Abandonada en el altar, me casé con un falso lisiado

Abandonada en el altar, me casé con un falso lisiado

SoulCharger

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Capítulo

El día de mi boda, mi prometido me dejó plantada en el altar frente a trescientos invitados para huir con la que juraba era mi mejor amiga. Sumida en la humillación absoluta y bajo una lluvia torrencial, me topé con Ethan Vance, el heredero lisiado y repudiado de la ciudad, y en un arranque de locura le propuse matrimonio allí mismo para salvar mi dignidad. Tras firmar el acta, Ethan me confesó con una sonrisa amarga que estaba en la ruina y que ahora yo compartía su deuda de cien millones de dólares. Pasé de ser una novia traicionada a ser la esposa de un hombre que el mundo despreciaba, trabajando día y noche en una multinacional para evitar que nos quitaran lo poco que nos quedaba, mientras mis colegas se burlaban de mi ""marido inútil"". Sin embargo, empecé a notar detalles perturbadores: la fuerza sobrenatural de sus brazos, el brillo peligroso en su mirada y cómo los empresarios más poderosos del país palidecían al escuchar su nombre. ¿Por qué el hombre que juró ser mi carga parecía ser el único capaz de destruir a mis enemigos con un solo movimiento desde su silla de ruedas? La verdad estalló la noche en que, tras ser secuestrada por mi ex, vi a mi marido ""paralítico"" ponerse en pie y caminar con la elegancia de un depredador para masacrar a mis captores. Mi esposo no era un lisiado en la ruina; era el Director Sombrío de la empresa donde yo trabajaba y el hombre más rico del país. Su mayor mentira no era su fortuna, sino que siempre pudo caminar.

Capítulo 1 No.1

El silencio en la Catedral de San Patricio no era pacífico; era un depredador que acechaba en las esquinas, esperando el momento de atacar. Scarlett Hayes podía sentirlo rozando su nuca, más frío que el aire acondicionado que zumbaba bajo los altos techos abovedados. Trescientos invitados. Seiscientos ojos clavados en su espalda, quemando el encaje francés de su vestido hecho a medida. Un vestido que ahora le pesaba como una armadura de plomo.

El sacerdote tosió. Fue un sonido seco, incómodo, que resonó como un disparo en la nave central. Miró su reloj por tercera vez. Las manecillas marcaban las once y cuarenta. La ceremonia debía haber comenzado hace cuarenta minutos.

Scarlett apretó el ramo de peonías blancas hasta que los tallos crujieron bajo sus dedos enguantados. Sus nudillos estaban blancos, drenados de sangre, igual que su rostro. "Tráfico", se dijo a sí misma. "Solo es el tráfico de la Quinta Avenida. Blake nunca llega tarde. Blake es perfecto".

Pero su estómago sabía la verdad. Esa sensación de náusea, como si hubiera tragado piedras afiladas, no mentía.

Su teléfono, oculto discretamente entre las flores del ramo, vibró contra su palma. El zumbido fue violento, una intrusión grosera en la santidad del lugar. Scarlett bajó la mirada. El nombre en la pantalla no era el de Blake. Era Tiffany.

Tiffany Sharp. La mejor amiga de la infancia de Blake. La mujer que siempre estaba allí, como una sombra persistente, en cada cena, en cada cumpleaños, en cada discusión. "Es como una hermana para mí, Scarlett, no seas insegura", le había dicho Blake mil veces.

Con dedos temblorosos, Scarlett deslizó el dedo por la pantalla y se llevó el teléfono a la oreja, tratando de mantener la compostura, tratando de no parecer la novia histérica que todos esperaban ver.

-¿Blake? -susurró, su voz quebrándose.

-No, cariño. Soy yo.

La voz de Tiffany no sonaba preocupada. Sonaba... brillante. Y de fondo, Scarlett pudo escuchar algo que detuvo su corazón en seco: el sonido inconfundible de una ducha corriendo y el tarareo despreocupado de un hombre.

