La maja desnuda
da, su sensibilidad, siempre exquisita para las impresio
haciendo temblar las paredes de la casa y el piso del alto cuartucho donde Mariano jugueteaba, tendido en el suelo, junto á los pies de una mujer pálida, e
de negro, iba de un lado á otro revolviendo hierros, manejando limas, dando órdenes á sus ayudantes con fuertes gritos, para que pudiesen oirle en el estrépito del martilleo. Dos mocetones despechugados braceaban jadeantes sobre el yunque, y el h
cando su cabeza tierna de pelos finos
punto de que, con la inconsciencia de la ni?ez, intentaba algunas veces apod
as por lindes y ribazos de piedra; en el fondo, el valle, con grupos de álamos orlando el tortuoso cristal de un río, y enfrente las monta?as cubiertas hasta sus cimas de obscuros pinares. La fragua estaba
la corriente de aire á los encendidos carbones. El buen cíclope mostrábase satisfecho del vigor de su hijo, robusto y fuerte como todos los de su familia, con unos pu?os que imponían respeto á los chicuelos del lugar. Era de su sangre. De la pobre madre, débil y enferma, sólo tenía
. Llevaba siempre los bolsillos llenos de carbones y no veía una pared ó una piedra de cierta blancura, sin que al momento dejase de trazar en ella una copia de los objetos que herían sus ojos por alguna particularidad saliente. Los muros exteriores de la herrería estaban ennegrecidos por los dibujos de Marianillo. Trotaban á lo largo de las paredes, c
yuge, al descubrir un nuevo dibujo.-Ven á ver lo
as paredes de las casas, con gran desesperación de las vecinas. En la taberna de la plaza Mayor había trazado las cabezas de los más asiduos parroquianos, y el tabernero las ense?aba con orgullo, no permitiendo que tocasen á la pared por miedo á que desaparecieran.
afirmativamente cuando los notables del pueblo le hablaban de hacer algo por el chico. Ciertamente, él no sabía qué hacer, pero tenían razón; su Marianillo no estaba destinado á golpear el hierro lo mismo que su padre. Podía ser un personaje tan
hacían temblar de emoción las piernas de los devotos. Además, los ojos de la imagen tenían la milagrosa particularidad de mirar de frente á los que la contemplaban, siguiéndoles aunque cambiasen de lugar. Un verdadero prodigio. Parecía imposible que esta obra sobrenatural la hubiese hecho aquel buen se?or, que durante el verano subía todas las ma?anas á oir su misa en
y era lástima no guiarle por buen camino. Después fueron las visitas del herrero y su hijo, temblorosos los dos al verse en el granero de la quinta, que el gran pintor había convertido en estudio; al contemplar
ba á malograrse su buena fortuna. La herrería daba para vivir. Todo consistía en trabajar unos a?os más, en sostenerse, hasta el fin de su existencia, j
miza, como si el viaje á la capital de la
jo. Ya no
expresión, casi borrado ahora de su memoria, como una mancha blanquecina, en la cual
jalbegadas. El arte se reveló por primera vez á sus ojos en las tardes silenciosas pasadas en un antiguo convento, donde estaba el muse
algunos conventos, dando recados de don Rafael, al través de las tupidas rejas, á ciertas sombras blancas y negras que, atraídas por su juventud rolliza de muchacho del campo y enteradas de que pretendía ser pintor, le abrumaban con las preguntas de una curi
istiano; el Se?or te protegerá, y tal vez llegues á pi
ir á las clases de la Escuela de Bellas Artes, se indignaba contra sus compa?eros, chiquilliría irrespetuosa, educada en la calle, hijos de menestrales, que a
en un lienzo viejo, un San Juan infante que había terminado para una comunidad!... Mientras el muchacho, con el rostro contraído por enérgica mueca, se
iempre imágenes bonitas; reproducir las cosas como debían ser y no como eran, y sobre todo, mirar á lo alto, al cielo, pues allí está la verdadera vida, no en esta tierra, valle de lágrimas. Mariano debía modificar sus instintos
ejar la celeste belleza en los rostros de sus madonas. Y el pobre Mariano esforzábase por ser idea
ricas que le encargaban imágenes. Cuando pensaba comenzar alguna de sus Purísimas, que lentamente invadían las iglesias y conventos de la provincia, levantábase temprano y volvía al estudi
por innumerables partos, agotada por la fidelidad y la virtud abrumadoras del maestro, no era ya más que la compa?era que le daba la respuesta al rezar por la noche rosarios y trisagios. Tenía varias hijas que pesaban sobre su conciencia como un bochornoso recuerdo de ver
ma, que era siempre la misma, como si la pintase con
a á los se?ores que no
guardia civil por borracho y cruel, al verse sin ocupación, no se sabe por qué extra?a iniciativa, se dedicó á modelo de pintor. El devoto artista, que le tenía cierto miedo, acosado por sus continuas peticiones, le había alcanzad
Al que le toque á usted, le cort
orizábase y agitaba las manos protestando de la franqueza de aquel bru
abe su obligación, sacaba del fondo de un arca una túnica de lana blanca y un gui?apo azul
. Eran misterios del arte; sorpresas que sólo estaban reservadas á los qu
ez?-preguntaba imp
ba el bigote. El maestro sólo necesitaba el modelo para los pa?os de la imagen, para estudiar el plegado del celeste vestido, el cual no debía revelar el más leve indício de humanas redondeces.
