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La Catedral

La Catedral

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Chapter 1 1

Word Count: 9668    |    Released on: 30/11/2017

apenas, lograba deslizarse entre los aleros de los tejados, se esparcía con mayor libertad en la plazuela del Ayuntamiento, sacando de la penumbra la vu

res todos sus costados, con el orgullo de su belleza, y las comparaba con la de Toledo, la iglesia-madre espa?ola, ahogada por el oleaje de apretados edificios que la rodean y parecen caer sobre sus flancos, adhiriéndose a ellos, sin dejarla mostrar sus galas exteriores más que en el reducido espacio de las callejuelas que la oprimen. Gabriel, que conocía su hermosura interior, pensaba

ibre, mostraba a la luz del alba los tres arcos ojivales de su fachada principal y la torre de las campanas, de enorme robustez y salientes aris

ivían los suyos y había transcurrido lo mejor de su vida. ?Cuántos a?o

cesidad de ver la catedral; y pasó más de una hora en torno de ella, oyendo el ladrido del perro que guardaba el templo y rugía alarmado al percibir ruido de pasos en las callejuelas inmediatas, muertas y silenci

icios a los bancos de piedra de la plaza y sus tristes arbolillos. Una verja rematada por jarrones del siglo XVIII se extendía ante la portada, cerrando un atrio

, flaco, estirado, con el aire enfermizo y mísero que los imagineros medioevales daban a sus figuras para expresar la divina sublimidad. En el tímpano, un relieve representaba a la Virgen rodeada de ángeles, vistiendo una casulla a San Ildefonso, piadosa leyenda repetida en varios puntos de la catedral, como si fuese el mejor de los blasones. A un lad

rrumpiese el curso de una sinfonía. Jesús y los doce apóstoles, todos de tama?o natural, estaban sentados a la mesa, cada uno en su hornacina, encima de la portada del centro, limitados por dos contrafuertes como torres qu

a fachada antigua. Pero cuando los arzobispos de Toledo tenían once millones de renta y otros tantos el cabildo, y no se sab

nave central, coronado todo por una barandilla de calada piedra que seguía las sinuosidades d

de un cojo, y más allá de la torre, bajo el gran arco que pone en comunicación el palacio del arzobispo con la catedral, reuníanse los mendigos para tomar sitio en la puerta del claustro. Devotas y pordioseros se conocían. Eran tod

agitando un gran manojo de llaves, y rodeado de la clientela madrugadora comenzó a abrir la puerta del claustro bajo, estrecha y ojival como una saetera. Gabriel le conocía: era Mariano el campanero;

lones del claustro, pues la catedral, edificada en un

a gente infiel de gran turbante y enormes bigotes que golpea al santo. En la parte interior de la puerta del Mollete, el horrendo martirio del ni?o de La Guardia, la leyenda nacida a la vez en vario

ro Gabriel aún vio la horrible cara del judío puesto al pie de la cruz y el gesto feroz del otro que, con el cuchillo en la boca,

. Gabriel miró largo rato el jardín, que está más alto que el claustro. Su cara se hallaba al nivel de aquella tierra que en otros tiempos había trabajado su padre. Por fin volvía a ver aquel rincón de verdura; el patio convertido en vergel por los canónigos

tenderle la mano. No sabían si aquel desconocido madrugador, con capa raída, sombrero ajado y bo

aprichosos y alegres de juguete. A continuación venía el respaldo del hueco de la escalera por la que los arzobispos descienden desde su palacio a la iglesia, un muro de junquillos góticos y grandes escudos, y casi a ras del suelo, la famosa ?piedra de luz?, delgada lámina de márm

de dar la vuelta al templo, abriendo todas sus puertas. Salió un perrazo estirando el cuello, como si fuese a: ladrar de hambre; des

riano!-dijo uno de ello

os dé Dios...

terior, se retiraban a sus casas a dormir. El perro emprendía el camino del Seminario para devorar las

n bosque de piedra, reinaba la obscuridad, rasgada a trechos por las manchas rojas y vacilantes de las lámparas que ardían en las capillas haciendo temblar las sombras. Los murciélagos revoloteaban en las encrucijadas de las columnas, queriendo prolongar algunos instantes su posesión del templo, hasta que se filtrase por las vidrieras el primer rayo de sol. Pasaban volando sobre las cabezas de las devotas que, arrodilladas ante los altares, rezaban a gritos, satisfechas de estar en la catedral a aquella h

or la parte de la sacristía, produciendo el ruido de una enorme sierra. La iglesia vibraba con los golpes de algunos monaguillos que sacudí

enormes pilastras que formaban un bosque de piedra, reinaba la obscuridad, rasgada a trechos por las manchas rojas y vacilantes de las lámparas que ardían en las capillas haciendo temblar las sombras. Los murciélagos revoloteaban en las encrucijadas de las columnas, queriendo prolongar algunos instantes su posesión del templo, hasta que se filtrase por las vidrieras el primer rayo de sol. Pasaban volando sobre las cabezas de las devotas que, arrodilladas ante los altares, rezaban a gritos, satisfechas de estar en la cate

or la parte de la sacristía, produciendo el ruido de una enorme sierra. La iglesia vibraba con los golpes de algunos monaguillos que sacudí

se conmovieran todos los sepulcros de reyes, a

atravesado por las alcantarillas de desagüe, el rezumar de ocultos y subterráneos estanques, que manchaba e

os templos. Se marcaban con toda su elegante y atrevida esbeltez las ochenta y ocho pilastras robustos haces de columnas que suben audazmente cortando el espacio, blancos como si fuesen de nieve

asta los huesos. Anduvo por las naves, llamando la atención de las devotas, que interrumpían sus rezos al verle. Un forastero a aquellas horas, que eran las de los familiares de la iglesia, excitaba su curiosidad. El ca

s de ceremonia. Seis a?os iban transcurridos desde que Gabriel le vio por última vez, y no había olvidado su corpachón mantecoso, la cara granujienta, de frente angosta y rugosa, orlada de pelos hirsutos, y el cuello taurino, que apenas si

or la iglesia, fijó en él los ojos insolentes, haciendo un esfuerzo por levantar sus cejas abultadas. ?Dónde había visto a aquel pájaro raro? Gabriel notó

ntre ellos los curas, embozados en el manteo, entrando apresuradamente en la catedral por la puerta de la Presentación. Los mendigos les saludaban por sus nombres, sin tenderles la mano. Los conocían, eran de la casa, y entre am

ia del famoso templo, recordaba el origen del nombre de la puerta. Primitivamente se llamó de la Justicia, porque en ella daba audiencias el vicario general del Arzobispado. Luego la llamaron del Mollete, porque todos los días, después de la misa mayor, el preste, con acólitos y pertigueros,

. Eran gentes acostumbradas a verse todos los días, siempre las mismas, a idéntica hora, y se

stro, cuando algunas palabras de l

el Vara de

días, se?

de negro y rasurado como un

Luna interponiéndose entre él

dral sin que la más leve rebeldía de pensamiento llegase a turbar su inmovilidad beatífica. Dudó largo rato, como si no pudiese creer en la remot

?hermano mío!

ecía haber tomado la inmovilidad de las pilastras

se las manos, se ale

en dónde has estado...? ?Qué

con incesantes preguntas, sin dar ti

su permanencia ante la iglesia desde antes de a

l miedo, me grita que ande, y vuelvo a emprender la marcha. Soy un hombre temible, así como me ves, Esteban: enfermo, con el cuerpo arruinado antes de la vejez y la certeza de morir muy pronto. Ayer mismo, en Madrid, me dijeron que iría de nuevo a la cárcel si prolongaba allí mi estancia, y por la tarde tomé el tren. ?Dónde ir? El mundo es grande; mas

eslizase por tortuosas cavernas. Se expresaba con vehemencia, moviendo instintivamente los brazos,

cabeza, por lo mismo que eres el más listo de entre nosotros. ?Maldito talento que a tales miserias conduce...! ?Lo que yo he sufrido, hermano, enterándome de tus cosas! ?Cuántas amarguras desde la última vez que pasaste por aquí! Te creía contento y feliz en la imprenta de Barcelona, corrigiendo libros, con aquel sueldazo que era una fortuna comparado con lo que aquí ganamos. Algo me escamaba leer tu nombre con

on voz triste-. Yo soy un teórico: abomin

s asombrabas a todos con tu bondad; tú que ibas para santo, como decía nuestra pobre m

do por él recuerdo de los atentados

o. Y aún sufría más por mi empe?o de que aquí no se conociese tu situación. ?Un Luna, el hijo del se?or Esteban, el antiguo jardinero de la Primada, con el que conversaban los canónigos y hasta los arzobispos... mezclado entre la gentuza infernal que quiere destruir el mundo...! Por esto, cuando Eusebio el Azul y otros chismosillos de la casa me preguntaban si podrías ser tú el Luna de que hablaban los periódicos, yo decía que mi hermano estaba en América y que me escribías de tarde en tarde, por andar ocupado en grandes negocios. ?

ra, como admirando la si

os habían metido en un barco, con orden de no volver más a Espa?a, y... hasta la hora presente. Ni una carta, ni una noticia bu

n sus ojos el agradecim

ginas de aquella aventura sombría. Mejor hubiese sido morir. La aureola del mart

ido parar en ningún sitio donde se reúnen hombres. Me acosan como perros; quieren que viva fuera de las ciudades; me acorralan, empujándome hacia el monte, hacia el desierto, donde no existen seres humanos. Parece que soy un hombre temible, más temible que los desesperados que arrojan bombas, porque hablo, porque llevo en mí una fuerza irresistible que me hace propagar la Verdad apenas me veo en presencia de dos desgraciados.... Pero esto se acabó. Puedes tranquilizarte, hermano. Soy hombre muerto; mi misión tocó a su fin; pero detrás de mí vendrán otros y otros. El surco está abierto y la simiente en sus entra?as. ?Germinal! Así gritó un amigo mío de destierro cuando en Espa?a vio el último rayo de sol

da contestación, empujó

te. ?Te acuerdas cuando de ni?o nos leías su historia en las veladas...? Anda adelante, fantasioso. ?Qué te importa a ti que el mundo esté mejor o peor arreglado? Así lo encontra

palabra. Atravesaron la calle, entrando en la escalera de la torre. Los pelda?os eran de ladrillos rojos y gastados, y las paredes, pintadas de blanco, estaban

mente, jadeando y dete

muy malo. Este fuelle ha

tido de su olvido, se

er? Supongo que

de la catedral y sus ojos pusiérons

con laconi

inmovilizado por la sorpresa. Después de un corto sil

parecía una reina, con su mo?o rubio y aquella carita sonrosada, de vello dorad

gesto más sombrío y miró

ién-dijo co

a muerto?-preguntó;

... Hermano, por lo que más quiera

o de nuevo la ascensión. En la vida de su hermano había ocurrido algo grave durante su ausenci

que sostenían la techumbre de a?ejas vigas. Era una obra provisional, de tres siglos antes, que había quedado para siempre en tal estado. A lo largo de las paredes enjalbegadas abríanse sin simetría las puertas y ventanas de las habitaciones que venían ocupando los servidores de la catedral, transmitiéndose oficio y vivienda de padres a hijos. El claustro, con sus pó

corazón de Toledo, sin bajar a sus calles, adherida por tradicional instinto a aquella monta?a de piedra blanca y calada, cuyos arcos la servían de refugio. Vivía saturada del olor del incienso y respirab

sol. Mujeres que le recordaban a su madre sacudían sobre el jardín las mantas de las camas o barrían los rojos ladrillos inmediatos a sus viviendas. El compa?ero vio aún borrosos en la pared dos monigotes que había pintado con c

desde las últimas palabras, quiso d

no soy más que un triste Vara de palo.... Desde que ocurrió la ?desgracia? tengo una vieja que arregla la casa, y además vive conmigo don Luis, el maestro de capi

ería de caoba, brillante por el continuo frote, ofrecía cierto aspecto de juventud, que contrastaba con sus curvas de principios de siglo y sus asientos próximos a desfondarse. Por una puerta entreabierta se veía la cocina, en la que había entrado su hermano para dar órdenes a una mujer vieja de aspecto tímido. En un rincón de la sala estaba enfundada una máquina de coser. Luna había visto trabajando en ella a su sobrina la última vez que pasó por l

ó a reunirse

Pide, hombre, pide por esa boca. Aunque pobre, he de poder poco s

onrió tri

tómago acabó. Le basta con un poco

leche, y cuando iba a sentarse al lado de su hermano, se abrió la pue

días, tío

ojos eran de malicia, y peinaba lustro

, pasa-dijo e

rigiéndose a

tro con su madre, que lava la ropa de coro de los se?ores canónigos y riza unas sobrepellices que da gozo verlas.... Tomás, muchacho, salud

a triste y enferma de aquel pariente, del que había oído

o de patitas en la calle si no fuese por consideración a la memoria de su padre y de su abuelo y al apellido que lleva, pues todos saben que los Luna son antiguos en la catedral com

le hiciesen cierta gracia las faltas del sobrino. éste acogía la reprimenda con muecas que

detalles, y todo anda abajo que da lástima. ?Qué abandono, Gabriel! ?Si lo vieras! Esto parece una oficina como esas de Madrid adonde va la gente a cobrar y echa a correr en seguida. La catedral es hermosa como siempre, pero no se encuentra por parte alguna la majestad del culto del Se?or. Lo mismo dice el maestro de capilla, indignándose al ver que en las grandes fiestas só

