La maja desnuda
e en él. No le atraían los muertos: muy interesantes, muy dignos de respeto, bajo la gloriosa mortaja de los siglos, pero el arte marchaba po
que aquel palacio de amplias escalinatas, blancas columnas y estatuas de bronce y alabastro, solemne panteó
ampostería, marcaba sobre el espacio azul sus torres gemelas y sus arcadas ruinosas. El invernal ramaje del Retiro servia de fondo á la blanca masa del Casón. Renovales pensó en los frescos de Giordano que adornaban sus techos interiores. Después se fijó en un edificio de muros rojos y portada de piedra que cerraba el espacio pretenciosamente, en primer término, al b
o fieltro, bajo cuyos bordes asomaban los mechones de una melena, escandalosa en su juventud, que hab
a de nieve, llegaba un viento helado que endurecía la tierra, dándola una fragilidad de cristal. En los rincones, adonde no llegaba el fuego solar, brillaba todavía la escarcha del amane
ázquez! Estos lugares traían á su memoria las esperanzas muertas, un cúmulo de ilusiones que ahora le hacían sonreir: recuerdos de hambre y de humillantes regateos al ganar su primer dinero con la venta de copias. Su faz adusta de gigante, su entrecejo que intimid
frió, sintió la caricia de una atmósfera tibia, cargada del inexplicable zumbido del silencio. Los pasos de los visitantes adquirían esa sonoridad de los grandes edificios inhabitados. El golpe de la cancela al cerrarse, retumbaba como un ca?onazo, pasando de sala en sala al través de los recios cortinajes. Las bocas de calefacción humeaban su
te á las glorias de la popularidad, á los altos honores reservados á los personajes. De pronto le reconocieron. ?Hacía tantos a?os que no le veían por allí! Y los dos empleados, con la gorra de galón de oro en la mano y una sonrisa obsequiosa, avanzaron hacia el gran artista. ?Bu
corto, como si dirigiesen una orquesta; tropas de arcabuceros desapareciendo cuesta abajo con banderas al frente de aspas rojas ó azules; bosques de picas surgiendo del humo; verdes praderas de Flandes en el fondo; combates sonoros é infructuosos que f
ante las rodillas explicándoles el argumento de los cuadros; una profesora con varias alumnas modositas y silenciosas que, obedeciendo á una orden superior, pasaban sin detenerse ante los santos ligeros de ropa; un se?or que acompa?aba á dos curas y hablaba á gritos para demostrar que era inteligente y se hallaba allí como en su
rinas, bustos y mesas de mármol sostenidas por leones dorados, tropezó con los caballetes de varios copistas. Eran muchachos de la Escuela de Bellas Artes ó se?oritas de pobre aspecto, con tacones gastados y sombreros de reblandecido contorno, que copiaban cuadros de Murillo. Iban marcándose sobre el lienzo el azul del manto virginal ó las carnes con mantecosos bullones de los ni?os rizados que j
igo Tekli. Su visita al Museo no tenía otro objeto que ver la copi
impreso en la tarjeta. ?Tekli!... Y de pronto recordó á un amigo de veinte a?os antes, cuando él vivía en Roma; un húngaro bonachón qu
orma de pala, que le daba gran semejanza con los monarcas austriacos; su alto cuerpo, encorvado á impulsos de la
stro! ?Ca
odo el estudio. Hasta lucía en una solapa el botón multicolor de una condecoración misteriosa. El fieltro que tenía en la mano, de una blancura de merengue, era lo único que desentonaba en este aspecto de funcionario público. Renovales le cogió las manos con sincero entusiasmo. ?El famoso Tekli! ?Cuánto se a
?Quel maestrone
xpresión voluptuosa su mandíbula saliente cubierta de pelos rubios
endría á verle una ma?ana en el Prado? ?Le daría esta prueba de amistad?... Renovales intentó resistirse. ?Qué le importaba á él una copia? Pero había tal expresión de humilde súplica en los ojillos del hún
novales se acordó de la promesa á Tekli y fué al Museo del Prado, sintiendo al entrar la misma impresión
aron más allá de la puerta. El encanto de estos lienzos, que no había visto en algunos a?os, surgía de nuevo, fresco, poderoso, irresistible; le avasallaba despertando sus remordimientos.
