Los espectros
inistración local, había perdido definitivamente la razón, se hizo en su favor una colecta,
a?os de servicios irreprochables y a su enfermedad. Gracias a esto, tenía con que pag
ce a?os, pretendió tener derecho a su pensión; para conseguirla, hasta hizo que un abogado
ntrada de un bosquecillo. Como en la mayoría de las casas de campo, su segundo piso era mucho más peque?o que el primero. El tejado era
ue en la aldea próxima, donde se oían los ladridos de los perros y los gritos de los ni?os. Allí no había ni perros ni ni?os. La casa estaba rodeada de un alto muro. Alrededor se extendía una pradera, que pertenecía a la cl
de la ciudad, los ciclistas, siempre apresurados sobre sus máquinas silenciosas-estaban habituados a ver el alto muro y no paraban en él la atención. Si cuantos se encontraban en su recinto se hubieran escapado o s
corazón o el acompasado sonido de un péndulo. Lo producía un enfermo que llamaba a la puerta cerrada de su habitación. Estuviera donde estuviera, siempre encontraba alguna puerta, a la que empezaba a llamar, aunque bastase empujarla ligeramente para que se abriese. Si se abría, buscaba otra y empezaba a llamar de nuevo; no podía sufrir las puertas cerradas.
n presteza a calmarlo; pero ocurría en ocasiones que el terror y la angustia eran tales que resultaban ineficaces todos los calmantes, y el enfermo seguía gritando. Entonces la angustia se les contagiaba a todos los habitantes de la clínica, y los enfermos, como mu?ecos mecánicos
tumbraba a pasar las noches. El doctor poseía el don de tranquilizar a los enfermos sólo con su presencia. Pero hasta mucho tiempo después de su llegada los
pletamente desierto. Además, los gritos, al través de los muros, parecían de hombres que estaban