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La maja desnuda

Chapter 7 No.7

Word Count: 7418    |    Released on: 06/12/2017

veraniegos, volvió inesperadamente el invierno con un retroceso traidor, entenebreciendo el cielo, cubriendo con una sábana de nieve la tierr

r todos los se?ores que formaban su tertulia los días en que la ?ilustre conde

bosque, sumido en el silencio invernal, sorprendido por el blanco sudario, cuando comenzaba á crujir con el primer hervor de la savia. ?Lástima que

migos la disuadieron hablando del próximo cambio del tiempo. Al otro día saldría el sol, se derreti

a metido en la cabeza ir á la Moncloa. Hace a?

el maestro Renovales trabajase á esa hora y no pudiera acompa?arla! ?él que sabía ver el paisaje tan admirablemente, con sus ojos de artista, y la había hablado muchas veces de la puesta del sol vista desde el pala

ada al doctor Monteverde. Pero sufrió una decepción, en su deseo de ver

reflejos azulados; los ojos, de una suavidad aterciopelada, mostrando en su dilatado corte la mancha carmesí del lacrimal sobre el nítido marfil de las córneas; unos verdaderos ojos de odalisca: los labios rojos, ense?ando su color de sangre por entre la celosía del erizado bigote; la tez de una palidez de camel

u virilidad, haciendo los más atroces

, hablando con entusiasma de Monteverde á todos los se?ores graves que ejercían influencia en la vida universitaria. Prorrumpía en los más desaforados elogios del doc

erde-decía mirándolo en plena tertu

deas, interrumpía la conversación, sin f

s manos del doctor? ?Más finas qu

mostraciones de Concha, que muchas v

ciones. ?Pero aquel se?or estaba ciego? Y el cond

e! No haga usted caso, amigo Montev

or este ambiente de adoración

ión de su inteligencia de pájaro, atraída por todo lo que brilla y suena. Ahora miraba las artes como lindos é insignificantes juguetes que sólo podían divertir la infancia de la humanidad. Los tiempos cambiaban; había que ser serios. Ciencia, mucha ciencia; ella era la pro

fama, catedráticos, gentes de estudio, que hacía tiempo no estudiaban, aprobaban también con cierta complacencia. Para una mujer no estaba del todo mal. Y ella, llevándose los lentes á los ojos de vez en cuando para paladear la belleza de su doctor, hablaba con una lentitud pedantesca del protoplasma, de la reproducción de las células, de

egún ella, por encima de todo

io de sus renglones. En cambio había leído un sinnúmero de veces el libro de Monteverde, mágica obra cuya adquisición reco

o yo le empujaré y llegará á ser un genio. Tiene un talento inmenso. ?Si usted hubiese leí

Monteverde es hermoso como un

seria ó reir, y acabó por am

no puede comprender las amistades tiernas, las re

quesito, guapo mozo, que daba becerradas por invitación, matando los inocentes bueyes después de saludar con ojos amorosos á la de Alberca, que echaba fuera del palco su busto envuelto en la mantilla blanca y adornado de claveles. Sus amores con el doctor eran casi públicos. No había más que ver el encarnizamiento con que le despedazaban los se?ores de la te

quería vencer á la costumbre que guiaba sus pas

onito papel haces, Mariano! Sirves de coro con todos esos viejo

ad de Monteverde, en el aire desde?oso con que recibía las adoraciones de su amante. Ya

de romper el tedio de su existencia, de imitar á los otros, de gustar la acidez de la infidelidad, haciendo una ligera escapada fuera de las murallas severas é imponentes que cerraban el yermo del matrimonio, cada vez más cubierto de zarzas y malezas. La resistencia de ella le exasperaba, aumentando su deseo. No sabía ciertamente qué era lo que sent

on aquel ni?o bonito de la ciencia que parecía enloquecer á la condesa. ?Ay las mujeres! ?Sus entusiasmos intelectuales, sus aspavie

nto de la escena con su mujer en la obscuridad del dormitorio; de sus palabras desde?osas, que le anunciaban el

en el mismo tono. ??Formalidad, maestro! Eso no le está bien á usted. Usted es un grande hombre: un genio. Deje ese aire de estudiante enamorado para los muchachos.? Pero cuando él, enfurr

de los pensamientos; y no cesaba en esta peligrosa plática, hasta que el maestro, con súbita confianza, avanzaba de nuevo, ofreciendo

a un maleficio. Buscaba, con astucias de colegial, ocasiones para verse á solas con ella; inventaba pretextos para ir á su casa en horas extraordinarias, cuando no estaban los de l

noche y la ma?ana siguiente, como si realmente le aguardase una cita de amor. ?Iría? ?No sería aquella promesa más que un capricho prontamente olvidado?... Envió una carta á un ex-ministro, al que estaba re

una impaciencia loca y sin fundamento agitaba al artista. Creía, sin saber

oncloa. El carruaje se alejó hacia Madrid, cuesta arriba, por una av

aban sus rayos, sentíase frío. Corría el agua al pie de los árboles, después de gotear desde sus ramas y escurrirse en hilos por los troncos, con

