La Catedral
l salir al claustro fue don Antolín, que repasaba sus talonar
o halagar al Vara de plata-. Se prepar
udando de su sinceridad. Pero vio que no se
nuestro mal, puedes estar satisfecho. Vivimos en horrible estrechez. Nuestra fiesta del Corpus vale poco, comparada con la de otros
ara de ocurrírsele una idea extraordinaria. Al principio fruncía el seno, cual si
el Monumento de Semana Santa, me hablaste de que necesitas ganar dinero para tu hermano. Hoy tienes un
osición. Quiso asombrarle accediendo a su disparatada idea. Además, pensó en que sería este sacrificio digno de la generosidad que con él tenía su hermano. Ya que no podía ayu
o burlón-. Eres demasiado ?verde?, y tu dignidad sufr
r, sí que quiero; pero el trabajo e
z dentro del carro, y los hay forzudos de verás. Tú irías para completar el
te usted conmigo. Yo estoy para gana
e no había visto desde que se encerró en el templo. Además, cosquilleaba fuertemente su vanidad la irónica situación que re
unfo de la religión, que obligaba a sus enemigos a llevarla en hombros. Pero él lo consideraba de distinto modo: dentro del carro eucarísti
n Antolín. Dentro de un
e que le sirvió su sobrina, bajó al templo, sin decir nada a la fami
e espigas con una cinta roja. Lo había recogido en la pila de agua bendita junto a la puerta de la Alegría. Todos los a?os,
o? ?Qué significa este haz? ?Si al menos fuese una carret
admiración en la fuerza atávica que hacía resucitar en pleno templo católico la ofrenda gent
nencia no había bajado al coro ni asistiría a la procesión. Decíase que estaba enfermo; pero los de la casa sonreían recordando que en la tarde anterior había ido de paseo h
jos o azules, según el colegio a que pertenecían. Unos cuantos militares de la Academia, gruesos y calvos, oían la misa de pie, apoyando el ros sobre el pecho de su guerrera. En esta concurrencia diseminada y distraída por la música, destacábanse las se?oritas del Colegio de Doncellas Nobles, jóvenes ap
onta?as para ver el Corpus de Toledo, y andaban por las naves de la catedral con el asombro en los ojos, asustados de sus propios pasos, temblando cada vez que rugía el órgano, como si temieran ser expulsados de aquel mágico palacio igual a los de los cuentos. Las mujeres se?alaban con un dedo los ventanales de colores, los rosetones de las portadas, los guerreros dorados del reloj de la puerta de la Feria, las tube
anónigos y beneficiados estaban en sus asientos, sino los sacerdotes de la capilla de los Reyes y los prebendades de la
aban hasta una docena de músicos y cantores, cuyos sonidos y voces quedaban ahogados cada vez que desde lo alto los acompa?aba el órgano.
: un templete gótico, primorosamente calado, que brillaba con el temblor del oro a la luz de los cirios, y d
ángeles: unos ángeles a la Pompadour, con casaca de brocado, zapatos de tacón rojo, chorrera de blondas alas de latón colgadas de los omoplatos y una mitra con plumas sobre la peluca blanca. La Primada sacaba para la fiesta su vestuario tradicional. Los uniformes de gala de los servidores del templo eran todos del siglo XVIII, la última época de su prospe
cudos, regalo de Cisneros a la catedral. El obispo auxiliar decía la misa, y él y sus diáconos ayudantes sudaban bajo las c
strépito; iba la gente atareada de un lado a otro. En aquella vida reposada y monótona, el incidente anual de una procesión
la procesión. Fuera de la catedral sonaban las campanas. La música de la Academia había cesado de tocar un pasodoble en la misma puer
ocado blanco, iba de un lado a otro, reuniendo a los empleados
esto: ya
ellos sólo les correspondía dar el impulso: fuera, los dos servidores de peluca blanca y traje negro eran los encargados de los timones delantero y trasero, guiando la carroza eucarística por las tortuosas calles. Gabriel fue colocado por sus compa?eros en el centro. él avisaría
-dijo Gabriel, obedecien
blancas de lino sin adorno alguno. Se arrodillaron todos ante la custodia, calló el órgano, y acompa?ados por el carraspeo de un trombón, entonaron un cántico adorando el Sacramento. El incienso se elevaba en nubecillas azules en torno de la custodia, velando el brillo del oro. Cuando cesó el cántico, volvió a sonar el órgano y la carroza púsose de nuevo en marc
rupadas sin orden en torno de la manga de la catedral, enorme, pesadísima, como un globo cubierto de figuras bordadas. Después todo el centro de la calle libre, flanqueado por dos filas de clérigos y militares con cirios; los diáconos con incensarios, asistidos por los ángeles rococós
raba las calles de aquella ciudad antigua después de su largo encierro en la catedral. Le parecían populosas, y h