El mundo de Scarlett se inclinó sobre su eje.

-¿Dónde está él? -preguntó Scarlett. Su voz sonaba extraña, lejana, como si viniera de debajo del agua.

-Blake está... refrescándose -dijo Tiffany, soltando una risita suave y cruel-. Me pidió que te llamara. Dijo que no podía hacerlo él mismo. Dijo que ver tu cara de perro apaleado sería demasiado deprimente.

-¿De qué estás hablando?

-No va a ir, Scarlett. La boda se cancela. Bueno, tu boda se cancela. Nuestra vida acaba de empezar.

El aire abandonó los pulmones de Scarlett. No podía respirar. El corsé de su vestido se sintió de repente como una boa constrictora aplastando sus costillas.

-Él me ama -dijo Scarlett, una defensa débil, patética, dicha más por hábito que por convicción.

-Él ama cómo te ves en su brazo en las galas benéficas -corrigió Tiffany con veneno dulce-. Pero me desea a mí. Siempre he sido yo, Scarlett. Tú solo fuiste un marcador de posición. Un intervalo conveniente. Y ahora... bueno, ahora se acabó el recreo.

La línea se cortó.

Scarlett se quedó allí, con el teléfono pegado a la oreja, escuchando el tono de llamada finalizado. El silencio de la catedral ya no acechaba; atacó. Los murmullos comenzaron como un zumbido de insectos y crecieron hasta convertirse en un rugido de lástima.

"Pobrecita". "Lo sabía". "Siempre fue demasiado buena para ser verdad".

La humillación no fue una ola; fue un tsunami. Arrasó con su dignidad, con sus planes de futuro, con la imagen de la mujer fuerte y exitosa que había construido con tanto esfuerzo. Se sintió pequeña. Se sintió sucia.

No podía quedarse allí. No podía enfrentar esas miradas.

Scarlett se dio la vuelta. No caminó; huyó. Corrió por el pasillo central, sus tacones de satén resbalando sobre la piedra pulida, el velo ondeando detrás de ella como un fantasma atormentado. Ignoró los gritos de su madre, ignoró las manos que intentaban detenerla. Empujó las pesadas puertas de roble de la catedral y salió al mundo exterior.

El cielo se había abierto en solidaridad con su desgracia. Una tormenta de verano caía sobre la ciudad, una cortina de agua gris y pesada. Scarlett no se detuvo. Bajó las escaleras de piedra corriendo, el agua empapando instantáneamente su vestido de diez mil dólares, convirtiendo la seda y el tul en trapos pesados y grises.

Su pie se enganchó en el dobladillo mojado. El mundo giró. Iba a caer. Iba a terminar su día de humillación besando el asfalto sucio frente a la prensa.

Cerró los ojos, esperando el impacto.

Pero el impacto nunca llegó.

En su lugar, una mano fuerte, enguantada en cuero negro, la agarró por el antebrazo. No fue un agarre suave; fue firme, casi doloroso, un ancla que la detuvo en seco antes de que pudiera estrellarse.

Scarlett jadeó y abrió los ojos.

La lluvia caía a cántaros, difuminando los contornos de la ciudad, pero lo que tenía delante estaba enfocado con una claridad brutal. Unos ojos grises. Fríos. Calculadores. Ojos que no mostraban ni una pizca de la lástima que había visto dentro de la iglesia.

El hombre estaba sentado.

Una silla de ruedas de alta tecnología, negra mate, con un diseño que gritaba dinero y poder, pero también limitación. Un guardaespaldas inmenso sostenía un paraguas negro sobre él, manteniéndolo seco mientras Scarlett se ahogaba bajo la lluvia.

Ethan Vance.

Lo reconoció al instante. El paria de la familia Vance. El "Príncipe Roto". El hombre del que se rumoreaba que había sido desterrado de la élite corporativa tras un accidente misterioso que le costó el uso de las piernas y, según decían, su alma. Se decía que vivía de las sobras de la fortuna familiar, amargado y solo.