el sol por encima de las copas de los pinos, revoloteaban en espiral unas cuantas palomas en torno de la vieja asta de bandera y de los bustos clásicos ennegrecidos por la intemperie. Después, cansadas de volar, se abatían sobre los balcones de herraje oxidado, a?adiendo un adorno bla

ro ramaje, en el que comenzaban á apuntar los primeros brotes, vió la cordillera que limita el horizonte: los montes del Guadarrama, fantasmas de la nieve, que se confundían con las masas de nubes. Más acá, los mon

parecía lavado y brillante después de la reciente mojadura. La eterna nota verde de infinitas variaciones, desde el negro al amarillo, sonreía al sentir el contacto del sol tras el refresco de la nieve. á lo lejos, rasgando el espacio con la enorme sonoridad de las tardes tranquilas, retumbaban continuos dis

tro. ?Ella que llegaba!... Pero la berlina pasó junto á él sin detenerse, con lento y majestuoso rodar, y vió al través de sus vidrios una se?ora vieja, envuelta en pieles, con los ojos hundi

ba á decirle el corazón

enillas dadas de aceite, comenzaron á correr por la plazoleta. Renovales no

do de negro con aspecto de doméstico, escoltado por dos perros enormes, dos daneses majestuosos, de un gris azulado, que marchaban co

donó su banco y dió varios paseos, golpeando el suelo ruidosamente. Tenía los pies helados; el frío y la espera le ponían de un humor terrible. Después fué á colocarse en otro banco, cerca del criado vestido de negro, que tenía á los dos perros junto á sus rodillas. Estaban inmóviles sobre sus patas traseras, descansando con la dignidad de personas mayores, mirando con sus ojos grises, de inteligente parpadeo, á aquel se?or que los co

dose tras el palacio, hacia los jardincillos de abajo. Después un grupo de seminaristas, dejando detrás de ellos, con el revoloteo de las

n cuando se entenebrecía el paisaje. Las nubes, contenidas en los rediles del horizonte, habían quedado en libertad y rodaban por el campo del cielo tomando

a estaba cerca, llegaba, tenía la certeza. Y al volverse la vió, muy lejos aún, descendiendo por la avenida, vestida de negro, con una chaqueta de piel, las manos en un peque?o manguito y el velillo sobre los ojo

su manecita enguantada, tibia por el encierro del mangui

sted; palabra. Pero al salir de casa del presidente pensé en el maestro. Tenía

rillaban con cierta hostilidad, su linda boca co

e hinchaba su pecho, sin fijarse en lo que la rodeaba, c

ltaba para coronar la torre de cruces, llaves y bandas que iba elevando en torno de su persona, desde la barriga al cuello, no dejando un milímetro de su tronco sin este revestimiento glorioso.

zarzuela, haciéndome el amor (sí, á usted se lo digo) y queriendo matarse al ver que le despreciaba por cursi y por tonto!... Esta tarde, lo de siempre; mucho cogerme la mano, mucho de poner los ojos en blanco, ?q

que estaba, dirigió sus ojos iracundos á las obscuras lo

. ?Mujer, piensa en lo que somos. Debemos estar bien con la casa grande.? Pero yo me sublevo; conozco el personal: un atajo de indecentes. ?Por qué no ha de tener mi Paco el Toisón, si el pobrecito lo necesita? Crea usted, maestro, que me

on voz enérgica al mismo

atrás con un

?Mire usted que le pego!... Esto es más serio de

ad que pretendía dar á sus palabras, la condesa sonr

presidente, que no me quiere tener por enemiga, me ha ofrecido una compensación, ya que lo

ovales abriéron

sted eso, criatura? ?

ser, grandísimo tonto!... No va á ser á usted, que no entiende de esto ni de nada,

artista retumbó en el

la mayoría! ?Darwin

ones continuó sus riso

cioso está usted! ?Y qué tiene eso de particular?... Pero no se ría usted más

a ligereza que obtenía toda impresión en su cerebro de pájaro. Miró en torno de ella con ojos desde?oso

calonados detrás del palacio. Bajaron entre pendientes cubiertas de m

l ara?azo de un diamante sobre el cristal. En el borde de las escalinatas, los basamentos de piedra roída y negruzca recordaban las invisibles estatuas y los jarrones que habían sostenido. Los peque?os jardines, recortados en formas geométricas, extendían en cada meseta las grecas obscuras de su tapiz de follaje. En las plazoletas canta

parecer de vez en cuando, sobre el fondo azul del espacio, la maciza silueta de una vaca de lento andar. Al lado opuesto, una barandilla rústica de troncos pintados de blanco cerraba el sendero, y tras ella, en lo hondo, extendíanse los obscuros parterres con su melancólica soledad y sus chorros que lloraban día y noche en un ambient