debajo de ésta las puntas romas de sus botas de ordenanza, irguiendo su cabeza grotesca y chata, rematada por una pelambrera hirsuta,
a se enardecía con estos recuerdos. Se separaban sus manazas con un temblor de voluptuosidad homicida; se descomponían los rebuscados pliegues: sus ojos veteados de sangre ya no miraban á lo alto, y hablaba con voz bronca de tremendas palizas, de hombres agarrados por su parte más sensible que caían al suelo enroscándose de dolor,
guez!-exclamaba hor
rden, do
iraba, haciendo asomar por debajo de la túnica los pantalones con franja roja, y perdía su mirada en lo alto,
ués de reproducir la vestidura blanca y azul, deteníase vacilante en la cabeza, llamando en vano el auxilio d
beza pálida velada por la luz de su nimbo, un rostro bonito é inexpresivo d
a más asombrosa del arte. ?Cuándo llegaría é
logiando sus dibujos. Algunos profesores, enemigos del maestro, lamentaban que tan buenas disposiciones pudieran perderse al lado de aquel ?pintasantos?. Don Ra
es comenzaba á reconocer ci
cían.-Carece de unción, no tiene idealismo, no pintar
del Se?or, había ido creándose con el pincel una fortunita. á fuerza de idealismo tenía su quinta allá en el pueblo y un sinnúmero de campos, cuyos arrendatarios venían á visitarle en el estudio, entablando ante las poéticas imágenes interminables discusiones sobre el pago y cuantía de los arrendatari
un imbécil; no sé invent
los rincones de su casa bocetos que reproducían vergonzosas desnudeces con toda su realidad. Además, producíanle cierto malestar los adelantos del discípulo; veía en su pintura un vigor que él no había tenido nun
á su discípulo
ierdes el tiempo. Nada te puedo ense?ar. Tu sitio está en otra part
bía hecho, apreció esta cantidad como una fortuna. Parecíale imposible que hubiera quien diese dinero á cambio de colorines. U
dinero pronto, que el padre está
opiando todas las cabezas de los cuadros de Velázquez. Creyó que hasta entonces había vivido ciego. Además, trabajaba en un estudio abuhardillado con otros compa?eros, y
misteriosos ingredientes, en una taberna cercana al teatro Real: las discusiones en un rincón de un café, bajo las miradas hostiles de los
abrirse ante él nuevos horizontes, y su galope levantaba un estruendo de escándalo que equivalía á prematura celebridad. Los viejos decían de él que era el único muchacho ?que se traía algo?; sus compa?eros afirmaban que era un ?pintorazo?, y en s
a revolución. La juventud, que sólo juraba por él y le tenía por glorioso capitá
tos en los periódicos, se publicó su retrato en las revistas ilustradas, y hasta el viejo herrero hizo
sus próximas obras con la esperanza de una caída; los antiguos, que vivían lejos de la patria, le examinaron con malévola curiosidad. ??Conque aquel moce
por sus cuadros. él había ido allí, no á pintar, sino á estudiar: para esto le mantenía el Estado. Y pasó más de medio a?o dibujando, siempre dibuja
tura establecían allí su negocio, atraídos por la gran aglomeración de artistas. Todos, viejos y principiantes, ilustres y desconocidos, sentían la tentación del dinero, se dejaban envolver en las dulzuras de la vida cómo
eterna aldeana, morena, de negros ojos y grandes aros en las orejas, con falda verde, corpi?o negro y la toca blanca arrollada sobre el pelo con grandes agujas: el viejo de siempre, con abarcas, pellico de lanas y un sombrero apuntado, con espiral de cintas, sobre su nevada cabeza de Padre Eterno. Los artistas apreciaban entre ellos sus méritos por los miles
que le hacía negarse á todo encargo de los mercaderes de pintura, buscó el trato de los artistas de o
presentaba en los estudios de la vía Babuino ó en las chocolaterías y cafés del Corso
n semiparalítico, podía ser un gran poeta, un célebre músico; pero para ser Miguel ángel ó el Ticiano se necesitaba, no sólo un alma privilegiada, sino un cuerpo vigoroso. Leonardo de Vinci partía una herradura entre sus manos; los escultores del Renacimiento labraban inmensos bloques de mármol á im
