El secreto del posadero: Su hija

El secreto del posadero: Su hija

Gavin

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Capítulo

Era la esposa de un magnate tecnológico que yo misma había creado desde la nada. Incluso contraté a su nueva asistente, una mujer idéntica a su madre muerta, pensando que le devolvía un pedazo de su pasado. Entonces descubrí la verdad. No solo se acostaba con ella, sino que estaba embarazada de su hijo. Y durante meses, las vitaminas prenatales que él me daba con tanto amor cada mañana no eran más que pastillas de azúcar. El shock de su traición me provocó un aborto. Perdí a nuestro primer hijo. Me pintaron como una heredera loca y violenta, se apoderaron de la empresa de mi familia y me dejaron sin nada, solo con las cenizas de la vida que él me había prometido. Pero mientras estaba en nuestra casa, lista para quemarlo todo conmigo dentro, descubrí un milagro: estaba embarazada de nuevo. Fingí mi muerte y desaparecí. Cinco años después, él entró con su familia en la tranquila posada de la que ahora soy dueña. Y sus ojos se posaron en mi hija.

Capítulo 1

Era la esposa de un magnate tecnológico que yo misma había creado desde la nada. Incluso contraté a su nueva asistente, una mujer idéntica a su madre muerta, pensando que le devolvía un pedazo de su pasado.

Entonces descubrí la verdad. No solo se acostaba con ella, sino que estaba embarazada de su hijo. Y durante meses, las vitaminas prenatales que él me daba con tanto amor cada mañana no eran más que pastillas de azúcar.

El shock de su traición me provocó un aborto. Perdí a nuestro primer hijo.

Me pintaron como una heredera loca y violenta, se apoderaron de la empresa de mi familia y me dejaron sin nada, solo con las cenizas de la vida que él me había prometido.

Pero mientras estaba en nuestra casa, lista para quemarlo todo conmigo dentro, descubrí un milagro: estaba embarazada de nuevo.

Fingí mi muerte y desaparecí.

Cinco años después, él entró con su familia en la tranquila posada de la que ahora soy dueña. Y sus ojos se posaron en mi hija.

Capítulo 1

Las palabras del doctor daban vueltas a mi alrededor, un eco cruel en la habitación estéril. Damián tenía un hijo de tres años con su asistente ejecutiva, Carla Herrera. El mundo se tambaleó y luego se vino abajo. Esa misma mañana, un pequeño aleteo en lo profundo de mi ser me había susurrado la promesa de una nueva vida. Ahora, se sentía como una broma macabra del destino.

Mis manos temblaban al salir de la clínica. El ruido de la Ciudad de México era un rugido sordo contra el silencio de mi cabeza. Conduje sin rumbo, pero la finca en Valle de Bravo, nuestro hogar, me atraía como un imán. No buscaba consuelo, sino un último y desesperado acto. Iba a quemarlo todo. Quemar las mentiras, la traición, la mujer que había sido.

Las llamas lamieron el cielo nocturno, una bestia voraz consumiendo lo que una vez fue mío. Observé desde la distancia, el calor era un extraño consuelo contra el frío que me calaba los huesos. Nadie sabía que estaba embarazada, nadie me buscaría. Este era mi escape. Mi muerte. Mi renacimiento.

Cinco años después, el aroma a pino y leña llenaba mis pulmones, un bálsamo familiar. El aire de San Miguel de Allende era fresco, limpio, tan diferente de los veranos húmedos de la capital. Mi posada, "El Refugio", era exactamente eso. Un santuario.

-¡Mami, mira! -la voz de Emma, dulce y clara, me devolvió al presente. Señaló un folleto brillante sobre el mostrador-. ¡Ya llegaron los huéspedes elegantes!

Bajé la vista y se me cortó la respiración. Damián Roth. Su nombre, crudo y en negritas, me miraba desde el registro de huéspedes. Mi mundo, tan cuidadosamente reconstruido, se hizo añicos. Estaba aquí. Con su familia.

Mi mirada se clavó en la entrada del vestíbulo. Allí estaba él, más alto, más ancho, con un mechón plateado en las sienes que no tenía hace cinco años. Se reía, y el sonido era como una navaja oxidada raspando mi alma.

Sus ojos, esos ojos increíblemente azules, recorrieron el vestíbulo y se posaron en mí. Se quedó helado. La risa murió en sus labios, reemplazada por una expresión de absoluta incredulidad. El reconocimiento, un destello, cruzó por su mirada.

Mantuve mi rostro inexpresivo, una máscara bien practicada.

-Bienvenido a El Refugio, señor -dije, con voz firme, sin delatar nada-. ¿En qué puedo ayudarle?

Dio un paso hacia adelante, luego otro, sin apartar la vista de mí.

-¿Alicia? -su voz era un susurro, un fantasma de un pasado que había enterrado viva.

-Lo siento -respondí, con una sonrisa tensa y formal-. Debe confundirme con otra persona. Me llamo Ana, Ana Ríos.

Parpadeó, con el ceño fruncido.

-Pero... te pareces exactamente a ella.

-Supongo que tengo una cara común -dije, bajando la mirada deliberadamente hacia su familia. Una mujer estaba a su lado, con la mano entrelazada en su brazo. Carla. Sus ojos, entrecerrados y evaluadores, se encontraron con los míos. Un anillo de bodas brillaba en su dedo.

-Le deseo a usted y a su familia una estancia agradable, señor Roth -dije, mi voz goteando una ironía que esperaba que solo él captara-. Disfrute San Miguel.

Damián vaciló, sus ojos todavía recorriéndome, buscando algo. Parecía inseguro, perdido. Era una mirada que nunca antes le había visto.

Entonces, un niño pequeño, no mayor de cinco años, salió corriendo de detrás de Carla, aferrándose a su pierna.

-¡Mami, tengo hambre!

Carla sonrió, una dulzura empalagosa que me revolvió el estómago.

-Te conseguiremos algo de comer, cariño -miró a Damián, y luego a mí. Su sonrisa vaciló ligeramente.

-¿Damián, querido? -le insistió, con voz melosa-. ¿Estás bien?

Él apartó la vista de mí, sacudiendo ligeramente la cabeza.

-Sí, solo que... no es nada -se volvió hacia Carla, con una ternura cuidadosamente construida en sus ojos. Una ternura que una vez creí que era mía.

Carla me miró de nuevo, su expresión cambiando de la curiosidad a algo más frío. Apretó más fuerte el brazo de Damián. Era una advertencia, una declaración de propiedad.

Justo en ese momento, Emma, mi Emma de tres años, entró saltando al vestíbulo desde la trastienda, con su mochila rosa brillante rebotando.

-Mami, ¿ya podemos ir a los juegos?

La cabeza de Damián se levantó de golpe. Sus ojos, fijos en Emma, se abrieron como platos. El color desapareció de su rostro. Miró a Emma, luego a mí, y de nuevo a Emma, una pregunta aterradora formándose en las profundidades azules de su mirada. Apretó la mandíbula y un pequeño temblor, casi imperceptible, recorrió su mano.

-¿Quién... quién es ella? -preguntó, su voz apenas un aliento. Las palabras quedaron suspendidas en el aire, densas de un terror inconfesable.

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Observé a mi esposo firmar los papeles que pondrían fin a nuestro matrimonio mientras él estaba ocupado enviándole mensajes de texto a la mujer que realmente amaba. Ni siquiera le echó un vistazo al encabezado. Simplemente garabateó esa firma afilada y dentada que había sellado sentencias de muerte para la mitad de la Ciudad de México, arrojó el folder al asiento del copiloto y volvió a tocar la pantalla de su celular. —Listo —dijo, con la voz vacía de toda emoción. Así era Dante Moretti. El Subjefe. Un hombre que podía oler una mentira a un kilómetro de distancia, pero que no podía ver que su esposa acababa de entregarle un acta de anulación disfrazada bajo un montón de aburridos reportes de logística. Durante tres años, limpié la sangre de sus camisas. Salvé la alianza de su familia cuando su ex, Sofía, se fugó con un don nadie. A cambio, él me trataba como si fuera un mueble. Me dejó bajo la lluvia para salvar a Sofía de una uña rota. Me dejó sola en mi cumpleaños para beber champaña en un yate con ella. Incluso me ofreció un vaso de whisky —la bebida favorita de ella—, olvidando que yo despreciaba su sabor. Yo era simplemente un reemplazo. Un fantasma en mi propia casa. Así que dejé de esperar. Quemé nuestro retrato de bodas en la chimenea, dejé mi anillo de platino entre las cenizas y abordé un vuelo de ida a Monterrey. Pensé que por fin era libre. Pensé que había escapado de la jaula. Pero subestimé a Dante. Cuando finalmente abrió ese folder semanas después y se dio cuenta de que había firmado la renuncia a su esposa sin siquiera mirar, El Segador no aceptó la derrota. Incendió el mundo entero para encontrarme, obsesionado con reclamar a la mujer que él mismo ya había desechado.

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