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Aunque eran parajes remotos y pocos frecuentados, no escaparon al cruce de peregrinos y mientras que sinnúmeros de nómadas pasaban de largo en su incansable emigrar y el montañoso lugar no era el idóneo para vivir, si resultaba excelente para otros grupos que llegaban desde alejados y diferentes territorios para establecerse en la virgen región.
Eran familias y amigos pertenecientes a desiguales tribus que intentaban alejarse de las llanuras y de los florecientes pueblos en constantes pugnas, y cada clan cargaba con sus propios dioses, reglas, estatutos sociales u orden jerárquico, y todas con sus ancestrales secretos; sin embargo, el sentimiento de vivir en armonía con el prójimo y la naturaleza, era mutuo.
Paulatinamente, las laderas y valles comenzaron a sufrir la colonización humana. De cuantos llegaron con intenciones de quedarse, únicamente un clan se mantenía alejado del resto. Sus integrantes eran esquivos, poco conversadores y nada amigables, no obstante, nunca fueron agresivos ni belicosos, simplemente se mantenían al margen de una nueva y dividida comunidad que se fundaba en las montañas.
Con los años sus moradores en las llanuras construyeron y repartieron pequeñas parcelas donde levantaban sus viviendas y era ley que nunca habitante alguno se adentrase en territorios de otros y cuando lo precisaban contaban con la venia del dueño o vecino del terreno, sí que hubo reyertas que culminaban con la muerte de uno o más adversarios, más estas eran provocadas por otros temas como: amoríos ocultos y no consentidos, ultrajes a hermosas jóvenes o disputas en medio de una cacería a pesar de haber abundante caza. Pero el mayor tiempo lo dedicaban a criar grandes rebaños de reses y manadas de caballos, recolectar o sembrar y la pesca en las aguas del ancho río.
Al principio, a excepto de mínimos desacuerdos, todo fue paz y bienestar y si bien los credos continuaban siendo diferentes, se vieron obligados a compartir una misma lengua.
Sin embargo, la situación, sosiego y la supuesta apacible vida de sus pobladores cambió drásticamente desde que en otros lares se supo de cómo prosperaban y fueron objeto de ataques furtivos ejecutados por guerreros errantes que recorrían la tierra en busca de pillaje y botines, precisados a contrarrestar tales desmanes decidieron unir fuerzas y prepararse para futuros embates. Nunca consiguieron que aquel misterioso y apartado clan que vivía en lo alto de una colina rodeada de densos bosques se les uniera.
Las noticias de un próspero y desprotegido poblado que se mantuvo oculto por muchas décadas en las montañas, voló de sitio en sitio, conllevando que con ello más tarde comenzaran a ser víctimas de periódicas incursiones por parte de un belicoso pueblo a los que siguieron los de otros invasores con ansias de poder y saqueo.
Obligados por semejantes atropellos y crímenes de los que en antaño sus antecesores intentaron huir, ahora ante las inesperadas y perseverantes agresiones y la necesidad de prevalecer con vida, sacó a la luz la oculta casta de decenas de guerreros jóvenes los cuales tomaban el mando y alistaban a sus moradores para defenderse. Hechiceros y druidas invocaban a sus tenebrosos dioses y lanzaban conjuros malditos en las supuestas veredas de acceso. Los más diestros entrenaban para el combate a los menos capaces, pero nada surtía efecto y muchos perecían bajo las armas enemigas y decenas de jóvenes muchachas eran secuestradas.
En uno de esos intervalos de sosiego, el consejo de la aldea se encuentra reunido en la vivienda destinada para tales asuntos. La algarabía es general y un anciano se levanta golpeando los tablones del piso con su pesada vara, cuando el murmullo se aplaca, les manifiesta:
— Días después de la última invasión sufrida, decidí poner en práctica un plan que confieso no deja dejaba de ser arriesgado, pero me quedó más remedio, porque de lo contrario continuaremos siendo víctimas de la crueldad de los invasores. Nunca podremos repelerlos y obligarlos a desistir.
— Sabio Chiferis, lo que plantea es bien conocido por todos aquí —vociferó Atkor, con su habitual voz gruesa. Y opino que debiéramos esperar a que el caudillo Aluxx, se nos una, su palabra y pensamiento siempre son bien aceptados en el consejo.
— Apenas dos horas atrás me reuní con Aluxx quien acababa de regresar de un extenuante viaje, dejémoslo descansar. Ya lo oirán, más adelante —confesó el anciano.
— Nuestros antepasados huyeron de iguales situaciones, ahora nos están obligando a hacer lo mismo y marcharnos hacia otras tierras —propuso Bulkes, quien era bien conocido por ser escurridizo y cobarde.
— Donde quiera que vayamos, siempre existirá quien desee apropiarse de lo ajeno... Irnos no es la solución —sentenció Chiferis.
— Necesitamos partir hacia otros poblados y contratar a diestros guerreros para que nos alisten para el combate —emitió Atkor, un joven enorme y corpulento al que desde muy pequeño apodaron brazos de roble.
— Con qué les pagaríamos. Nuestras alacenas están vacías, nuestros caballos y ganado disminuyen a diario, los granos y suministros son robados impunemente tras cada invasión y cada vez se suman más guerreros a los saqueadores —gritó desconsolado Jrevux, un anciano tuerto desde la niñez.
— También podemos levantar muros protectores alrededor del pueblo. Quizás tengamos tiempo de hacerlo antes de la próxima cosecha, que es cuando suelen aparecerse —aconsejó Ismull, el tullido.
— Con cada incursión nuestras fuerzas merman, por cada dos hombres de ellos diez de los nuestros no vuelven a ver el sol —argumentó Dortho, quien ya había perdido a muchos parientes en las batallas.
— Las mujeres ya no quieren salir al campo a trabajar, los críos se ocultan en las despensas al solo escuchar el relincho de un caballo. La vida ya no nos sonríe como antaño —impugnó Ismull.
A su exposición se unió un clamor de inconformes, quienes también habían visto caer a muchos de conocidos. El bastón golpeó reiteradas veces el suelo hasta que enmudecieron y el anciano, contemplándolos, vociferó:
— ¡Cállense de una maldita vez! ¡Hagan silencio! —volvió a ordenar el anciano— todos exponen sus criterios y de nada nos ha servido hasta ahora... Cuántos de ustedes se han preguntado, ¿por qué dichas invasiones se limitan a la aldea y nunca se aventuran a entrar al bosque que colinda con el pueblo de la colina?
— Es cierto... Jamás los han molestado —reconoció Dortho, quien desde hacía poco tiempo era líder de su clan.
— Todos saben que quienes llegaban en el pasado y se aventuraron a visitarlos en busca de intercambios, fueron expulsados sin tapujos o ellos mismos abandonaban temerosos sus predios —planteó Bulkes.
— los invasores se conformarán con saquearnos a nosotros y deben saber que esos condenados moradores de los bosques no tienen nada que les llame la atención —manifestó Ismull.
Nuevos murmullos de porfía y especulaciones inundan la estancia y cuando empiezan a menguar, Chiferis toma la palabra:
— ¿Cuántos de nosotros hemos visto a un lobo salvaje dirigir a su manada para acosar y matar a nuestras ovejas y ganado...? ¿Quién de este pueblo me asegura haber escuchado el aullido del lobo en los predios del poblado...? ¿Cuál de los presentes y los que no, me afirmarán que no abundan en estos territorios?
— No comprendo el alcance de sus preguntas, anciano Chiferis —reconoce públicamente Dortho, y echa una ojeada a su alrededor buscando descifrar si alguno entendió al viejo.
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