La maja desnuda
mplarse solo y due?o de sus acciones. Cotoner, viéndole sin deseos de trabajar, tendido en los divanes del estudio, con un gesto vago, cual si so?ase despierto, interpretaba su est
bre; lo mismo vivirás en cualquier parte que aqu
se creyó el ser más feliz de la tierra. Su hija tenía á su marido, formaba familia aparte; él se veía en grato aislamiento, sin preocupaciones, sin d
meses de vida fácil, sin trabajo, visitando estudios, recibiendo los honores debidos á un maestro célebre, en los mismos sitios donde había
o podía vivir sin él. Además, como supremo recurso, le hablaba de su marido, del conde, que, en su eterna ceguera, unía sus súplicas á las de su esposa, rogándola que invitase al artista á pasar una tempo
te por la larga ausencia, mostrábase tan audaz en sus arrebatos, que el artista tenía que contenerla, recomendando prudencia. El noble conde de Alberca le rodeaba de una simpática conmiseración. ?Pobre é ilus
o, como si su ausencia sólo fuese de unos cuantos días. El amigo Cotoner había cuidado bien la casa, haciendo trabajar al matrimonio que ocupaba la portería y al antiguo doméstico encargado de la limpieza de los estudios, única servidumbre que Renovales conservaba. Ni polvo sobre los objetos, ni atmósferas densas de larga claus
ue había conocido antes, pero con la frescura y
tó siquiera quién guardaba la llave. Durmió en el cuarto que había sido de su hija, en su camita de
eces se había sentado la muerta. El asiento, con los brazos abiertos, parecía esperar aquel cuerpecillo estremecido por encogimientos de pájaro. Pero el pintor no sentía emoción alguna. Ni siquiera podía recordar fielmente en su imaginació
n servido de apoyo á su andar vacilante, en los pisos que apenas si sentían el peso de sus débiles pies. Nada: estaba bien olvidada. En el interior de Renovales
n reproches su plácida calma. Aquella puertecilla del estudio, que antes miraba con zozobra, no se abriría más para dar paso al enemigo. Podía cerrarla aislándose del mundo; podía abrirla haciendo entrar por ella, en ruidoso chorro de escándalo, todo cuanto se le antojase; batallones de bellezas desnudas, para pintarlas en revuelta bacanal; extra?as bayaderas de ojos negros
tar nada. En otros tiempos agitábase furioso, lamentando sus cadenas. ?Las cosas que pintaría él, de ser libre! ?Los escándalos que provocaría con sus audacias! ?Ay, si n
lando los lienzos empezados un a?o antes, mirando como un enamorado tímido á su pale
de la digestión, lo mismo que á Cotoner, y sentía dulces desfallecimientos, la felicidad de no hacer nada. Para vivir bien, tenía riquezas de sobra. Su hija, que era su única familia, encontraría á su muerte más de lo que esperaba. Había trabajado bastante. La pintura, lo mismo que todas las artes, era una mentira bonita, por cuyos progresos se agitaban los hombres como locos, hasta odiarse con impulsos de muerte. ?Qué necedad! Era mejor permanecer en dulce calma, saboreando la alegría de la propia existencia, embriagándose en los sencillos goces animales, sintiéndose
lustre maestro?, ó así que veía su nombre en un periódico y u
trabajo y enumeraba los cuadros que llevaba en su pensamiento, insistiendo en su originalidad. Eran problemas audaces de color, nuevos procedimientos técnicos que se le ocurrían. Pero estos propósitos no rebasaban el límite de la palabra; no llegaban
iba á ver á su hija, si es que estaba en Madrid, pues con gran frecuencia acompa?aba á su marido en sus excursiones
entusiasmo del retrato que había de hacerle Renovales, para que formase pareja con el de Concha. Sería más adelante, cuando conquistase ciertas condecoraciones extranjeras que faltaban en su catálogo de glorias. Y el artista sentía ciert
Le parecía más dulce el amor amenazado de peligros. Y el artista se dejaba adorar con cierto orgullo. él, que al principio de esos amor
ación en torno de su nombre. Pintaría su famoso cuadro de Friné en una playa, cuando llegase el verano y pudiera huir á la costa solitaria, llevando con él á la belleza perfecta que le serviría de modelo. Tal vez convenciese á la condesa. ?Quién sabe!...