... ?Está aq
célebre, cuyo retrato habían visto tantas veces. Le encontraban más feo, más ordinario que en los grabados de los periódicos. Parecía imposible que aquel mozo de cordel tuviese talento y pintase tan bien á las mujeres. Algunos jovencillos aproximábanse para mirarle de cerca, fingiendo contemplar los mismos cuadros que el maestro. Le detallaban con la vista, fijánd
ando la nariz, moviendo el pincel con lentitud y titubeos, sabiendo que él estaba á sus espaldas, estremeciéndose á cada paso que sonaba sobre el entarimado, con el temor y el deseo de que se dignase pasar
s... El pint
borrachos. Aunque cegase por completo, aunque el cuadro se perdiese, podría él rehacerlo á tientas. En aquellos tiempos se habían hablado muchas veces, pero ni remotamente podía imaginarse el pobre hombre que aquel Renovales, del que tanto se decía, era el mismo muchachuelo que en más de una ocasión le había pedido prestado un pincel, y cuyo recuerdo apen
Museo, y el copista, levantando los hombros con ciert
el famoso Renovales! ?Iba por
abía quitado á muchos como él que, faltos de protección, se habían quedado en el camino. Se hacía pagar por un lienzo miles de duros, y Velázquez trabajaba por tres pesetas al día, y Goya pintaba sus retratos por un par de onzas. Todo mentira; modernismos, aud
Allí estaba Tekli, junto al lienzo famoso, que ocupa todo el fondo de la habitación, sentado ante su caballete, con el so
a esta visita! Y le mostraba su copia, de una minuciosa exactitud, sin el prodigioso ambiente, sin la milagrosa realidad del original. Renovales asentía con la cabeza; admiraba
ara adivinar su pensamiento.-?E vero? ?E vero?-repetía
Renovales, cada vez más extremadas para disfrazar su indifer
o, maestro...
tti para recordar su vida de Roma; hablarían de la alegre bohemia de la juventud, de aquellos compa?eros de diversas nacionalidades que se reunían en el café del Greco; unos muertos ya, los demás e
ramática, como si fuese á morir por su negativa. ?Vaya por el Chiantti! Almorzarían juntos, y mientra
su bella desnudez, y el destino le deparó un período en el que las mujeres parecían tortugas asomando el busto entre la doble concha de su hueca faldamenta, y los hombres tenían una rigidez sacerdotal, irguiendo las morenas y mal lavadas cabezas sobre tétricas ropillas. Había pintado lo que había visto: el miedo y la hipocresía reflejábanse en los ojos de aquel mundo. La alegría forzada de una nación moribunda, que necesitaba para distraerse de lo mons
tarde en tarde; en su nombre glorioso, figurando entre los de bufones y barberos en la lista del personal cortesano; en su calidad de doméstico regio, que le obligaba á aceptar el cargo de perito de materiales de alba?ilería para mejorar un tanto su situación; en las bajezas y humillaciones de sus últimos a?os para alcanzar la cruz de Santiago, negando como un delito ante el tribunal de las Ordenes
funciones; el labio inferior grueso y caído con inercia sensual; los ojos, de una calma bovina, reflejando en su tranquila luz la indiferencia para todo lo que no tocase directamente á su egoísmo. Los Austrias, nerviosos, inquietos por una fiebre de locura, sin saber adónde ir, cabalgando sobre teatrales corceles, en obscuros paisajes, cerrados por las nevadas crestas del Guadarrama, tristes, frías y cristalizadas como el alma nacional: los Borbones, reposados, adiposos, descansando ahitos sobre sus enormes pantorrillas, sin otro pensamiento que la cacería del día siguiente ó la intriga doméstica que trae revuelta á la familia, ciegos para las tormentas que truenan más allá de los Pirineos. Los unos rodeados de un mundo de imbéciles con cara brutal, de leguleyos sombríos, de infantas de rostro ani?ado y faldas huecas de vi
, mostrando rojizos agujeros; los vivos, con los brazos en cruz, retando á los matadores en una lengua que no podían entender, ó cubriéndose el rostro con las manos, como si este movimiento instintivo pudiera preservarles del plomo. Era todo un pueblo que moría para renacer. Y junto á este cuadro de horror y heroísmo veíase cabalg
cción del alma popular, y su pintura encerraba la vida tumultuosa, la furia heroica que en vano se buscaba en los lienzos de aquel otro genio amarrado á la monotonía de una