as calles estaban entoldadas, con el pavimento cubierto por una capa de arena
el encierro en la movible mazmorra, y la majestad de la marcha turbábase con las voces de mando del canónigo Obrero, que, con vestiduras rojas y una v
stodia. Aquellos oficiales de calzón blanco y peto rojo, que con la espada al costado y el bicornio sobre el muslo escoltaban a Dios, tenían sin duda noticias de su existencia; alguno habría oído hablar de él, y tal vez guardaba su nombre en la m
os cánticos de despedida, los sacerdotes se despojaban rápidamente de sus vestiduras, buscando la puerta a la desbandada, sin saludarse. Iban a comer más tarde que de costu
ver salir a Gabriel de
o es para ti. ?Qué cap
dado un paseo por la ciudad sin ser visto, y su hermano tendría para a
palo se e
?Necesito yo otra cosa sino qu
ro que agradase a su hermano, al subir a las Claverías n
se deslizaron furtivamente por la escalera de la torre vestidos con sus mejores ropas. Iban a los toros. Sagrario, obligada al reposo para santificar la fiesta, había pasado a la casa del zapatero. Mie
una le reconoció por sus anchos pantalones y su talle de avispa, que hacía afirmar al Tato que el tal cadete usaba corsé. Era Juanito, el sobrino del cardenal. Con frecuencia paseaba por el claustro esperando una ocasión para hablar con Leocadia
n el claustro, pegábase a él buscando conversación, para justificar con estas plátic
-le preguntó-. Todos los de la
elante... No, no iba a los toros; era un aficionado de verdad, pero se sacrificaba por hablar toda una tarde con la novia a la puerta de su casa, en el silencio de las Claverías. La abuela había bajado al jardín, y el Azul de la Virgen no tardaría en salir, dejándole el campo libre,
asamiento?-dijo al
as: convencer a su tío, lo que no era fácil, y seguir los impulsos de su buena estrella, has
ascenderé muy aprisa. Además, ya sabe usted que un arzobispo de Toledo no es cualquier cosa, y que el tío tiene relaciones en palacio y manda en el Ministerio de la Guerra lo mismo que s
?siente realmente l
con la espada en la mano, arrogantes y hermosos. Crea usted que en esta carrera nadie entra sin vocación. En los seminarios hay encerr
an seguros del é
te. Todos vemos primeramente la juventud realzada por el uniforme, por las aventuras (porque ya sabe usted que las mujeres se pirran por nosotros), por la alegría de vivir, querido y respetado en todas ocasiones, un palmo por encima del paisano; después, cuando se aproxima la vejez y engorda uno y empieza a quedarse
reía oyendo
la mitra o una gran prebenda al otro lado de la puerta. Es la seducción que aún ejercen después de muertas las gran
arengas del coronel-director de la Academia-. ?Por la patria, c
sobre todos, Prim, el caudillo casi legendario, guiando con su sable los batallones en Castillejos: ?Yo quiero ser lo mismo-dicen los muchachos-; adonde llega un hombre, bien puede alcanzar otro.? El entusiasmo se toma por predestinación, y cada uno se cree fabricado por Dios para ser un caudillo famoso. Mientras se vive aquí en Toledo, se sue?a con la gloria, con empresas arriesgadas, con batallas gigantescas y triunfos ruidosos. Pero cuando con las dos estrellas en la manga se va a un regimiento, lo primero que sale a recibirles en la puerta del cuartel, casi antes que el saludo del centinela, es la realidad fea y antipática. El que so?aba con cubrirse de gloria y ser caudillo famoso antes de lo
pero sin eso no puede haber ejé
rque no hay guerras de conquista, y nuestro carácter de potencia batalladora se perdió, afortunadamente, hace siglos. Si tenemos aún alguna guerra, es civil o colonial; guerras que podríamos llamar zompas, sin brillo y sin provecho, en las que mueren los hombres tan bien como en las Termopilas o en Austerlitz, pues sólo una vez se pierde la vida, pero sin el consuelo de la fama y de la admiració
s, al menos, para defender la integridad del suelo espa?ol, para guardar la casa. ?Es
ndo la cabeza sin huir, con el estoicismo del chino. Pero las naciones no son grandes por su desprecio a la muerte, sino por su habilidad para conservar la vida. Los polacos fueron terror de los turcos y unos de los mejores soldados de Europa, y Polonia hace tiempo que no existe.... Si una gran potencia europea pudiera invadirnos (fíjese usted en que digo ?pud
dete-, habrá que suprimir el ejér
to, Espa?a lo tendrá también. No es ella quien va a dar el ejemplo, ni este ejemplo serviría de nada. Es como si para remed
ló con dulzura, en vista del gesto
