Ensordecido por sus palabras de odio
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para ayudar a mi novio, Emiliano Ríos, a convertirse en una estrella de
a tiempo para encontrarlo con una universitaria y es
é en la delegación. Emiliano entró corriendo, no para defenderme, sino para protegerla a ella. Me empujó con tanta fue
orque no lo perdonaba sin más-. ¡Te
re que acababa de destruirme de nuevo. No tenía ni idea d
ra y firme-. La pregunta es, ¿estás
ítu
vista d
sino con un anuncio emergente en mi celular de
thouse en Polanco ocho años atrás. «Adell, ese músico, Emiliano Ríos, es un soñador. Los soñadores rompen corazones, y ciertame
melodía que prometía una vida mucho más rica que cualquier herencia. Hice una sola maleta, dejando atrás la jaula dorada y a l
, me había gritado, pero vi el equipo cayendo, pesado y caliente. Lo empujé para quitarlo del camino, sentí el dolor abrasador cuando un altavoz cayó, aplastando mi oído izquierdo. El mundo se silenció de ese lado, un vacío sordo y algodonoso que
ciendo señas frenéticamente: «Te lo prometo, Adell. En las buenas y en las malas.
rme loft en la Condesa que ahora se sentía más como un santuario que como un hogar. Me adornó con ropa de diseñador, joyas deslumbrantes y una vida de lujo sin esfuerzo. Todo lo que había necesit
io. «El amor secreto de Emiliano Ríos: la confesión de una universitaria». Mi pulgar se congeló. Mi estó
ación insinuaba algo más, una relación secreta, indirectas veladas. Mi corazón comenzó a latir a un ritmo fren
e merece a alguien mejor que una mujer rota». «Supongo que se cansó de gritar, ¿eh?». Las palabras, crueles y casu
ntre dos. Pero solo uno llega a bailar». La implicación era clara: Emili
dicho por señas, sus ojos evitando los míos. «Una fecha de entrega importante. Ya sabes cómo es. Lo celebrare
o se sentía más pesado que de costumbre, una manta sofocante. Incluso había tenido una cita de seguimiento con mi audiólogo ese día. «Es notable, Adell», había di
ado aguda. Mi audición, finalmente regresando desp
amarra de cuero vintage, la que le compré hace años, la que juró que nunca dejaría que nadie más tocara. Se me cortó la respiración. Él llevaba un reloj nuevo, un el
amente real. Mi visión se nubló, lágrimas calientes ardían en mis ojos. Sentí un grito subiendo por mi garganta, p
torpes sobre el teclado.
«Todavía en el estudio, amor. Proble
r a verte? ¿Llevar
enc
o abarrotado y vibrante, riendo, con el brazo alrededor de la cintura de Emiliano. Él tenía la cabeza echad
jor noche de mi vida!», dec
estudio. Había ment
do de la traición, amplificado. Mi cuerpo se sentía pesado, clavado en el lugar, pe
ro Pulse vibraba a través del pavimento, a través de mis zapatos, hasta mi pecho. Me abr
ía, con la cabeza inclinada cerca de la de ella. Un sonido feo y crudo se escapó
ntro. Me palpitaba la cabeza, y la audición recién recuperada en mi oído izquie
labras uno de los miembros de su banda, dándole un codazo a otro
po para jugar a la enfermera. Además, Adell siempre fue tan... callada. Ya sabes,
. Todo ese rollo de "mi héroe", la gratitud constante. Es agotador. -Se rio, un sonido amargo y despectivo que me desgarró-. ¿Y el sexo? Como hacerle un favor a un caso de car
, el que me había dañado protegiéndolo, ahora era perfectamente capaz de escuchar cada pal
rativa de "ella me salvó la vida". No puedo simplemente dejarla. Todavía no. La boda sigue en pie por las apariencias. Pero
burbujas de celebración. Y entonces, sin pensar, la agarré. Mi brazo se balanceó, impulsado por una fuerza que no reconocí. La copa voló por el aire, brillando bajo las
biertos, la confusión trans
culó, su rostr
vista d
ara soportar. Lágrimas, calientes e incontrolables, corrían por mi cara. Mi cuerpo se convulsionaba con sollozos
señas tan tiernas de promesas de un para siempre, ahora se movían con una urgencia casi frenétic
as indiscretas y la música estridente, para controlar la narrativa, para contener el desas
ecerrados y fríos, atravesaron mi cruda vulnerabilidad. -¡Suéltala, Emiliano! Siempre es tan dramática. ¿
z goteando veneno-. Siempre la víctima. Siempre necesitando que la hagas sentir esp
me defendió. Ni siquiera lo intentó. Su silencio fue
ídos con una claridad brutal-. Siempre tan frágil. Tan fácil de romper. Se volvió... asfixiante. -Miró
mi amor era tan absoluto que perdonaría cualquier co
riante solidificándose en el caos. El zumbido en mis oídos finalmente disminuyó, reemplazado por u
geramente pero mi mirada inquebrantable-. Y no
edora un telón de fondo surrealista para mi terremoto interno. Salí del antro, sin mirar atrás. El ai
rror, siempre puedes volver a casa, Adell. Pero entiende, habrá condiciones». Su condición siempre giraba en torno a mi futuro, mis elecciones. Me había advertido sobre la codepend
pasada, por desestimar su sabiduría como un cálculo fr
brí mis contactos y encontré el número de mi madre. Habían pasado años desde que la había llamado
elto. En ambos oídos. -El milagroso regreso de mi audición, lo único positivo que surgió de es
ro lado-. La presentación arreglada. Me casaré con quien tú elijas, siempre y cuando no
dolor seguía siendo una herida abierta, pero debajo de él, una pequeña chispa de resiliencia parpadeaba. Había terminado
a, mi amor, mi audición, vertidos en un hombre que me veía como una carga, un caso de caridad. El peso de esa revelación se asentó sobre mí, pesado y frío. Pe
n mensaje formándose para Emiliano.
vista de
ontra mi cráneo, haciendo eco del caos de anoche. Había pasado la noche llamando frenéticamente a Adell, dejando mensajes de voz ca
a, ajena a la tormenta que se desataba en mi mente. Su presencia se sentía... incorrecta, una nota discordante en la si
nsaje de texto. Mi cora
vastador. «Se acabó. No
ntalla, leyendo y releyendo las palabras, como si fueran a cambiar, como si mágicamente se tr
ndolo hacerse añicos en cien pedazos. El impacto apenas lo registré. Mi mente daba vueltas. ¿S
o y grandes sueños. Adell había estado allí a través de todo. Mi roca. Mi musa. Mi... carga. Esa pala
Te debo todo». Y lo había dicho en serio. Juré que sí. Pero con el tiempo, la gratitud se había agriado en resentimiento. Su fuerza silenciosa, suión bienvenida de la agonía en mi pecho. «¡Maldita sea, Adell!», g
me golpeó con la fuerza de un maremoto. Se había ido. Y no tenía a nadie a quien culpar más que a mí mismo. El
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