La maja desnuda
columnas enteras hablando de este acontecimiento, por el cual, según la expresión de ciertos cronistas, ?se unía la gloria y
a casarla con regio aparato; que Madrid y Espa?a entera se enterasen de este
lla con su correspondiente obsequio. Había para llenar una tienda. Los dos estudios de honor quedaron convertidos en galerías de bazar, con interminables mesas cargada
ida entre los amigos de la casa. El doctor Monteverde estaba representado por un objeto modesto, aunqu
tudios. Cotoner corrió con todo lo referente á la ceremonia, muy satis
obre un fondo de antiguos tapices colocó un viejo tríptico, una cruz medioeval, todos los objetos de culto que llenaban su
ntonaban formando gigantescos ramos en las mesas y los rincones. Hasta se balanceaban en paganas guirnaldas de una á otra columna de la fachada, excitando la curiosidad de los transeuntes aglomerados al otro lado de la verja; mujeres de mantón, muchachos con
satisfacción en todos los espejos, admirando igualmente á su amigo. Había que ponerse guapos; una fiesta como esta ya no la verían más. Hacía preguntas incesantemente á su compa?ero, para convencerse de que nada faltaba en los preparativos. El maestro Pedraza, gran amigo de Renovales, dir
do en Roma de prelado doméstico. Bastaron cuatro palabras de Cotoner para que se dignase concederle el honor de casar á los chicos. Los amigos son para las ocasio
naldas de flores cubrían las paredes, ocultando los estudios de color del maestro, ciertos cuadros sin acabar, obras profanas que no podían tolerarse en el ambiente discreto y entonado de aquella nave convertida en capilla. El suelo estaba cubierto en parte por alfombras vistosas, persas y morunas. Frente al altar dos recli
na mujer enorme, blanca, desnuda, con una mano velando su sexo y la otra cruzada ante el saliente pecho. Era la Venus de Médicis, una pieza soberbia de mármol que Renovales había traído de Italia. La pagana belleza parecía desafiar, con su blancura luminosa,
rompió
go Orlandi creería que lo habías hecho tú, con cierta intención, pues te t
pintarrajeada de elefantes y flores de loto; la extendieron sobre la cabeza de la diosa, cubri
or el suelo y los criados iban de un lado á otro recogiendo los abrigos y poniéndoles números como en los teatros, para almacenarlos en un gabinete, convertido en guardarropa. Cotoner dirigía á la servidumbre de cara rasurada ó luengas patillas, vestida
os de las gentes, los elogios que le dirigían por su buen gusto. Llegaban todos con la misma satisfacción de ver y ser vistos que les acompa?aba á los estrenos teatrales y á las funciones de gran gala. Música buena, asistencia del N
oherencia, no sabiendo adónde acudir. Durante un momento que permaneció en el vestíbulo, vió un trozo de jardín lleno de sol, cubierto de flores, y al otro lado de la verja una masa negra: la multitud admirada y risue?a. Aspiró el perfume de las rosas y de las esencias femeniles, sintiendo descender por su pecho la voluptuosidad del optimismo. La vida era una gran cosa. La pobre muchedumbre, agolpada fuera, le hizo recordar con cierto orgullo al hijo del herrero. ?Dios! ?Y cómo había subido!... Sentí
larse con los invitados. Después re?ía á una tropa de marmitones, que traían con retraso las últimas remesas del
felpa, con borlas de oro, sobre una cara pálida: después una sotana de se
Monsignore Orlandi!