encuentro al azar, sin amor, sin atracción, con la interna reserva de dos seres que no se conocen y se examinan recelosos. Lo que él deseaba era estudiar, y las mujeres sólo sirven de estorbo en las grandes empresas. El sobrante de su energía consumíalo en ejercicios atléticos. Después de una de sus haza?as de forzudo, que entusiasmaban á los compa?eros, mostrábase fresco, sereno, insensible, como si saliera de un ba?o. Hacía esgrima con los pintores franceses de la Villa Médicis; aprendía á boxear con ingleses y americanos; organizaba con los artistas alemanes ciertas excursiones á un bosque cercano á Roma, de l
vera marchaban los artistas en procesión, al través de la ciudad, hasta el barrio de los judíos, para comer las primeras alcachofas, el plato popular de Roma, en cuya preparación era famosa una vieja israelita. Renovales iba al frente de la carciofolatta, llevando el estandarte, iniciando los cánticos alternados
xposición que iba á verificarse en Madrid y quería llevar á ella un cuadro que justificase su pensión. Tenía cerrada para todos la puerta de su estudio; no admitía coment
esto de la Exposición. Y como en aquellos días el gobierno se mantenía firme, y las Cortes estaban cerradas, y no había cogida de importancia en ninguna plaza de toros, los diarios, á falta de más viva actualidad, lanzáronse en ruda competencia á reproducir el cuadro, á hablar
Renovales había visto mundo y volvía á las buenas tradiciones, siendo un pintor como los demás. Su cuadro tenia trozos que parecían de Velázquez, fragmentos dignos de Goya, rincones que
?Por qué no había de conocer el gran mundo? él iba adonde fuese otro hombre. Y se hizo el primer frac, y tras los banquetes de la duquesa, donde provocaba alegres carcajadas su modo de discutir con los académicos, visitó otros salones y fué durante algunas semanas objeto de la atención de este mundo, un tanto escandalizado por sus salidas de tono, pero satisf
pintura que la de mujeres que deseaban aparecer bonitas y discutían con el artista gravemente el
ndas incesantemente reformadas para seguir el curso de las modas. Los guantes, las flores, los lazos, tenían cierta tristeza en su frescura, como si delatasen las economías, los esfuerzos caseros que había exigido su adquisición. Se tuteaba con todas las jóvenes que hacían en los salones una entrada triunfal, levantando elogios y envidias con sus nuevas toilettes; la mamá, una se?ora majestuosa, de abultada nariz y lentes de oro, trataba con llaneza á las damas más linajudas; pero á pesar de esta intimidad, notábase en torno de la madre y la hija el vacío de un afecto algo desde?oso, en el que entraba por mucho la conmiseració
imiento, no con dinero (eso nunca), sino prestándola el sobrante de su luj
hay que olvidar á las de Torrealta, ?pobrecitas!...? Y al día siguiente los cronistas de salones inscribían en la lista de los asistentes á la fiesta á ?la bella se?orita de Torrealta y su distinguida madre, la viuda del ilustre diplomático de imperecedero recuerdo?, y do?a Emilia, olvidando su situación, creyéndose en los mejores tiempos, entraba en todas partes
recuerdos del pasado. La madre se irritaba por su timidez. Debía bailar mucho, ser vivaracha y atrevida como las otras; decir chistes, aunque fuesen crudos, para que los hombres los repitiesen haciéndola una fama de ingeniosa. Parecía imposible que con su educación fuese tan insignificante. ?La hija de un grande hombre que apenas entraba en los primeros salones d
es. Si alguno se acercaba á ella atraído por su pálida belleza, era para deslizarla en el oído vergonzosas sugestiones; para proponerle, mientras bailaban, noviazgos sin compromiso, relaciones ínt
racioso y frágil: la haría a?icos entre sus manos de luchador, como si fuese una mu?eca de cera. Buscábala Mariano en los salones que solían frecuentar la madre y la hija, y pasaba todo el tiempo sentado junto á ésta, sintiéndose invadido por una fraternal confianza, un deseo de comunicárselo todo, su pasado, sus trabajos presentes, sus esp
