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"Te amo" Trilogía (Algo Llamado Amor)

"Te amo" Trilogía (Algo Llamado Amor)

Viviane Hermann

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Capítulo

Catriel: Ella es mi némesis. Mi adicción. Mi debilidad. Mi obsesión. Me prometí a mí misma que odiaría a Samantha, porque era pobre, porque no adoraba el suelo que yo pisaba como los demás, porque siempre me miraba como si le diera pena por el simple hecho de ser yo. Cuando el resto de mi mundo siempre decía sí, ella siempre era el no desafiante. Está convencida de que soy un monstruo, una bestia trágica, desordenada y rota. De hecho, no me conoce en absoluto. Hace años pensaba que rompiéndola me arreglaría. Pero me equivoqué. Y muy equivocado. Samantha: Érase una vez el príncipe oscuro: rico, arrogante, pecaminosamente hermoso y trágicamente arruinado por dentro. Prácticamente mi atormentador y torturador. Así como mi oscuridad, mi vergonzosa atracción, mi tentación prohibida y devoradora. Odio a Catriel Schuster, porque, hace nueve años, durante una noche, fui lo bastante estúpida como para pensar que le amaba. Y desde entonces he estado pagando el precio.

Capítulo 1 Catriel Schuster

La puerta de

mis aposentos se cierra tras de mí. Hago una mueca, gruñendo airadamente por el

tono de su ruido.

Joder, necesito

una copa. Aún me duele la cabeza por la resaca de la noche anterior, pero

necesito despejarme. Necesito vengarme.

Doy patadas a

latas de cerveza vacías mientras me muevo por la habitación, paso junto a

platos sucios apilados en una mesa de centro, junto a ropa vieja amontonada en

el sofá del salón, junto a cuadros enmarcados: los cristales agrietados y rotos

cuelgan ladeados o en el suelo.

Aquí hace

calor. O quizá no, podría ser sólo el sudor. Últimamente tengo cada vez más, lo

que probablemente no sea una buena señal. "Probablemente" nada sea

una buena señal, como me recordó el Dr. Crowber la última vez que vino a

revisarme la pierna y a renovarme las recetas.

La verdad es

que los temblores y sudores provocados por el alcohol son una señal de que me

estoy desmoronando. La otra verdad es que en este momento no podría importarme

menos.

Mis ojos se

centran en la botella de bourbon casi vacía de mi mesilla de noche.

Sí, estará bien.

Cojo una taza

de café vacía de la enorme repisa de la chimenea, la huelo y decido que no me

importa la pizca de olor a café antes de desenroscar el bourbon y servirme uno

doble. Me lo llevo a los labios y trago profundamente, sintiendo el calor

familiar del alcohol introducirse en mi cuerpo destrozado.

Me quema. Me

inflama las venas y me quita el vaho de los ojos. Me aporta el tipo de

concentración difusa que he aprendido a preferir a la realidad en los últimos

meses. Y hoy la realidad es algo de lo que me alegra escapar. Porque subestimé

los sentimientos que me provocaría tenerla de vuelta. Subestimé lo que me

causaría.

Samantha Emerson.

Años después, vuelvo a recibir la

misma maldita mirada de ella.

De desprecio.

De indiferencia.

Que me

desprecian por lo que soy, en lugar de adorarme por algo que no soy, como ha

hecho siempre la mayoría de la gente.

Y lo peor de

todo, lástima. Ni siquiera es por el accidente. Ya recibí esta mierda de ella

hace años, como si me tuviera lástima por ser yo.

Frunzo el ceño

mientras saco más whisky. Diría que la razón por la que ella está aquí, y no

literalmente cualquier otra chica del planeta, es para que por fin sea capaz de

reconocer quién soy yo frente a quién es ella, o para recordarle que no es

mejor que yo, a pesar de su errónea creencia de que lo es, lo cual es mentira.

Está aquí

porque es ella, y está aquí para algo más que para salvar el trabajo de su

padre, sólo que aún no lo sabe.

Está aquí para salvar un imperio,

mi imperio.

Pero a la mierda su piedad.

A la mierda su desprecio.

A la mierda su indiferencia hacia

mí.

Ahora la poseo.

El whisky me

despeja la cabeza tanto como me la entierra. Me desplomo en la silla de

respaldo alto que hay junto a la enorme chimenea de mi habitación, despejando

más residuos y volviendo una cara amarga hacia el cenicero improvisado en lo

que antes era un tazón de cereales.

