas anseáticas del Báltico; los marinos catalanes y mallorquines, rivales de los italianos en el comercio de Oriente, usaban cartas de navegar desde mediados del siglo xiii. Las Ordenanzas de Aragón disponían que cada galera llevase dos cartas marinas, cuando los demás buques de la cristiandad navegaban sin otros rumbos que el instinto y la costumbre. Raimundo Lulio hablaba de la fabr
bo de Mallorca. Espa?oles y portugueses, al explorar las costas de áfrica o arriesgarse Océano adentro, se establecían en las islas, que eran como puestos avanzados en esta guerra tenaz con el misterio del Mar Tenebroso. El Archipiélago de las Canarias, las islas, de los Azores, Madera y Cabo
to de sus lejanos horizontes inexplorados. En los hogares isle?os se hablaba de los hallazgos que hacía todo navegante que por tomar vientos mejores se alejaba de las islas conocidas. Martín Vicente recogía en su navío un ?madero labrado por artificio y a lo que juzgaba no con hierro?
este archipiélago, ?había echado la mar dos cuerpos de hombres muertos que parecían tener las caras muy anchas y de otro gesto que tienen los cristianos?. También se hablaba de que en las cercaní
tes tierras nuevas que surgían en el horizonte al llegar ciertos meses, y que para el vulgo eran las de las tradiciones marítimas: la isla de las Siete Ciudades y la de San Borombón, pintadas por algunos cartógrafos en sus mapas con los títulos de ?Antilla? y ?Mano de Satán?. Los de mayores conocimientos explicaban con arreglo a los escritores antiguos, la naturaleza de esta
salía de la isla de Fayal cuarenta a?os antes de los descubrimientos de Colón, y avanzando cientos de leguas mar adentro, encontraba indicios de tierra; pero a fines de agosto había de retroceder, temiendo la proximidad del inviern
sta una gran isla, que se creyó luego fuese la de Santo Domingo. Desembarcó Sánchez tomó la altura, hizo agua y le?a, y volvió hacia las tierras conocidas; pero tan penoso fue el viaje, que murieron de hambre y cansancio doce hombres de los diez y siete que formaban su tripulación, y los cinco restantes llegaron en tal estado a las Azores, que fallecieron
io de negros para venderlos en Lisboa), acababan por establecerse en los archipiélagos portugueses o espa?oles, sin que nadie supiese gran cosa de su existencia anterior. Se parecían a los aventureros de vida novelesca y obscura que en nuestros tiempos viven en las minas del áfrica del Sur, en las praderas de Australia, en el Oeste de los Estados Unidos o en
cual es considerado por unos caballero bohemio de raza eslava, por otros noble portugués dado a las aventuras, y por los más, simple mercader de pa?os nacido en Nuremberg. Y al mismo tiempo
quella época, amigo Ojeda-preguntó Mal
icas sin saberlo y le impulsa a escoger libros religiosos poco aceptados... Admiro su coraje, su tenacidad para realizar un ensue?o. Y lo que en él me inspira más afecto es que no fue un verdadero hombre de ciencia, frío y lógico, de los que usan la razón como único instrumento y desde?an las otras facultades, sino un intuitivo, de más fantasía que estudios, semejante a Edison y a otros inventores de nues
n su carta al Papa que había explorado trescientas leguas de la costa de Asia y la isla de Cipango, con otras muchas a su alrededor... Las trescientas leguas asiáticas eran las costas atlánticas de la América Central, y Cipango (o sea el Japón) la isla de Santo Domingo. él fue quien menos valor científico dio al descubrimiento, viendo en sus viajes una simple empresa política y comercial. De la novedad de las tierras encontradas no tuvo la menor sospecha: eran para él l
a seguir allí, continuando su plática, en la que evocaban pasadas lectura
ciones en los últimos a?os de Colón. éste encontraba reunido en la obra de Aliaco todo lo que podía animarle en su propósito de pasar al Asia por breve camino navegando hacia Occidente. Las afirmaciones de Aristóteles y su comentador Averroes, y las de Séneca daban todas ellas por segura la posibilidad de llegar en pocos días con viento favorable desde el extremo más avanzado d