Allí había trabajado el gran don Francisco. Parecía que, tras una revuelta del sendero, iban á tropezarse con Goy

de rigor, para tal paisaje, una casaca brillante, peluca empolvada, medias

con gran curiosidad: no estaba mal aquel paseo: creía verlo po

ón, y en cuanto á árboles, le gustaban más los de las d

triste. La Naturaleza, si la dejan sola

n de las nieves, desbordábase fuera del marco de piedra, extendiéndose en delgada sábana, para rodar cuesta abajo. La condesa se detuvo, temiendo mojarse los pies. El pint

r al través del guante. Ella la abandonaba, como si no se diese cuenta de este contacto, pero con una lejana expresión

ntó con voz débil.-?No

rumpió en una c

rruaje me he dicho varias veces: ?Hija mía, haces mal en ir á la

n tono de cómi

a? ?Es que las mujeres estamos condenadas á no poder tratar á

Lo juraba; se lo diría de rodillas para que lo creyese; ?enamorado como un loco! Pero

osible vivir... Si no me amas me mato...? Lo mismo dicen todos; no he visto una falta mayor de origi

urlón. Pero Concha, como si se apiadara de

el mejor de todos, el primero. Le quiero porque es usted bueno; un ni?o grandote; un bebé barbudo que no sabe ni pizca así del mundo, pero tiene mucho talento, ?mucho!... Tenía ganas de que nos viésemos á solas un buen rato para hablarle con toda libertad, para decirle e

l suelo, enredando con cierta furia los ded

te.-La verdad es que usted está enamorada;

si la halagase la brusq

sted no sé lo que me pasa, que se lo digo todo. Nos queremos; mejor dicho, soy yo la que le quiere mucho más que él á mí. Hay en mi amor algo de agradecimiento. Yo no me forjo ilusiones, M

iferencia de edad entre su amante y ella,

siente con nuevas fuerzas para el trabajo; que será un grande hombre, gracias á mí. Pero yo le qu

ocarían los papeles. Sería yo quien la rodease de una idolatría eterna, y usted se deja

amente la voz sorda, el ademán apasion

. No le quiero como usted desea, porque no puede ser. Conténtese con ser el primero de mis amigos. Sepa que me pe

-Lo que yo necesito; su cuerpo, del que sien

co! ?Que va usted á soltar esas indecencias que se le ocurren siempre

maternal, como si quisiera c

pectiva próxima de ser abuelo. ?Y aun piensa usted en locuras! Yo no podría acceder á lo que usted me propone, aunque le amase... ?Qué horror! ?Enga?ar á Josefina, mi amiga del colegio! La pobrecita, tan d

ra siempre de su casa; no la veré á usted más; haré lo imposible por

e me quiere, y yo tendré en usted el mejor de los amigos... No sea usted criatura, maestro; verá usted como nuestra

ecitas, se apoyaba con cierto abandono, fijando en sus ojos

marcha, siguiendo la carretera. Renovales intentó reconocer á los mu?equillos que montaban este vehículo, empeque?ecido como un juguete por la

n verle, sin advertir que él estaba allí, olvidado de todo, enamo

a columnata de árboles el sol brillante, de un rojo de cereza, que descendía inflamando el horizonte con r

l con el interés que ofrece un espe

n... No; es un hipopótamo; fíjese en sus patas redondas como torres. ?

o pudiera contener el ardoroso astro, estallaba su vientre, dejando caer una lluvia de pálidos rayos. Después, abrasado por esta digestión, desvanecíase en humo

condesa, aspiraba el perfume de ésta, sintiendo el cálido

tud.-Siento frío... Además, con un acompa?ante

gro de permanecer en la soledad al lado de Renovales. Presagiaba en su ros

estos á cogerse del talle apenas desaparecieran en el próximo sendero. El joven llevaba la capa bajo el brazo, con la arrogancia de un galán de comedia antigua;

al dejarlos á su espalda.-éstos son más felice

ación de falsa tristeza, excluyéndose de la vejez, c

ó con los últimos ar

cha, usted no sabe quien soy; usted lo olvida, acostumbrada como está á tratarme como

mujer; exhibiendo su renombre como un manto de luz, que debía cegar á las hembras haciéndolas c

os mostraban también cierta conmiseración. ?Tonto!

co con su amistad. Hasta reconozco que me da cierta

?amor!... ?Ser uno de

eguía

ijo! ?A

mor no distingue de talentos; es un ignorante y por eso se vanagloria d

contrando dulce nuestro afecto... No sea usted material; parece imp

conmiseración, hasta que se separaron ce

Nada más que amigo

que sufría en su presencia. ?Cómo se divertía con él! ?Cómo reirían sus enemigos al verle sometido y sin voluntad, en manos de aquella mujer que había sido de tantos! El orgullo le hacía insistir en su deseo de conquistarla, fuese como fuese,

ncapaz de perder su calma y le consideraba como un ser inferior. El desaliento le hizo pensar en su casa, en la enfer

iría de aquella muj

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