rse de su salud con ansioso interés, como si no le hubiese visto el día a
?El Nuncio de
la mano fina y pálida, una mano de dama antigua, para besar la enorme piedra de su anillo. Ellas contemplaban un momento, con ojos húmedos, á monse?or Orlandi, un prelado distinguidísim
su mano, mientras él contemplaba con ojos enigmáticos la fila de nucas adorables inclinadas á su paso. Cotoner seguía avanzando, abr
, jovenzuelos vivarachos, de movilidad femenil y lejano perfume, que consideraban con cierto respeto al artista, creyéndole un personaje. Llamaban al signore Cotoner, pidiéndole que les ayudase á buscar
las conversaciones y una avalancha de gente, después
el rosa saludable de sus mejillas y el rojo tostado de sus labios. Sonreía á un lado y á otro, sin cortedad, sin timidez, satisfecha de la fiesta y de ser ella su principal objeto. Después pasaba el novio, dand
ico. Se había sentido tocado en un hombro, y al volverse vió al solemne conde de Alberca llevando del brazo á su esposa. El conde le había felicitado por el aspecto de sus estudios: to
querido maestro. Pront
en el altar; Monse?or comenzaba sus oficios; el asiento del padre permanecía vacío. Y Renovales pasó media hora de tedio, siguiendo con mirada distraída las ceremonias del prelado. Lejos, en el último estudio, rom
cerca del altar para que nada faltase á Monse?or, sentíase enternecido por la música, por el aspecto de aquella muchedumbre distinguida, por la gravedad teatral con que el prócer romano sabía ejecutar las ceremonias de su profesión. Miran
las blancas y negras. Unas veces los encontraba fijos en él, con expresión burlona
profundo silencio y la voz del italiano comenzó á sonar en este recogimiento, con una pastosidad cantante, vacilando ante algunas palabras, supliéndolas con otras de su idioma. Expuso sus deberes á los cónyuges y se extendió, con cierta anim
eaba á la novia una nobleza superior á la de muchas de aquellas gentes que la contemplaban, elogió las virtudes de sus padres. Tuvo acentos admirables para el amor puro y la fidelidad cristiana, lazos con los que llegaban unidos, Renovales y su mujer, á las puertas de la vejez, y que seguramen
strujones por quién llegaría antes, apagó el vibrar de las cuerdas y el sordo rugido del metal. Monse?or, perdida su importancia al terminar la ceremonia, se dirigió con sus familiares al cuarto de las modelos, pasando inadvertido entre los gru
entre los hombros de las gentes, con la cara animada por una oleada de
fina. Vamos fuera á respi
lpaban en torno de su hija, hasta que se detuvo viendo, por fin, á la condesa
a!....?Que estamos en
transportes de efusión. La mujercita sólo tuvo un intento de resistencia; pero se entregó, desalentada, sonriendo con tristeza, vencida por la costumbre y la educación. Dev
la vehemencia de las felicitaciones, atravesaron los grupos,
ta manga negra, á tanto brazo blanco, que agarraban los platos de filete dorado y los cuchilletes de nácar cruzados sobre los manjares. Era un motín sonriente y bien ed
rebatando las botellas de Champagne, iban de un lado á otro sirviendo copas á las se?oras. Con discreta alegría se saqueaban las mesas. Cubríanlas los domésticos apresuradamente, y con
rodeadas de gente, á los rincones donde estaban sentadas algunas damas amigas. L
ho tiempo. Parecía triste, pero se consolaba mirándose el chaleco; una novedad que había da
?pobre muchacho! Por primera vez le dió
ido ser. ?á trabajar, Soldevillita! ?ánimo! Nosot
nsuelo bondadoso, volvi
n un abrigo de piel de zorro, á pesar del calor, gorra de cuero y altas polainas; ella con un largo imp
había comprado para su viaje de boda. Pasarían la noche á algunos centenares de kilómetros, en
sin otro testigo que las discretas espaldas del chauffeur. Al día siguiente pe
n explorador, y salió para revisar su automóvil antes de partir. Milita se
?Adiós, h
cabó l
ura?os y tristes, sin una voz que, surgiendo entre su silencio, les sirviera de puente para cambiar algunas palabras. Iba á ser su existencia como la de lo
opuso, con dulce tenacidad, y su esposo le hizo coro. Necesitaba vivir cerca de sus cocheras, de su garage. Además, ?dónde establecería él, sin escándalo del suegro, las preciosidades qu
y el silencio de los monumentos abandonados. Renovales quiso que Cotoner se trasladase al hotel; pero el bohemio se excusó con cierto temor. Comería con ellos;
co conocida; un pueblecillo de pescadores en el que el artista había pintado muchos de sus cuadros. Se aburría en Madrid. L