tra?os argumentos para afirmarla. él desenterró-dándole el valor de un libro santo-el Apocalipsis de Esdras, judío visionario del siglo primero que vivía fuera de Palestina. Y apoyándose en Esdras, que afirmaba que seis partes del mundo están en seco y sólo la séptima la
que el Océano aflojará sus lazos y surgirá una nueva tierra, y un marinero semejante a Tifis, el que guió a Jasón, será el descubridor, y ya no aparecerá la isla de Thule como la última de las tierras.? Busca
cuatro que ba?an el Paraíso terrenal?. Y para dar emplazamiento al Paraíso, que, según sus autores favoritos, está situado en la cumbre de una gran monta?a, escribía a los Reyes Católicos afirmando que ?el mundo no es redondo en la forma que dicen los antiguos, sino en la forma de una pera, que es toda muy redonda, salvo allí do
nombre de esta isla. Era la Cipango de Marco Polo y de los viajeros asiáticos
las lleva al Paraíso.? Y a la vez que ingenuamente exponía esta impiedad, deseaba reunir mucho oro para armar un ejército a su costa de cien mil infantes y diez mil caballos, con el cual prometía al Papa rescatar el Santo Sepulcro del poder de los infieles y contener el avance de los turcos. Cuando al final se convencía de que
l hombre-dijo Ojeda-. Se nota en él ese desequili
, nacido en Pontevedra, y se fundan en que en la época de su nacimiento existían familias de marineros en aquella costa llamados unos Colón y otros Fonterrosa (los dos apellidos del Almirante), y todos ellos, s
s el alma, donde aprendemos a hablar, a coordinar las idea
eca, etc., y con ellos los árabes espa?oles, San Isidoro, el rey Alfonso y muchos rabinos hispanos, en cuyas doctrinas parece muy versado. Este genovés ilustre, cuando escribe a Micer Nicolao Oderigo, embajador de Génova en Espa?a, le escribe en castellano, como escribía a todos, cuando no usaba el latín. Muchos a?os antes, al planear en Lisboa su empresa de descubierta, se dirige a Toscanelli, el anciano cosmógrafo florentino, para conocer nuevos datos de la ciencia de entonces que le afirmasen en sus propósitos. No se sabe qué dijo en la carta de petición; lo natural era re
la cuna... Pero tenemos el testimonio del mismo Colón, que no deja lugar a dudas. En sus cartas, en la institución del mayorazgo para su descendencia, en su testamento,
a. En esta declaración ven algunos el secreto de su genovesismo. El vagabundo Colón y Fonterrosa, marino gallego, portugués, judío o lo que fuese, pudo ver grandes ventajas en este parentesco por la semejanza de apellido, y más aún si deseaba ocultar su origen en una época en que el cristianismo pegaba duro sobre los de raza hebraica y preparaba su expulsión de muchas naciones. Se ha demostrado que es puram
la Corte de Espa?a solicitando apoyo están en la penumbra; los de su vida en Portugal aún son más inciertos, y todo el resto, hasta el nacimiento, queda envuelto en una obscuridad absoluta, que se ha prestado y se prestará a las hipótesis más diversas. Su existencia en Espa?a es un misterio. ?Desde cuándo vivió en e
le reconociese. Mientras estaba abajo, no corría peligro de que la superchería fuese descubierta; y si llegaba el éxito para él, la patria que se había atribuido era la primera en enorgullecerse de este ciudadano hasta entonces ignorado... Yo no tengo empe?o en sostener que Colón fuese genovés o no lo fuese: me es igual. A mí, como a usted, lo que me interesa es el hombre que por su misticismo extra?o y su carácter contrad
sas más urgentes e inmediatas que buscar un nuevo camino que llevase a la ?tierra de las especierías?... ?Si se hubiese presentado como espa?ol! El mismo Almirante contaba a sus amigos cómo en los puertos de la Península había encontrado viejos marineros que navegando hacia Poniente columbraron se?ales indudables de nuevas tierras. En Puerto de Santa María había hablado con un ?marinero tuerto? que, cuarenta a?os antes, en un viaje a Irlanda, alejado de esta isla por el mal tiempo, vio una gran tierra que imaginaba fuese la Tartaria. En Cádiz y en el puerto de Palos hablábase de l
de descubrimiento, el más penoso de todos. Estuvo a su lado en las largas navegaciones, cuya monotonía incita a hablar; pasó con él horas de peligro, que son horas de confesión; pudo conocer mejor que nadie las obscuridades de su primera vida, antes de la celebridad, y sin embargo, al escribir los orígenes del Almirante muestra una vi
nova fue su nación... En el testamento reparte sus bienes entre hijos y hermanos y deja varias mandas para genoveses o personas de origen genovés... pero todos residentes en Portugal y alejados muchos a?os de su país de origen, mercaderes que conoció y trató durante su permanencia en Lisboa cuando estaba casado con la hija de otro genovés, circunstancia que bien pudiera haber influido en la decisión de su nacionalidad. Estas mandas se adivina que son restituciones por préstamos que
s palabras con un
queza confiesan con orgullo las miserias de los a?os juveniles; pero luego, cuando crecen sus hijos y forman dinastía empiezan a avergonzarse de su origen e inventan parientes opulentos y capitales ilusorios con los que iniciaron sus primeras empresas. El Almirante, al dictar su testamento, habla con amargura de que los reyes sólo dedicaron a su obra un millón o cuento
a?as. Parece natural que, tratándose de un hijo del país que había descubierto un nuevo camino para el Oriente asiático, la Se?oría genovesa celebrase esto de algún modo. Y sin embargo, la gran República comercial permanece callada, ignora a Colón, y solo uno de sus funcionarios le escribe para darle las gracias cuando hace un regalo valioso a la ciudad que llama su patria... Que Colón era extranjero lo tengo por indudable; lo prueba, además, la carta de naturalización que dieron los Reyes Católic
iso que firmaron los reyes, le correspondía la décima parte de todo lo que descubriese y de lo que tras él pudieran descubrir los que siguiesen su camino. Es absurdo imaginarse una familia, la familia de los Colones, propietaria absoluta de la décima parte de todo el continente americano, y a más de esto, la décima parte de las islas de Oceanía, cuyo hallazgo fue consecuencia del de América... Por esto el rey Fernando, experto hombre de negocios, miró siempre con recelo los tratos entre el Almirante y la reina. No fue ene
, es también de los
todos los caracteres del antiguo hebreo: fervor religioso hasta el fanatismo; aficiones proféticas; facilidad de mezclar a Dios en los asuntos de d
ías, apelaba a la autoridad de Esdras, judío olvidado, y en varios de sus escritos figuraban cartas de rabinos conversos. Viejo ya, redactaba su famoso libro de Las Profecías, desvarío místico en el que hizo cálculos so
historia, los inquisidores más temibles fueron de origen judío, y ?quién sabe si una gran parte del fanatismo espa?ol no se debe a la sangre hebrea que se ingirió en la formación de
afirmando que su obra era ?lumbre del Espíritu Santo?, pues lo enviaba a la India para que esparciese el Evangelio y salvase las almas, y luego proponía la venta de indígenas hasta que diesen una renta de cuarenta millones anuales. Cargaba dos navíos de esclavos para venderlos en Espa?a y recom
y otros historiadores del tipo físico del Almirante: bermejo, cariluengo, l
e estas expediciones pudiesen tener un resultado científico. Iban a la India porque era rica; iban en busca de la tierra del Gran Kan, soberano de la China, preocupados únicamente con sus tesoros. Colón se embarcó llevando una carta de los reyes para el Gran Kan, escrita en latín,
algunas lenguas orientales iba con él de intérprete, y este mensajero, después de larga marcha, sól
no; la costa de Veragua es el áurea de donde sacó el rey David tres mil quintales de oro, dejándolos en testamento a su hijo. No ve una tierra nueva sin cantar Salve Regina ?y otras prosas?, como él dice en su lenguaje... Y este mismo so?ador piadoso da lecciones de astucia y traición a su teniente el caballero aragonés Mosén Pedro Marguerit para que
ta entonces había estado leyendo en su sillón. Varias veces sorprendió Fernando, por encima del vo
con una exactitud cronométrica... Si le parece, no bajare
los ojos entornados contemplando las espirales
ramos en el gremio de los impíos. El vulgar extranjero, que tiene un patrón hecho, siempre el mismo para las cosas de Espa?a, pensó que al haber descubierto Colón un nuevo mundo del que no tenía noticia el Dios de la Biblia, forzosamente debieron perseguirle las gentes de Iglesia con mortales odios. Hasta hay cuadros célebres
las palabra
e encierro por demencia... Pero Colón sólo hablaba de ir al antiguo mundo conocido por el camino de Occidente, y esto nada tenía de herético, fundamentándolo además en autores clásicos y Padres de la Iglesia. No hubo otro congreso que una controversia por encargo real, con los profesores de la Universidad de Salamanca, y en esta disputa científica, celebrada en el convento de San Esteban, el profesorado se mostró contrario al descubridor
para reflexionar me
pudiese ir y volver, como afirmaba, desde Espa?a a la costa oriental de Asia. Y en esto tenían razón: ellos estaban en lo cierto. Poseían una idea más exacta del tama?o de Asia y del tama?o de la tierra; daban al Océano desconocido un espacio semejante al que ocupan el Atlántico y el Pacífico juntos, y lo tenían por inmenso e infranqueable para los medios de navegación de entonces. Pero los pobres sabios de Salamanca, lo mismo que Colón, ig
creía la tierra una tercera parte más peque?a y las costas de Asia a unas setecientas leguas de las Canarias, lanzándose con sus barquitos Oc
. Para llegar solamente a las Antillas, el mismo Colón sintió desmayar su voluntad en el primer viaje más de una vez, lo que no es raro, pues la fe más sólida flaquea al verse sumida en lo desconocido. Cuando llevaba navegadas setecientas leguas, comenzó a pensar con in
ejos para sublevarle la gente; el intento de las tripulaciones espa?olas de echar al agua al Almirante,
sonaje sombrío y fatal, es necesaria para que por un efecto de contraste resalte con mayor relieve la grandeza magnánima del protagonista. Y en esta novela colombiana, el traidor es el honrado Martín Alonso, que lo puso todo en la empresa del descubrimiento para no sacar na
una orden para que en el puerto de Palos le facilitasen embarcaciones, pero nadie le obedecía. En aquellos tiempos de nacionalidad apenas formada y comunicaciones difíciles, el poderío de los monarcas sólo era verdadero allí donde ellos estaban presentes. Las órdenes reales,
eresarse en la expedición y aventurar en ella parte de sus bienes, la mitad de lo que habían dado los monarcas. él buscó y preparó buenas embarcaciones y ?puso mesa?, según el lenguaje de la época, para alistar mar
, ciertos historiadores ganosos de dar emoción trágica a sus relatos, inventaron lo de la sublevación de las tripulaciones que, asustadas, querían retroceder, y la amenaza al Almirante de echarlo al agua si no descubría tierra en el plazo de tres días. Y Pinzón juega en todo esto el papel de un traidor cauteloso, que fomenta los miedos ridículos de una marinería acostumbrada a navegaciones más
edió a Pinzón, que solicitaba cambiar de rumbo. Notábase a ambos lados de los buques se?ales de tierra, pero el Almirante continuaba siempre en la misma dirección, creyendo estar entre las islas de Cipango, o sea en el archipiélago japonés. ?Todo aquello se vería a la vuelta.? él deseaba llegar cuanto antes a tierra firme, al Imperio
ie hizo tanto por la gloria de Colón como su consocio al cambiar de rumbo. Imagínese usted si el Almirante, en su prisa de ver al Gran Kan, sigue la prime
te abordar en los archipiélagos paradisíacos del mar de las Antillas, con sus poblaciones mansas, tímidos reba?os humanos en los que cazaban su alimento los caníbales de las otras islas. Si los tres
ue se temen y se vigilan!... Y el caso fue que iguales riquezas encontraron el uno y el otro... ?nada! A su vuelta, el Almirante, que montaba una carabela, por haber perdido su nave mayor en un bajo, tiene que refugiarse en las Azores (donde intentan prenderle los portugueses), y luego en Lisboa, donde otra vez corre el peligro de verse preso. Mientras tanto, Martín Alonso afronta la tormenta sin hacer escala alguna y llega directamente a Espa?a, pero tan derrotado y enfermo, que muere inmediatamente. Y nadie
do de resultas de su gobernación en Santo Domingo. Acuérdese de Bobadilla,
s méritos; con arreglo a los duros procedimientos judiciales de aquella época; procedimientos que el mismo Colón empleaba igualmente con sus inferiores. Pero
s que agacharse para recoger bolas de oro. Y se encontraron allá con que todo faltaba, y para recolectar un poco de oro había que sufrir horriblemente. El gobernador, con el ansia de amontonar riquezas y contrariado por los obstáculos, mos
ado tenía otros diez y siete metidos en un pozo, para enviarlos igualmente a la horca. Bobadilla no fue, en sus procedimientos, más que un justiciero expeditivo a estilo de la época. El mismo Las Casas, amigo del Almirante, reconoce que era ?persona de rectitud?. Al ser enviado Colón a Espa?a preso y con grillos, la reina lamentó mucho tal ?descortesía?, pero no lo repuso en el gobierno de la isla, p
ó, después de
creado un monarca para uno de sus tíos. Su hijo, de obscuro origen e incierta sangre, lo había casado el rey Fernando con una sobrina suya. Gozaba, además, Colón, por capitulaciones públicas, la décima parte de todo lo que se ganase en la India. Pero como de allá
n las que morían los hombres. Algo olvidado murió el Almirante. La gente, en Espa?a y fuera ella, no prestó atención al suceso: el descubridor se había sobrevivido a su fama. En los ocho a?os que siguieron al primer descubrimiento se habló mucho de él; luego, en los cinco últimos, el silencio y la indiferencia. Había ido a conquistar l
s de los marinos espa?oles) que esta mentida Asia era un continente nuevo, y los editores franceses, alemanes; italianos de sus escritos dieron su nombre a las lejanas tierras. Un cínico atrevimiento de librería que ha triunfado para siempre... Pero el vulgo, amigo Ojeda, quiere que sus héroes sean desgraciados, para amarlos con la simpatía de la conmiseración. Vea usted a Goethe el más grande tal vez de los poetas de nuestra época. Lo admiramos pero no nos inspira u
los viajeros maravillosos, de los sabios rabínicos, de los navegantes árabes, de los iluminados cristianos, que abre a la vida moderna la mitad del planeta para que se ensanche. A mí me conmueven sus candideces y sus ignorancias cuando va por el mundo nuevo viendo en todas partes los vestigios del mundo antiguo. Me causan deleite las descripciones que hace en sus cartas de la tierras que descubre: los suelos ?follados
os, las tripulaciones hambrientas y sublevadas, los indios de Jamaica se muestran hostiles; nada puede esperar ya de los hombres, pero se consuela con visiones celestes que se le aparecen de noche sobre el alcázar de popa y le hablan... También lo admiraba en los peligros del regreso de su primer viaje; pelig
cia: la gran noticia que todos ignorarán si él perece. Tal vez otros descubridores del Mar Tenebro
an en la carabela; se?ala uno con un cuchillo, y revolviéndolos en su bonete, invita a la chusma a meter la mano. El que saque el garbanzo marcado con una cruz irá de romero a Santa María de Guadalupe llevando un cirio de cinco libras... Y es el Almirante el que saca el garbanzo. Luego echan las mismas suertes para ir en ro
e-una imprevisión del Almirante-, y los bastimentos de comida están casi agotados, hacen el voto de ir todos, apena
a ratos, con las piernas mojadas por la lluvia y las olas. Esa prueba fue la más tremenda de su vida. ?Poseer una verdad que
al paseo, notaron en el mar varias curvas negras y veloces que asomaban un insta
ana-. O tal vez sean d
no son sirena
lgunos paso
la embocadura de un río de Santo Domingo. Y dice Las Casas que al Almirante no le llamaron la atención, porque había visto otras muchas en sus navegaciones de