A la Sra. Smiths

le sale una nueva arruga cada vez que le niego la entrada a mis aposentos, que

poco a poco se han convertido más en un peligro para la salud y la seguridad

que en una zona habitable. Pero este lugar es mi santuario y aquí no entra

nadie más que yo. Ni la Sra. Smiths. Ni los pocos amigos que me quedan. Ni las

mujeres sin nombre, aunque incluso ésas dejaron de hacerlo tras el accidente,

ni mi pierna.

Mi vivienda es

un vertedero, eso es lo que es. Arruinadas y andrajosas, despojadas del

prestigio y el pedigrí opulento y anticuado que tuvieron antaño. Más o menos

como yo.

Casi matar a tu

mejor amigo y luego ser puesto bajo arresto domiciliario tiene ese efecto.

No recuerdo una

mierda del incidente de la noche de mi cumpleaños, hace seis meses. Diría que

eso es bueno, salvo que estos días cada vez tengo más ganas de recordar.

Necesito recordar porque necesito el dolor.

Merezco el dolor.

En el fondo, sé

que debería ser yo el que estuviera en esa cama de hospital, no Paul. Debería

ser yo el que yaciera destrozado y respirara a través de putos tubos, no el que

se consumiera en esta vieja casa, contando los días que faltan para que me

arrebaten la vida que conozco. Bebo un poco más de whisky, intentando difuminar

los recuerdos de cuando me desperté en aquella cama de hospital: la pierna

escayolada, la cabeza nublada y tres policías junto a mí con aspecto formal.

Reconozco que no ha sido mi mejor

cumpleaños.

Mirando mi

habitación aquí en casa de mis padres, la única gracia salvadora de este lugar,

lo único que indica algo de humanidad, es la estructura improvisada de cristal

y metal que hay en la esquina junto a las puertas dobles del balcón. Tengo las

lámparas de calor encendidas las veinticuatro horas del día, tengo el sistema

de agua por goteo conectado lo mejor que puedo, y tengo las "proteínas

minerales fosilizadas y trituradas" que costaron una pequeña fortuna,

tomadas de un lugar de horticultura que encontré en París aparentemente

especializado en flores raras.

Pero sé que es

una batalla perdida. No soy Rafael Emerson con su mágico pulgar verde. Ni

siquiera soy mi madre, con su amor por estas rosas. Supongo que son hermosas,

pero para mí son sólo flores. Sin embargo, aquí estoy, manteniendo viva lo

mejor que puedo la única planta que sobrevivió a aquel incendio, como si

importara.

Quién demonios sabe por qué

hacemos la mierda que hacemos.

De todas formas, por eso bebo.

El whisky baja

más rápido de lo que imaginaba. Lleno mi taza de café con la última gota antes

de tirar la botella en dirección a una papelera.

¿Por qué mierda la he traído aquí?

Noté el

desprecio, la lástima y la indiferencia que recuerdo en los días de la estancia

de Samantha Emerson en mi órbita. Pero también está esa otra mirada suya que

está grabada para siempre en mi memoria. Esa mirada sólo la vi una vez, pero

fue suficiente para que quedara tatuada en mi memoria. Fue la última mirada que

me dirigió, aquella noche de hace varios años. Esa mirada de traición y rabia.

Una mirada de conciencia.

Era la mirada

de alguien que por fin se da cuenta del monstruo que soy. Lo soy.

La

mirada que acaba de dirigirme es diferente, en cierto modo, pero básicamente es

la misma. Mierda, han pasado ocho malditos años, y aunque el tiempo y la vida

han suavizado y erosionado la crudeza de aquel dolor pasado, es la misma puta

mirada.

Entonces era un

monstruo y el tiempo no ha hecho más que empeorarme. El accidente sólo me

enterró más profundamente en la oscuridad interior. ¿Enviar a Paul al coma,

estar encadenado en esta casa que es más un mausoleo para mis padres que otra

cosa, sólo para descubrir que todo esto y todo lo que tengo podrían quitármelo

cuando tenga veintiocho años?

Antes era

horrible, pero lo que quizá no sepa Samantha Emerson es que todo lo que ha

ocurrido desde aquella noche sólo ha servido para una cosa.

Me hizo empeorar.

Mi mirada se

desliza por la mesa que hay junto a la silla, mis ojos se posan en los pequeños

regueros de lo que seguramente es yerba desmenuzada

y cocaína de anoche que hay encima de mi portátil.

Perfecto.

Podría

detenerme más en por qué traje a Samanta de vuelta aquí con sus miradas

desdeñosas, y su odio hacia mí, y los demonios que trae consigo. Podría

profundizar y meditar realmente por qué ella, en lugar de cualquier otra

persona.

O podría hacer lo que mejor se me

da últimamente.

Deslizándose hacia la oscuridad.

El licor y las

drogas y el santuario roto y destrozado de mis aposentos son más fáciles en

cualquier caso.

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