les ciertas ma?anas por la calle de Josefina, mirando los altos balcones con la esperanza de ver tras los cristales su fina silueta. Una noche, en casa de la duquesa, al verse solos en un corredor, Renovales la cogió una mano y se la llevó á la boca con tanto temor, que apenas tocaron sus labios
es usted,
á ella, la humilde, la olvidada. Todos los tesoros de cari?o que habían ido amontonándose en el aislamiento de su vida de humillación desbordábanse. ?Ay, cómo s
os que llevaba paseando su hija de salón en salón sin que nadie se aproximase á ella. ?Buenos estaban los hombres! Pensó también en que un pintor célebre era un personaje; recordó los artículos que habían dedicado á Renovales por su último cuadro, y sobre todo, lo m
es parecería si se casaba con un guardia de consumos. Otros la insultaban involuntariamente al dar su aprobación. ??Renovales? Un artista de gran porvenir. ?Qué más podéis desear! Debes agradecer que se haya fijado en tu hija.? Pero el consejo q
odernos. Yo soy conservador, pero liberal, muy liberal y muy moderno. Protegeré á esos chicos: me gusta la boda. ?El arte uniendo su p
r senatorial y con las promesas de su protección, el ánimo de la altiva viuda. Ella fué la que habló á Reno
Marianito, y
tía halagado su orgullo por esta unión. Su novia era pobre, no llevaba al matrimonio más que unos cuantos trapos, pero pertenecía á una familia de próceres, ministros unos, generales otros, linajudos todos. Podían pesarse por toneladas las coronas y escudos de aquellos parientes innumerables, que no hacían gran caso de Josefina y su madre, pero iban á ser
penas se efectuase su casamiento, deseaba partir con Josefina para Roma. Tenia hechos allá todos los preparativos para la nueva vida, invirtiendo en ellos los mil
aba en Madrid con uno de sus hijos que pasaba á prestar servicio en el ministerio de Estado. á los novios les estorba todo, hasta la madre. Y do?a Emilia se limpiaba u
sa familia: todos temieron los requerimientos pegajosos de la ilustr
mirando azorado á aquellas gentes que le contemplaban sonriendo, como un tipo original. Cabizbajo y
eme usted hija.
viéndola mirar á su hijo con amorosa expresión, no osaba permitirse el tuteo y hacía
en su sencillez no podía admitir que aquella se?ora no fuese marquesa cuando menos. La viuda, un tanto desarmada por el homenaje d
irar con azoramiento desde la puerta todo aquel se?orío que
rme, rediez! ?Y
os criados, como si la felicidad, después de una vida de
te por primera vez á su nuera, mojándola de lágrimas, y regresó al pueblo, re
n Pisa y Florencia, con ser dulces y guardar el recuerdo de las primeras intimidades, les parecieron de una insoportable vulgaridad al verse en su c
stentaciones para la calle, admiró la coquetona gracia, la elegante peque?ez de aquella habitación de la vía Margutta. El amigo de Mariano encargado del arreglo de la
do sus muebles venecianos suntuosos, con maravillosas incrustaciones de ná
ecíase con la voluptuosidad del descanso, estirando sus miembros antes de ocultarlos bajo las finas sábanas, mostrándose con el abandono
n deseo que dudaba en formular. Quería verla, admirarla: aún no la conocía, después de aq
eo de pintor, una exigencia de artista
ubor, un tanto indignada por esta exigencia,
ianito. Acuéstate;
s escrúpulos de burguesa; el arte se reía de tales pudores; la belleza humana era p
r tanto; pero verla sí, verla y admirarla,
s. Ella reía: ?Loco extravagante; que me haces cosquillas... que me haces da?o.? Pero poco á poco, vencida por la tenacidad, satisfecho su orgullo femenil de esta
si quisiera huir de la vergüenza de su desnudez. Sobre la nítida sábana destacábanse,
ero el cuerpo!... ?Si él, venciendo sus
ón, la mujercita dobló los brazos, colocándolos bajo su cabeza, y arq
de admiración, con toda la vehemencia de su entusiasmo
iosa, y tú eres una mujer. Pareces... ?qué es lo que pareces?... Sí; te veo igual. Eres la