paso, como una gloria consagrada, como un se?or que hubiese muerto y tuviera sus lienzos en el museo del
reciente pereza cerebral que le imposibilitaba para la acción; un entorpecimiento de manos, que o
on la confianza del que
bajo, y tras los disgustos conyugales acometía al lienzo como si fuese un enemigo, lanzándole el color furiosamente, en bofetadas de luz. Aun después de ser rico y célebre, había tenido algo que pedir. ??Si yo tuviese tranquilidad! ?Si fuese due?o de mi tiempo! ?Si viviese solo, sin famil
dirección, almacenándole entre los consagrados, admirando á otros maestros. Su orgullo de artista le hizo buscar ocasiones de notoriedad, con la inocencia de un principiante. él, que tanto
a que daba de pronto á esta distinción no s
tomarse siempre á risa. Hay que ser serios, Pepe; vamos para viejos,
r encargó suyo, corrió con todos los preparativos; desde llevar la noticia á aquellos se?ores, para que fijasen la fecha de la artística solemnidad, hasta ocuparse del discurso del nuevo académico. Porque Renovales se enteró con cierto temor de que había de leer u
de esa vida que se exterioriza en las columnas de los periódicos no tenían mi
pero con las solapas sucias de ceniza y el cuello del gabán moteado de caspa. El pintor notó que olía á vino. Al principio le tributó pomposamente el título de maestro, pero á las pocas palab
recepciones académicas y los trabajos para los se?ores del Congreso constitu
ar de su osadía, se irguió con la majestad de su renombre. Si se tratase
iciones; abominaremos de ciertas audacias y novedades de la juventud inexperta, que estaban muy en su lugar hace vei
te joven de su próxima obra y movió una mano con significati
jos y no re?ir con los jóvenes. Es usted u
ión, abordó él este asunto. Eran dos mil reales; ya se lo había dicho á Cot
, Renovales...
tro, feo y cínico, se ennobleció un instante,
e tengo en el mundo. La madre murió de miseria en el hospital. Yo so?aba con ser algo, pero un rorro no
ue atravesaba la vida acorazado en su cinismo, desenga?ado por la desgracia, poniendo precio á
o me ocuparé de las pruebas sin pedir suplemento. E
olemnidad elegante; algo parecido á las recepciones de la Academia Francesa, descritas en periódicos y novelas. Asistirían todas sus amigas. El gran pintor leería su discurso, contemplado por c
no y acompa?ando con enérgicos ademanes de la otra los párrafos leídos en alta voz. ?Tenía talento aquel Maltranita descarado! Era una obra que entusiasmaba su simpleza de artista, ajeno á todo lo que no fuese pintar; una serie de trompetazos gloriosos en los que se mezclaban nombres, muc
s conocía mejor; sabia que no habían pintado, pero que debían figurar en todo discurso digno de respeto. Y al llegar á los párrafos sobre el arte moderno, le parecía tocar tierra firme sonriendo con cierta superioridad. Maltranita no entendía gran cosa de esta materia; apreciaciones superfi
z.-Es porque, aunque yo no sea más que un
usaba cierta inquietud esta ceremonia, que no había visto nunca. á su zozobra se unía
que no era el ordinario, las manos de la madre ó de la hija arreglaban hábiles y ligeras el adorno de su persona. Aun en los momentos de mayor hostilidad, cuando él y Jo
gas. Renovales se decidió á vestirse solo. Su yerno y su hija vendrían por él, á las dos. López de Sosa tenía empe?o en llevarle hasta la Ac
placas, la banda. ?Dónde encontraría estos honoríficos juguetes?... Desde la boda de Milita no se los había puesto: la pobre muerta los habría guardado. ?Dónde encontrarlos? Y con precipitación, temiendo que transcurriese el tiempo y le sorprendiesen sus hijos sin haber terminado el adorno de su persona, comenzó á buscar, de habitac
secas. Desprendíase este olor de las masas de telas colgadas; vestidos blancos, negros, rosa, azules, con los colores apagados y discretos, los encajes mustios y amarillentos, guardando en sus pliegues algo de perfume vital del cuerpo que habían cub