pintaba rodeado de un semicírculo de gentes miserables. Parecía más alegre, cantaba, sonreía algunas veces al maestro, como si lo perdonase todo y quisiera olvidar; pero de pronto había caído sobre ella una sombra de tristeza; su cuerpo se sintió paralizado otra vez por la debilidad. Cobró aversión á la playa alegre, á la dulce vida al aire libre, con esa repugnancia de ciertos enfermos á l
verse en tierra conocida. López de Sosa había sufrido conociendo gentes más poderosas que él, que le humillaban con el lujo de sus trenes. Su mujer des
la gente elegante, y se llevaba á su madre, paseándola en automóvil por las inmediaciones de la capital, corriendo los caminos llenos de polvo. Otras veces era Josefina la que,
la playa mediterránea. Además, le faltaba la compa?ía de Cotoner, pues éste se había ido á una peque?a ciudad castellana, de histórica ranciedad, donde recib
memoria del pintor. Le había escrito al pueblecillo de la costa y le escribía ahora á Madrid, queriendo saber cuál era su vida, interesándose por los
n que acogía su apasionamiento. ??Ay, maestro, soy muy desgraciada!? Otros días la carta era triunfal, optimista: la condesa mostrábase radiante, y el pintor leía entre líneas su satisfacción, adivinaba su embriaguez tras aquellas entrevi
solemne nobleza espa?ola, para llevar el Toisón á un principillo de uno de los más diminutos estados alemanes. El pobre se?or, ya que no alcanzaba la áurea distinción, consolábase llevándola á otros con gran pompa. Renovales
quella mujer que se libraba á él, comunicándole todos sus secretos. Su cuerpo era lo único que le quedaba por conocer; su vida interna la poseía como ninguno de sus amantes, y comenzaba á sentirse fa
taba en Alemania, con todo su cortejo, preparándose á colocar el noble cordero sobre los principescos hombros. Renovales sonreía malici
la verja, un muchachillo de rojo dolmán, mandadero de una agencia, le tendió una carta. El pintor hizo un gesto de sorpresa al reconocer la letra de Concha. Cuatro renglones apresurados, nerviosos. Acababa de llegar aquella tarde en el exprés de Francia,
como si aun no estuviesen enterados de la llegada de la se?ora. Arriba, los muebles estaban enfundados de gris; las lámparas con envoltorios de tela; los bronces y las lunas de los espejos, mates y como muertos
s, todavía llenas, caídas y olvidadas en
a condesa, la única habitación con vida, iluminada por el lejano resplandor del sol poniente. Concha estaba allí, junto á la
ovimiento de resorte, extendió los brazo
?Se fué!... ?Me aba
za en uno de sus hombros, mojándole la barba con las lágri
orpresa, la repelió dulcement
ha ido? ?Quién e
pero deseaba verse libre para continuar sus estudios. Huía agradecido á sus bondades, ahíto de tanto amor, para ocultarse en el extranjero y ser un grande hombre, no pensando más en mujeres. Así decía en los breves renglones que la había enviado al desaparecer. ?Mentira, todo mentira! Ella adivinaba otras cosas. El miserable se había escapado con una cocotte, tras la cual se le
testo! Es rabia, indignación, deseos de coger á ese mequetrefe... ansias de ahog
ro, del hermano; ir á Madrid para ver á Renovales y contárselo todo, ?todo!, impulsada por su nece
del maestro: y con la misma precipitación que si se viera abandonada en medi
lvía á ir á él, con los brazos abiertos, colgándose de su cuello, gimi
ano, usted es mi vida! ?No me abandona
jer que siempre le había repelido, y ahora de pronto se pegaba á él, no pudiendo sost
cierta frialdad. Sentíase molestado por esta
e lo que hacía, empujada por la inconsciencia de su estado anormal; pero él se echaba atrás, con repentino miedo, indeciso y cobarde a
, ansiosa de sentir la prote
sted no me abandonará
ro en la penumbra. Apenas se veían: la habitación estaba en misterioso crepúsculo, con todos los objetos sumidos
huyendo del maestro, refugiándose en las sombr
desgracias! Amigos... ?ami
e sin fuerzas. El pintor, perdido en la sombra, sintió la bestial satisfacción del guerrero primitivo, que tras
os reverberos de la calle entraba por las
nda, olorosa y susurrante, que le había envuelto, no recordaba cuánto tiempo.
untad: presentía grandes desgracias. Su miedo turbaba el placentero abando
a se elevó sobre el fondo luminoso de una ventana. Llam
igroso, y no podía terminar de otro modo. Ahora comprendo
eta única sobre el fondo luminoso de la ventana, con un estrujón
ente del artista... Le contempló con arrobamiento. Después le besó dulc
a... Te buscaría de rodillas... Tú no sabes cómo voy á quererte... No te me escaparás: