La Catedral
alusión al prelado reinante. Era costumbre tradicional en las C
us defectos. A prelado muerto no había que temerle. Además, era un halago indirecto al arzobispo vivo y sus favoritos hablar mal del difunto. Pero si en la conversación surg
ral de los egipcios. En la Primada no se decía verdad sobre los prelados, ni
entre versículo y antífona como perros rabiosos próximos a morderse, o a hablar con asombro de cierta polémica que el Doctoral y el Obrero sostenían en
ido para pastores de hombres. Por las tardes se reunían en las habitaciones del campanero, saliendo, cuando el tiempo era bueno, a la galería de la portada del Perdón. Por las ma?anas, la tertulia
atedral. El hedor del engrudo y de la suela húmeda infestaba su casa con el ambiente agrio de la miseria. Una fecundidad desesperante agravaba esta pobreza. La mujer, flácida, triste y con grandes ojos amarillentos, presentaba todos los a?os un chiquitín agarrado a sus ubres desmayadas. Por el claustro se
a del trabajo profano atraía a todos los desocupados a la habitación mísera y maloliente. Mariano, el Tato y un pertiguero que también vivía en el claustro eran los que con
ntre el personal menudo de la Primada. El objeto de la tertulia era oír a Gabriel. El revolucionario quería callar y escuchaba distraídamente las murmuraciones sobre la vida del culto; pero sus amigos deseaban saber cosas de
udades eran más hermosas que Madrid. ?Y mire usted que Madrid...! Hasta la zapatera, de pie en un rincón, olvidando la enfermiza prole, escuchaba a Luna con asombro, animá
lendores de la civilización moderna les conmovían más sinceramente que las bellezas del cielo descritas en los sermones. En el ambiente agrio y polvoriento de la casucha, veían desarrollars
a solo el zapaterillo, Gabriel, cansado de la monot
mo un alguacil antiguo, estaba de centinela en el crucero, para
e la catedral. La luz de la tarde, filtrándose por los ventanales, extendía sobre el pavimento grandes manchas tornasoladas. Los sacerdotes, al pisar esta alfombra de luz, aparecían verdes o rojos, según el color de las vidrieras. En el coro cantaban los canónigos para ellos mismos en la triste soledad del templo. S
perrero, abandonando su conversación con los monaguillos o con el mozo de recados de
ue iba por el templo, como si el haber nacido en él le privase de todo somet
, va usted a ver c
, pero el Tato le cortaba el paso, lo acosaba nave adentro fingiendo perseguirlo, lo lidiaba de capilla en capilla, hasta que, acorralándolo, podía largarle unas cuantas patadas. Lo
ted que cree conocer bien la catedral, ?a qu
con un ademán obsceno para indicar que er
e se me escape. Venga usted, tío, y se divertirá un rato. Usted, como todos los que
frente de la puerta del Perdón. Bajo el medallón grandioso que sirve de respaldo a
al en todo el mundo? Es una gachí, una chavala
de mujer hermosa y sensual, con sonrisa mundana, el cuerpo inclinado, la cadera
siera descubrirla el pecho. La imagen, de piedra pintada, estofada y dorada, tiene un mant
de que serían due?os absolutos de la capilla y harían en ella lo que les viniese en gana, así como en todo el pedazo de la catedral hasta las pilastras inmediatas. ?Los líos que trajo esto! En los días que hacían fiesta a la Virgen, no reparaban que los canónigos estu
o, murió del disgusto, y mandó que lo enterrasen aquí para que le pisaran los insolentes laneros después de muerto, ya que lo habían vencido e
ted! ?Qué cara! Tiene los ojos adormilaos. La gran jembra. Yo me paso
tres huecos o capillas que lo perforan corre una faja de relieves antiguos, obra de un obscuro imaginero medioeval, representando las escena
roja del Paraíso. Tienen que vestirse para ir por el mundo, y mire lo que hacen apenas se ven con
a época de idealidad; el deseo de perpetuar el triunfo de la carne en cualquier rincón ignorado de los monumentos místicos, para testificar que la vida no había muerto. Eva estaba caída entre los ár
rgulloso ante la s
as. ?Y las vidrieras, tío? Fíjese usted bien. Al principio ciegan tantos colores, se confunden las figuras, el plomo corta los monigotes y no se adivina nada. Pero yo he pasado tardes en
da nave, por los que se filtraba la l
por Todos Santos. Más allá, esos dos que están en la cama y gente que llama a la puerta. Deben ser los mismos pájaros y la familia que los sorprende. Y en la otra vidriera, fíjese usted bie
ades que los caprichos del art
algo que ver. Vamos allá: ya acaban
en un lado de Felipe de Borgo?a y en otro de Berruguete, le embriagaba con su profusión de mármoles, jas
siglo a la sillería alta; pero en estos cincuenta a?os dio el arte el gran salto desde el gótico rígido y duro a las suavidades y el buen gusto del Renacimiento. La había tallado Maestre Rodrigo en la época que la Espa?a cristiana, conmovida de en
y sirven para reclinar la cabeza, cubiertos de animales y seres grotescos: perros, monos, aves, frailes y pajecillos, todos en posturas difíciles, rarísimas y obscenas. Cerdos y ranas se acoplaban en monstruosos ayuntamientos; los monos, con gesto innoble, se retorcían en lúbricos esp
Como gracioso, ést
gurilla rechoncha de un fraile pre
baba de cerrar una puertecilla inmediata al coloso, que conduce por una escalera de caracol al archivo
a. Ya oirá usted a
libróte a la puerteci
una vi?eta, algo bonito. La vieja música duerme bajo el polvo. Los se?ores canónigos no la quieren, no la entienden, ni son capaces de dedicar unas cuantas pesetas para que se oiga en las grandes fiestas. Les bas
ivo con ojos melancólicos, como si fue
u retrato está en el Vaticano, y sus Lamentaciones, sus motetes, su Magnificat, duermen aquí olvidados hace siglos. Ahí Victoria... ?Lo conoce usted? Otro de la misma época. Los contemporáneos envidiosos le llamaban ?el mono de Palestrina?, tomando todas sus obras por imitaciones, después de su larga estancia en Roma; pero crea usted que en vez de plagiar al italiano tal vez lo superó. Aquí está Rivera, un maestro toledano del que nadie se acuerda, y tiene en el archivo un volumen entero de Misas; y Romero de ávila, el que mejor estudió el canto mozárabe; y Ramos de Pareja, un músico nada menos que del siglo XV, que escribió en Bolonia su libro De música Tractatus, y destruyó el sistema anticuado de Guido de Arezzo, descubriendo el ?temperamento de los sonidos?; y el monje Ure?a, que a?ade la nota si a la esc
dió, baja
riel, sonreír ante las cosas religiosas, adivino en su gesto lo mucho que se calla, y le doy la razón. Yo he tenido curiosidad por saber la historia de la música en la Iglesia; he seguido paso a paso el largo calvario del arte infeli
úsica. él tenía formada su opinión sobre don Luis, y la decía a todos en el claustro alto. Era un guillati, que sólo sabía tocar tristezas
a de la sacristía y dos mujeres arrodilladas ante la reja del altar mayor rezando en voz alta. Comenzaba a extenderse por la catedral la
s populares que estaban en boga en el mundo romano, o sea a la música griega. Parece que esto de ?música griega? signifique una gran cosa, ?verdad, Gabriel? Los griegos fueron tan grandes en las artes plásticas y en la poesía, que todo lo que lleva su nombre parece envuelto en un ambiente de belleza indiscutible. Pues no se?or; la tal música griega debía ser una cencerrada. La marcha de las artes no ha sido paralela en la vida de la humanidad. Cuando la escultura tenía un Fidias y había llegado a la cumbre, la pintura no pasaba de ese carácter casi rudimentario qu
entos de cabeza a las pala
frigio, lidio, etc., y continuaba el laberinto de la música griega, aunque muy movida, con fioritudes, suspiros y aspiraciones. El centón se perdió, y mucho lo lamentan los que quieren volver a lo antiguo, creyéndolo lo mejor. A juzgar por los fragmentos que quedan, si ahora se ejecutase la tal música nada tendría de religiosa, tal como se entiende hoy la religiosidad en el arte, pues sería un canto como el de los moros, o los chinos, o algunos griegos cismáticos que aún persisten en las liturgias antiguas. El arpa era el instrumento del templo hasta que apareció el órgano en el siglo x, un instrumento tosco y bárba
n en el templo, y el órgano fue acompa?ado por violas, violines, trompetas, gaitas, flautas, guitarras y tiorbas. El canto llano era el litúrgico en casi toda Europa, pero los fieles lo despreciaban por incomprensible y alternábanlo con canciones. En las grandes fiestas se entonaban himnos religiosos, adaptándolos a la música de las melodías populares que estaban en boga, tales como La canción del hombre armado; Morenica, dame un beso; No sé qué me bulle; Duélete de mí, se?ora; Mal haya quien vos casó, y otras del mismo estilo... ?Y Roma?, preguntará usted; y la Iglesia, ?qué decía ante tal desorden...? La Iglesia vivió sin criterio artístico; no lo tuvo jamás. No pudo crear una arquitectura propiamente hierática, como otras religiones, ni una pintura ni una escultura que fuesen obra suya, y menos una música. Fue adaptándose al medio, fue aceptando y apropiándose, con una absorbencia falta de originalidad, lo que no era obra suya, sino del humano progreso. El estilo grecorromano, el bizantino, el gótico, el Renacimiento, todos entraron en sus construcciones; pero el arte cristiano puro y original no existe, no existió nunca. En música, mucho hablar de ?g
la, como si el nombre de su ídolo le imp
salido los corales de todas las iglesias de Espa?a y las Américas. ?Pobre canto llano! Hace tiempo que ha muerto. Ya lo ve usted, Gabriel: ?quién viene a la catedral a las horas del coro? Nadie, absolutamente. Los maitines son rezados, y todos los oficios se entonan en medio de la mayor soledad. El pueblo creyente no conoce ya la liturgia, no la estima, la tiene olvidada; sólo se siente atraído por las novenas, triduos y ejercicios, lo que se llama culto tolerado y extralitúrgico. Ha habido que renunciar a las prácticas del catolicismo espa?ol antiguo, sano, francote y serio: un catolicismo como si dijéramos de panllevar, para atraer a la gente, dándole cantos bonitos en lengua común. Los jesuítas, con su astucia, adivinaron que había que dar al culto una atracción teatral, mezclar la liturgia con la opereta, y por eso sus iglesias, doradas, alfombradas y floridas como tocadores, se ven llenas, mientras las viejas catedrales suenan a hueco como tumbas. No han proclamado en voz alta la necesidad de una reforma, pero la
dos devotas habían desaparecido. Sólo quedaban en la catedral el maestro de capilla y Gabriel. Por una nave baja av
las naves por el vago resplandor de las vidrieras. Afuera, un
i la mitad del sueldo de un canónigo, y para recordarnos a todas horas nuestra ínfima condición, nos hacen sentar en la sillería baja. Los únicos que en el coro sabemos música ocupamos el último lugar. El chantre es, por derecho, el jefe de los cantores; y el chantre es un canónigo cualquiera, que nombra Roma sin oposición y que no conoce ni una nota del pentagrama. ?La anarquía, amigo Gabriel! ?El desprecio de la Iglesia por la música, que ha sido siempre su esclava, nunca su hija! Por algo en los conventos de monjas la organista y las cantoras son siempre las más despreciadas y se las llama ?las sargentas?. El cantar conforme a reglas es en la Iglesia oficio bajo. Para todo hay dinero en el templo; a todo alcanzan los fondos de fábrica, menos a la música. Los canónigos nos tienen por locos que vamos disfrazados con hábito eclesiástico. Cuando llega el Corpus o la fiesta de la Virgen del Sagrario, yo sue?o siempre con una gran misa digna de la catedral, pero el Obrero me ataja pidiéndome algo italiano y sencillo: asunto de media d
cía sobre la monótona existencia eclesiástica, lo que los canónigos murmuraban contra Su Eminencia y lo que el cardenal decía del cabildo, guerra sorda que se reproducía a cada elevación arzobispal; intrigas y despechos de célibe
los humildes servidores guardaban un silencio receloso cuando se repetían estas murmuraciones en su presencia, temiendo ser delatados por
e lo echasen de ?aquella cueva?, para dedicarse a su afición favorita, volviendo a la plaza de Toros sin protesta de la fami
rebendado iba a pasar la tarde después del coro, los nombres de las se?oras o de las monjas que les rizaban las sobrepellices, y las riva
hantre, un prebendado obeso, con e
ues con esa facha, todavía presume de conquistador! La otra tarde le decía en el claustro a un capellán de la capilla de los Reyes: ?Esos capitan
olor de almizcle. Eran los pollos del cabildo, los canónigos jóvenes, que hacían con frecuencia viajes a Madrid para confesar a sus protectoras, ancianas marquesas, que en fu
el Tato en su argot canallesco-. ?
anónigos, el perrero habl
s. En palacio no hay quien le aguan
e tiene esa dolenci
va sea la parte, y por eso tiene ese genio insufrible. La ma?ana que se levanta de mal teque, tiembla el palacio y después toda la diócesis. Es un hombre bueno, pero cuando le muerde detrás la mala bestia, hay qu
rtas las murmurac
y reposado: para ayudar las fuerzas nada más. Y el vino de primera, tío; lo sé por un familiar suyo. ?De a cincuenta duros la arroba! Se lo guardan, de lo mejor de la Mancha, en una cuba del tiempo del francés. Un jarabe que calienta e
nismo burlón, mostraba cie
Madrid, y los papeles impresos se ocupaban de él como si fuese el Guerra. Su sabiduría encuentra remedios para todo. ?Le hablan de la miseria que hay en el mundo? Pues receta al canto: pan para los pobres, caridad en los ricos y mucha Doctrina cristiana para todos; así no se pelearán los
da vez más entusiasmo
Eminencia que murió hace tiempo. Pues el muchacho paseó su uniforme por Zocodover del brazo de la portuguesa para dar envidia a los compa?eros de la Academia. Un día, la muchacha se presentó en palacio, y la servidumbre, viéndola con tales lujos, la dejó paso franco, creyendo que era una se?ora de Madrid. Su Eminencia la recibió con sonrisa paternal, oyéndola sin pesta?ear. Me lo contó un paje amigo, que estaba presente. La pájara iba a quejarse al cardenal de su sobrino el cadete, que la había entretenido dos días s
escuchando
sé qué reforma en la Primada y comenzaron diciendo: ?Se?or: el cabildo opina...? Don Sebastián les interrumpió, hecho un basilisco: ?El cabildo no puede opinar nada; el cabildo no tiene sentido común.? Y les volvió la espalda, dejándoles hechos de piedra. Después, dijo a gritos, pegando pu?etazos en los muebles, que ha de hacer lo posible para que todas las vacantes de la catedral se cubran con lo peorcito del clero; que entren en el cabildo los curas borrachos, estafadores,
igos qué dice
hijo que tuvo de cierta se?ora cuando fue obispo en Andalucía. Pero esto no parece irritar mucho a don Sebastiá
n es esa
s la que manda. Don Sebastián, tan terrible como es, se convierte en un ángel cuando la ve. Rabia, grita y casi muerde, en los días que le pica la maldita enfermedad; pero se presenta do?a Visita, y
.?-preguntó con
el de don Sebastián! Y el caso es que la cosa no lo vale: una se?oritinga delgaducha y pálida; ojos grandes y buen pelo: eso es todo. Dicen que canta, que toca el piano, que lee y sabe muchas cosas de las que en
que creéis
llevan recados de lo que aquí se murmura contra él no lo niegan con mucha calor. Y don Sebastián se indigna, se enfurece cada vez que una murmuración
stante, como si dudase
es para evitarles las chillerías de Su Eminencia, que muchas veces, en sus ratos de dolor furioso, quiere arrojar copas y platos a la cabeza
n, como vacilan
ena tinta cómo viven. Un familiar los ha visto muchas veces besándose. Es decir, besándose los dos, no. Ella era
s confidencias con s
con calma los ataques a sus superiores. Para él todo eran calumnias. Lo mismo que de don Sebastián, habían hablado los canónigos de todos los arzobispos anteriores, lo que no imp
e le escapase una palabra reveladora de su pasado; le enorgullecía la atmósfera de admiración que rodeaba a su hermano, el afán con que la gente sencilla del claustro escuchaba sus viajes,
tisfecho viendo a Gabriel de buen color y o
o va bien-dec
es. Estoy bien agarrado. ésa vendrá a su hora. Tú
ciéndole redoblar los cuidados. Apelaba a la superalimentación como único
... Bebe lo q
seria, con los pulmones heridos y el corazón sujeto a desarreglos en el funcionam
más que todos los de la casa juntos. A fines de mes, Esteban impetraba el auxilio del Vara de plata para acabar los últimos días, ingresando de este modo en la grey sumisa y miserable amarrad
de la catedral? Anheló un puesto al servicio del templo, cobrar a principios de mes unas cuantas pesetas de manos del Vara de plata, para no ser tan gravoso a su her
lo que apenaba a Gabriel, turbando la monótona placidez de su existencia. Preguntaba a Esteba
tienes otra obligación que la de guard
ica pesada y complicadísima, de estilo suntuoso y barroco, que había costado a principios de siglo una fortuna al segundo cardenal de Borbón. Un verdadero bosque de maderos formaba el
que podía entregar a su hermano durante dos semanas, y él, que estaba habituado en otros tiem
mo le tranquilizó. Ya sabía él lo que eran los trabajos en el templo; todo se hacía con parsimonia, sin premuras de tiempo. Los obreros al servicio de la Iglesia trabajan con la calma perezosa y la lenta prudencia que parecen envolver todos los actos de la religión
agitaba dando órdenes a sus compa?eros de trabajo; iba del templo a lo alto de las Claverías, donde se guardaba el Monumento,
a sus contertulios. El campanero y los amigos le admiraban. ?Un hombre de tan
tuvo una ma?ana junto
ra pájara. No te digo más; pero prepárate a ayudarm
ca. Los toledanos acudían a admirar, según costumbre tradicional, la escalinata cubierta de filas de apretadas luces, los legionarios romanos de
es. Los rosetones luminosos borraban con sus chorros de colores el aspecto fúnebre de la ceremonia religiosa. En el coro gemía una voz de tenor las lamentaciones y trinos de los profetas orientales. Estos lamentos por la muerte de
ban de la chaqueta, y al v
a tenemos ahí. Te e
zócalo de piedra del jardín, encogida, envuelta en un mant
mulos salientes, las ojeras profundas, y unos ojos de escasas cejas, sin pesta?as, con las pupilas todavía hermosas, pero empa?adas por vidriosa opac
Gabriel; un ángel de Dios, a pesar de sus ca
ando la espalda y retrocediendo, como si no pudiera resistir la presencia de un indiv
o Gabriel-. Esta criat
oven, que subía con la cabeza oculta, sin mirar, como si
glar esto... Tres días he pasado allá. ?Ay, Gabriel, hijo mío! ?Qué cosas he visto! ?En qué lugar estaba esa pobre chica! ?Qué infiernos hay para las pobres mujeres! ?Y aún dicen que somos cristianos! ?Un demonio es lo que somos.
hacha, cual si despertase de su marcha so?olienta, se hizo atrás con expres
la tía-. Es tu casa: alg
minaban todo con estupefacción, como admirados de que cada objeto estuviera en el mismo sitio que cinco a?os antes, con una regularidad que hacía dudar de si realmente había transcur
tres personas u
sta que yo te llame. Ten calma y no llores. Confía en mí. Me conoces poco, pero la tía ya te habrá dicho le que
, que rompía a llorar viéndose en su antiguo cuarto. Después sonó el ruido de su cuerp
! ?Con su honor y demás mentiras! Lo honrado es tener caridad, compasión al semejante, y no hacer mal a nadie. Eso lo dije el otro día al sinvergüenza de mi yerno, que se indignó viendo que marchaba a Madrid en busca de la chica. Habló de la honra de la familia, de que si Sagrario regresaba no po
corto silencio, miró a
os a la pelea? ?L
atedral. Y usted, ?se atreve
a que echarme a llorar, o acabaría ara?ándolo por su testarudez. Tú solo t
a muerte anual de Dios esparcía en la tribu levítica de los tejados un ambiente de tristeza más intenso que el del interior de la iglesia. Los ni?os de las Claverías y las mujer
e pasa? La tía me ha alarmado con
an. Estoy bien;
ba su seriedad inexplicable, el silencio prolongado, en el que par
ompe de una vez! Me
ue me encontré al volver aquí. Me dijiste: ?Mi hija ha muerto?; me manifestaste deseos de que nun
sombrío al oír estas palabras-. ?A qué viene hablarme en un
o su debilidad y lo perdono. Entendemos el honor de un modo distinto. Tú eres el honor castellano: aquel honor tradicional y bárbaro, más cruel y funesto que la misma deshonra; Un honor teatral, cuyos impulsos no arrancan nunca de los sentimientos humanos, sino del miedo al qué dirán, del deseo de aparecer muy grande y muy digno a los ojos de los demás antes que a los de la propia conciencia. Para la esposa adúltera, la muerte, el asesinato vengador; para la hija fugitiva, el desprecio, el olvido; ése es vuestro evangelio. Yo tengo otro: para la esposa que olvida sus deberes, el desprecio y el olvido; y para el pedazo de nuestras entra?as que huye, el amor, el apoyo, la dulzura, hasta lograr que vuelva a nosotros... Esteban, estamos separados por nuestras creencias; un montón de si
ro con una expresión som
rabia, a solas en esta habitación, después de oír lo que se murmuraba a mis espaldas! Y luego-a?adió quedamente, como si el dolor empa?ase su voz-, ?aquella infeliz mártir que murió de vergüenza, mi pobre mujer, que se fue del mundo por no ver mi dolor ni sufrir el desprecio de los demás...! ?Y quieres que yo olvide esto...? Además, Gabriel, yo no sé expresar lo que siento tan bien como tú. Pero el honor... es el honor. Es vivir yo en esta casa sin tener que avergonzarme; dormir por la noche sin miedo a ver en la obscuridad los ojos
los hijos perpetúan nuestro ser a través de las generaciones y los siglos; ellos son los que nos hacen inmortales, ya que guardan y transmiten algo de nuestra personalidad, así como nosotros heredamos la de nuestros antecesores. El que olvida a los seres que son obra suya, es más digno de execración que el que abandona la vida suicidándose. Las contrariedades de la existencia, las leyes y costumbres inventadas por los hombres, ?qué son ante el instintivo afecto por los seres que han salido de nosotros y perpetúan la variedad infinita de nuestras habitudes y pensamientos? Aborrezco a los miserables que, por no turbar la paz burguesa del matrimonio, abandonan los hijos que tuvieron fuera de su casa. La paternidad es la más noble de las funciones animales, pero las bestias
!-gritó con energía Esteban-
un hombre pacífico, que no ha aprendido el arte de asesinar, y aquel individuo es un profesional de las armas; si te hubieses vengado sin regla alguna, apelando a lo que crees tu derecho, su familia poderosa se hubiera ensa?ado en ti. No te has vengado, por instinto de
movía obstinad
. Esa mujer no volverá aquí. ?No me
ija. ?Qué le habías ense?ado para defenderse de la malicia del mundo? ?Qué armas tenía para conservar incólume eso que llamas honor? Vosotros, tú y tu mujer, la dabais ejemplo del respeto que merece el dinero y un nacimiento elevado dejando entrar en vuestra casa a aquel muchacho, acogiendo como un honor que un se?orito se fijase en vuestra hija. La pobre lo amó viendo en él un resumen de todas las perfecciones humanas. Cuando surgieron los inevitables resultados de la desigualdad social, ella no quiso renunciar: fue una de esas naturalezas nobles que se
baja, seguía haciendo
pan, mientras un ser que es carne de tu carne sufre hambre; si me dejase cuidar en mi enfermedad, mientras esa infeliz tal vez está peor que yo y no encuentra en el mundo una mano que la sostenga. Si ella no vuelve, yo no soy tu hermano: soy un intruso que usurpa la parte de cari?o y de bienestar que corresponde a otro ser. Hermano, cada uno tiene su moral: la tuya es la ense?ada por los curas; la mía me la he creado yo mismo, y aunque menos aparatosa, tal vez sea más rígida. Y en nombre de mi moral, yo te digo: Esteban, hermano mío, o tu hija vien
uesto de pie, con
co, Gabriel? ?Q
to cuidarte, eres mi única familia; antes no tenía ninguna aspiración, vivía sin esperanza; ahora tengo una: verte sano y fuerte. ?Y me dices con e
ba sus manos con expresión de súplica, mi
y llantos. Mírame a mí: estoy sereno, y no creas por ello que
ó Esteban-. ?Es que la has visto y la has hablado? ?Es que está en Toledo?
menaza de marcharse, creyó llegado el momento de
a; pide perdó
en el centro de aquel cuarto en el que nun
s en Gabriel, como si no adivinase quién era aqu
o de un silencio penoso. Poco a poco, en las facciones desfiguradas por la enfermedad fueron marcándose para él las antiguas líneas. En los ojos lacrimosos y sin pesta
n...!,
ó que se venía abajo su coraje. Sus ojos ex
la habitación seguido por la joven, que
yo: cúmplase tu voluntad. Que se quede, ya que así lo qui