a ruidosa cabalgata de las Walkyrias. Los trajes sombríos y pobres, del cruel período de lucha, colgaban en el fondo de un armario, como hábitos de mortificación y sacrificio. Un sombrero de paja, alegre como un susurro de bosque estival, cargado de flores rojas, de pámpanos, de cerezas, parecía sonreirle desde lo alto de un estante. ?Ay, también lo conocía! Muchas veces
ez sutil penetraba en su olfato. Creía haber caído en un lago de perfumes que le abofeteaba con sus ondas, jugueteando con él, como si fuese un cuerpo inerte. Era el olor de la juventud que volvía; el incienso de los tiempos felices, más débil, más sutil, con la nostalgia de los
ermosa como la majita de Go
la superficie, al aire puro. Tropezaba con cajas de cartón, paquetes de cintas y viejos encajes, sin encontrar lo que buscaba; y cada vez que sus brazos trémulos agitaban
luego de muerta su esposa, se atrevió á rodar la llave de la puerta. El perfume del pasado parecía ir con él; se filtraba por todos los poros
netró de golpe la luz del sol, los ojos del pintor, después de violento parpadeo
o de los muebles, con menudas incrustaciones de nácar y luminosas piedrecitas; una muestra del genio artístico de la antigua Venecia en contacto con los pueblos de Oriente. Este mueblaje había sido pa
n en el mismo plato, Milita jugaba con mu?ecas de andrajos; pero en la mísera alcoba, pintada de cal, amontonábanse intactos, con respeto sagrado, aquellos muebles de Dogaresa rubia, como una esperanza en
d. No encontró en él nada extraordinario; nada que le conmoviese.
lchones plegados en montón. Renovales rió del temor que le había detenido tantas veces ante la puerta cerrada. La muerte no había dejado rastro a
aciones, y Renovales, familiarizado ya con la habita
, al abrirse, un perfume semejante al de la otr
ndole en su espiral acariciadora. Allí no había ropas. Sus ojos reconocieron inmediatamente en el fondo de una tabla los estuches que tanto busc
ervar el calor y el relieve de aquellas manos que en otros tiempos se habían hundido acariciadoras en la cabellera del artista; sus cuello
a más que una amiga; un obsequio á la se?orita de Torrealta, que deseaba tener algo del joven artista. En el fondo de un estuche brillaron con fulgor misterioso dos enormes perlas rodeadas de brillantes. Un regalo de Milán; la primera joya de verdadero val
on religioso cuidado, entre cintas y cartones, fotografías de los lugares en que había transcurrido su juventud; los monumentos de Roma, las monta?as de la antigua tierra pontificia, los canales venecianos; vestigios del pasado que eran sin duda de gran valor para ella, porque evocaban la imagen del m
letra, la letra torpe y pesada de su juventud, que sólo tenia ligereza para el pincel. Allí estaba, en pliegos amarillentos, toda la novela de su vida, sus esfuerzos intelectuales por decir ?cosas bonitas?, lo mismo que los hombres que escriben. Nada faltaba: las cartas de los primeros tiempos de noviazgo, cuando después de verse y hablarse, aun sentían la necesidad de poner sobre el papel lo que no osaban decirse los labios: otras con sello
te: su amor escrito se había dispersado, perdiéndose en la nada: habían quedado olvidadas en trajes viejos, se habían consumido en el fuego de chimeneas de hotel, habían caído tal vez en manos ext
él!... ?Cómo amaba entonces á su Josefina!... Parecíale imposible que este cari?o hubiese terminado tan fríamente. Se extra?aba de la indiferencia de los últimos a?os; no re
carnal; la castidad de su adhesión á la mujer, á la única, á la indiscutible. Sentía ese gozo, impregnado de melancolía, de la vejez decrépita que contempla su re
faldas, la voz de su hija. Fuera del hotel bramaba una bocina; su arrogante yerno que le avisaba para que se apresurase.
r los primeros párrafos, se fué agrandando un murmullo, que acabó casi por sofocar su voz. Leía sordamente, con la precipitación de un escolar que desea acabar pronto, sin darse cuenta de lo que decía, en un rezo monótono y fatigante. ?Adiós los sonoros ensayos en el estudio, la preparación minuciosa de ademanes teatrales! Su
ija mía! ?Una
Werewolf
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