Sin embargo, Scarlett notó la contradicción: un paria con un guardaespaldas de élite y una silla que costaba más que un coche deportivo. "¿De dónde saca el dinero si está desterrado?", pensó fugazmente, pero la desesperación ahogó la lógica.

El guardaespaldas dio un paso adelante para apartarla, pero Ethan levantó una mano enguantada. Un gesto mínimo, pero cargado de autoridad absoluta.

-Cuidado, novia a la fuga -dijo Ethan. Su voz era grave, rasposa, como si no la usara a menudo-. Estás bloqueando mi rampa.

Scarlett parpadeó, el agua goteando de sus pestañas. Debería haberse apartado. Debería haber pedido disculpas y seguido corriendo hasta desaparecer. Pero algo en la frialdad de él, en su total indiferencia hacia su vestido de novia arruinado y sus lágrimas, encendió una chispa en su interior.

La desesperación es una droga potente. Y la humillación, cuando llega al fondo, rebota en forma de locura.

Scarlett se limpió el rímel corrido de la mejilla con el dorso de la mano. Enderezó la espalda, irguiéndose en toda su altura, aunque él seguía mirándola desde abajo con una superioridad innata.

-¿Está soltero? -preguntó ella. Su voz salió ronca, pero no tembló.

Ethan enarquea una ceja perfecta y oscura. La miró como si fuera una ecuación matemática particularmente aburrida.

-¿Busca caridad o un milagro, señorita Hayes? -respondió él, reconociéndola. Por supuesto que sabía quién era. Todos sabían quién era la tonta que se casaba con el heredero de los Miller.

Scarlett ignoró el insulto. Dio un paso hacia él, invadiendo su espacio personal, ignorando la lluvia que los empapaba a ambos ahora que el paraguas no la cubría.

-Busco un marido. Ahora mismo.

El guardaespaldas se tensó, pero Ethan soltó una risa corta, sin humor.

-¿Te han dejado plantada y buscas el primer objeto con pulso para salvar tu orgullo? -Ethan inclinó la cabeza, sus ojos recorriendo su figura empapada-. Soy un lisiado, Scarlett. Un desecho de mi familia. No soy el caballero de brillante armadura que buscas.

-No necesito un caballero -espetó Scarlett, la ira reemplazando al dolor-. Necesito una distracción. Necesito que Blake Miller vea que no me destruyó. Y tú... tú necesitas algo también, ¿no? Nadie viene a una boda bajo la lluvia solo para mirar desde fuera a menos que esté planeando algo o escondiéndose de algo.

Los ojos de Ethan se estrecharon imperceptiblemente. Ella era más observadora de lo que parecía.

-Cásese conmigo -insistió ella, extendiendo su mano mojada y fría hacia él-. Cásese conmigo y le prometo que seré la esposa perfecta. Sin preguntas. Sin demandas de amor. Solo un contrato.

Ethan la miró. Realmente la miró. Vio el fuego en sus ojos verdes, un fuego que la lluvia no podía apagar. Vio la mandíbula apretada, la negativa absoluta a ser una víctima.

Él necesitaba una esposa. Su abuelo lo había estado presionando, amenazando con indagar demasiado en sus "negocios privados" si no sentaba la cabeza. Una esposa trofeo, desesperada y agradecida, sería la tapadera perfecta. Y Scarlett Hayes... Scarlett Hayes tenía agallas.

Una sonrisa lenta, depredadora, curvó los labios de Ethan. No era una sonrisa amable. Era la sonrisa de un lobo que acaba de encontrar la puerta del gallinero abierta.

-Alfred -dijo Ethan sin apartar la vista de ella-. Abre la puerta.

Scarlett se quedó paralizada un segundo.

-Sube al auto -ordenó Ethan, su voz bajando una octava-. Antes de que recupere el juicio y te deje aquí en el barro.

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