en una figura desnuda que parecía dejar en la sombra los lienzos cercanos, con el esplendor luminoso de sus carnes. La contempló de cerca largo rato, inclinado sobre la barandilla, tocando casi el
oya!... ?La ma
los pensamientos que se agolpaban en su frente y parecían pasar y repasar tras el cristal de sus oj
s, audazmente abiertos en ángulo, puntiagudos como magnolias de amor, marcaban en sus vértices los cerrados botones de un rosa pálido. Una musgosa sombra apenas perceptible entenebrecía el misterio
mbarinos de malicioso fuego desconcertaban con su fijo mirar; la boca tenía en sus graciosas alillas el revuelo de una sonrisa eterna: en las mejillas, los codo
oya!... ?La ma
pero las repetían su pensamiento y su mi
fuesen un mundo nuevo, aspirando satisfechos el tibio aire de la calefacción. Dejaban al andar huellas de yeso en el entarimado; se llamaban unos á otros para participarse su admiración ante un cuadro; mostraban impaciencia por abarcarlo todo de un golpe; se extasiaban contemplando los guerreros de luminosa armadura ó los unifo
por las faldas de madro?os y las amplias mantillas con alta peineta. De pronto poníanse serias, apretaban los labios y emprendían un paso vivo hacia el fondo de la galería. Las avisaba el instinto. Sus inquietos ojos sentíanse heridos en el rabillo por la lejana desnudez: parecían hu
la verdad, que se ponía en pie instintivamente, protestando de que se tolera
loriosos, sucediéndose con portentosa fecundidad, y hasta Goya no había osado el pincel espa?ol trazar las formas del cuerpo femenil, la divina desnudez que, en todos los pueblos, había sido la primera inspiración del arte naciente! Renovales recordaba otro desnudo, l
a vida era un pecado; la desnudez, obra de Dios, una abominación. En vano brillaba sobre la tierra espa?ola un sol más hermoso que el de Venecia; inútilmente se quebraba la luz sobre la tierra con mayor brillo que en Flandes; el arte espa?ol era obscuro, era seco, era sobrio, aun después de haber conocido las obras del Ticiano. El Renacimiento, que en el resto del mundo adoraba el desnudo como la obra definitiva de la Naturaleza, cubríase aquí con la capucha del fraile ó los harapos del mendigo. Los pais
de sus axilas, era el despertar de un arte que había vivido aislado. El cuerpo ligero, que apenas descansaba sobre el verd
l. Por todos lados la misma fachada noble, ordenada, tranquila, sin fantasías de capricho. Era la razón, sólida, equilibrada, ajena á los entusiasmos y los desmayos, sin apresuramientos ni fiebres. El otro era grande como una monta?a, con el desorden bizarro de la Naturaleza, cubierto de tortuosas desigualdades. Por un lado e
pre de pie ante el lienzo y el modelo, hoy un bufón, ma?ana una infantita, sin otras aspiraciones que las de ascender de categoría entre los domésticos reales y coserse una cruz de pa?o rojo en el negro justillo. Era una alma excelsa encerrada en un cuerpo flemático que jamás le atormentó con
. Las lindas duquesas de la época acudían á que las pintarrajease las mejillas aquel aragonés fuerte, de áspera y varonil galantería, riendo como locas de estos retoques íntimos. Al contemplar sobre revuelta cama una divina desnudez, tras
marina, era el deseo y la envidia de Renovales: vivir como el famoso don Francisco, cual pájaro libre, de plumaje inquieto y luminoso, en medio de la monotonía del humano
s por la exactitud con que cautivaba el natural, por el brillo de la luz, el color indefinible del aire y el exterior de las cosas;
strados, una esposa que creía en su genio y una hija que casi era una mujer, y hacía tartamudear de emoción á la tropa de discípulos íntimos. De su pasada bohemia, sólo restaban en él los fieltros abollados, las barbas luengas, la alborotada cabellera y cierto descuido en el vestir; pero cuando lo exigía su posición de gloria nacional, sacaba del ropero un frac con la sol
tentado á las conveniencias que hay que guardar con el público. Sus mujeres eran hembras del pueblo, pintorescas y repugnantes; no había mostrado en sus lienzos otras ca
erdos. Fijaba una vez más su mirada en aquella mujer de luminosa blancura, semejante á un ánfora de nácar, con los brazos en torno de la cabeza, los p
oya!... ?La ma
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