un gesto escandalizándose de s

melo todo, y yo, pensando que su padre había muerto y me correspondía hacer sus veces, aguardé al se?or cuando volvía de la plaza echándolas de guapo, y lo arreé desde la escalera de la torre hasta su habitación con la misma vara de palo que me sirve en la catedral. él te dirá si tengo la mano dura cuando me enfado.... ?Virge

rada al Tato, pero éste sonreía, sin impres

inglesas le preguntan si ha sido toreador, y él ?para qué necesita más...! Al ver que le dan por el gusto, suelta el saco de las mentiras (porque a embustero nadie le echa la pata encima) y cuenta las grandes corridas que lleva dadas en Toledo y fuera de él, los toros que ha muerto... y esos bobalicones de Inglaterra toman nota en sus álbumes, y hasta alguna rubia patuda dibuja de un trazo la cabeza de este trapalón. A él lo que le interesa es que le crean las mentiras y al final le larguen la peseta; le importa poco que esos herejes se vayan a su tierra propalando que en la catedral de Toledo, en la Iglesia Primada de las Espa?as,

de caracol que, perforando el muro, comun

-. Va a decir su misa en la capil

bada y saliente, parecía aplastar con su peso las facciones morenas e irregulares, alteradas por la huella de las viruelas. Era feo, y sin embargo, la expresión de sus ojos azules, el brillo de la dentadura sana, blanc

ien tanto me ha hablado usted?-dijo al

dos eran de aspecto enfermizo: el desequilib

el Seminario-dijo el maestro de c

recuerdo de aqu

por el mundo, habrá

mí la más grata de las artes. Enti

Ya me contará usted cosas. ?Cuánto le

pa de grasa en las alas, mísero y viejo como la sotana y los zapatos. A pesar de esta pobreza, el maestro de capilla tenía cierta elegancia. Su cabello, demasiado crecido para la costumbre eclesiástica, se ensortijaba en la cúspide del cráneo. La manera arrogante con qu

enos lejanos, algunas campanadas g

l Tato-. Ya debíamos estar en

gracia que seas tú quien

irigiéndose al

riel. Ahora, a la obligación. Hay que sacar para los postres, como usted

como si le arrastrasen a un trabajo penoso y antipático. Tarareaba distraídamente al dar la mano a Gabriel, y éste creyó reco

fuerzos por dominar los estremecimientos de su estómago enfermo, que pugnaba por expeler el líquido. Su cuerpo, fatigado por la mala noche y el cansancio de la espera, acabó por asimilarse el alimento, sumiéndose en una dulce languidez

ilidad contraído en los obscuros calabozos, cuando esperaba a todas horas ver abrirse la puerta para ser apaleado como un perro o conducido al cuadro de ejecución ante la doble fila de fusiles; y a más de esto, la costumbre de vivir vigilado en todos los paí

aquel silencio de la catedral que le envolvía en una dulce caricia; la calma augusta del templo, inmenso monte

sto de codos en la baran

rcótico. Los siete siglos adheridos a aquellas piedras parecían envolverle como otros tantos velos que le aislaban del resto del mundo. En una habitación de las Claverías sonaba un martillo con repiqueteo incesante. Era el de un zapatero que Gabriel había visto, al través de los vidrios de una ventana, encorvado ante su mesilla. En el pedazo de cielo encuadrado por los tejados volaban algunos palomos, moviendo sus blancas alas como

y el resto quedaba en una claridad verdosa, de penumbra conventual. La torre de las campanas ocultaba un pedazo de cielo, ostentando sobre sus flancos rojizos, ornados de junquillos góticos y contrafuertes salientes, las fajas de mármol negro con cabezas d

olemne, retumbaron en toda la catedral. Tembló la monta?a de piedra, transmitié

nos del bronce. Volvía a oírse el susurro de los palomos, y abajo, en el jardín, piab

los, formada por poderes políticos que murieron y por una fe agonizante, sería su último refugio. En plena época de descreimiento, la iglesia le serviría de lugar de asilo, como a los grandes criminales de la Edad Media, que desde lo alto del claustro se burlaban de la justicia, detenida en la puerta como los mendigos. Allí dejaría que se consumara en el silencio y la calma la lenta ruina de su cuerpo. All

a ahogarse: ésta era su esperanza, y acababa de realizarla. La iglesia le

Por fin...-

abandonaba como en un lugar remoto, situado en otro planeta, al

, el chillón sonido de las cornetas, y después un sordo redoble de tambores. Entonces se acordó del Alcázar de Toledo, que parec

ista el mundo, y cuando se creía lejos, muy lejos de él, sen

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