n hecho due?os de las máquinas y demás progresos, empleándolos como cadenas para esclavizar al obrero, obligándolo a un exceso de producción y limitando su jornal a lo estrictamente necesario. En la vida de las naciones ocurre lo mismo. Hoy la guerra no es más que una aplicación de la ciencia. Los pueblos más ricos se han apoderado de los mayores adelantos del arte de exterminar; tienen reba?os de acorazados, miles de ca?ones monstruosos, pueden mantener millones de hombres sobre las armas, con todos los perfeccionamientos modernos, sin que se quebrante su fortuna. A los pueblos pobres sólo les queda el recurso de callar o indignarse inútilmente, como lo hacen los desheredados ante los detentadores de la propiedad. El pueblo más cobarde del globo, o el más sedentario, puede ser g
potencias militares había algo más que las aficiones belicosas del monarca y el valor de lo
a-, si los extranjeros dejan de ataca
e Suiza y Bélgica y otros países peque?os viven tranquilos enclavados entre grandes potencias porque poseen un ejército? Lo mismo existirían aunque no tuviesen un soldado. Y Espa?a, por su poderío militar, no es más que cualquiera de las peque?as naciones de Europa. La pobreza económica y la escasez de población nos
no es algo? Guardamos el orden interior;
rme o echar un sue?o en el sillón del cuarto de banderas. No puede haber para ustedes otro suceso extraordinario que un motín contra el impuesto de Consumos, una huelga, un cierre de tiendas protestando de los impuestos, y hacer fuego entonces sobre una muchedumbre armada de piedras y palos. Si alguna vez manda usted en su vida disparar, tenga la certeza de que será contra espa?oles. Los gobiernos no quieren ejército: saben que es inútil para la defensa e
cadete-. Yo he oído a un capitán viejo de la Academia, que
Lo repito: no desconozco este servicio, pero crea usted que las guerras civiles entre la libertad y el absolutismo político no se repetirán, como no podrían reproducirse con éxito las guerrillas de la Independencia. Los medios de comunicac
algo servimos y que préstamo
s. Sólo ve ante él largos a?os de espera y de oculta miseria, sobrellevada con dignidad, hasta que un ascenso le proporciona unos cuantos duros más al mes. Ustedes sufren arrastrando esta vida de proletarios de la espada, y la nación productora se queja viéndoles inactivos, y olvida otros gastos superfluos para fijarse únicamente en los militares. Créame usted: para ejército moderno, son ustedes muy
l diálogo. Corría, pálido de emoción,
stá en el arco. Quiere pasar la tarde en el jardín.
norio, que ponía en comunicación l
rase allí: temía el carácter del cardenal; y huyó hacia la escalera de la torre. Se
z. Era enorme, y a pesar de su edad, se mantenía erguido. Sobre la negra sotana con ribetes rojos descansaba la cruz de oro. Se apoyaba en un bastón de mando con cierta marcialidad, y las borlas de oro de su sombrero caían sobre su nuca grasienta, de una piel rosada y cubierta d
se había puesto a sus órdenes, trémulo de miedo. El silencio y la soledad de las Claverías no se a
ar a la puerta del jardín. Un ligero ademán del prelado bastó para que se detuvieran los familiares, y él avanzó solo por
do de pasos. Al ver al prela
stián! ?Aq
osa, sentándose en una silla-. No siempre habías de ser t
do un cigarrillo. Extendía sus piernas con la complacencia del que se ve un momento en
ardinera-. Yo pensaba pasar esta tarde a pala
un humor magnífico. Para que conste mejor mi intención, he venido a verte. Quiero que sepan que estoy bien, que lo de la enfermedad no es cierto. Que se enteren todos en
?o al pensar en el disgusto que esta
dral es siempre fresco. Fuera de aquí hace un calor de horno... ?Ay, Tomasa!, ?qué fuerte te veo! Tan delgada y tan ágil, te mantienes mejor que yo. No estás envuelta en grasa como este pecador, ni tienes dolencias que te amarguen las noches. Tu pelo aún está casi negro, la dentadura se conserva bien, no necesitas, como este carde
gnada de los seres que caminan a la muerte, recordaban el pasado. Todo estaba
e medio siglo antes. La espiral azulada de su cigarrillo parecía a
edo.? ?Y poco que se burlaba el buen sacristán de la seguridad con que hablaba yo de mis pretensiones! Cuando me consagraron obispo, cree, Tomasa, que me acordé mucho de él, sintiendo que hubie
e nada pierde siendo así. Amigas como yo no tendrá usted ninguna. A usted no le rodean más que aduladores y pillos, como a todos los grandes de la tierra. Si se hubiera quedado en cura de misa y olla, nadie le miraría la cara; pero Tomasa continuaría s
onrisas la franqueza en
gen del Sagrario. Se me atragantaba tanto tratamiento; me daban ganas de gritar: ??Pero qué porra de Eminencia e Ilustrísima, si nos hemos ara?ado de peque?os mil veces, porque este grandísimo ladrón no
or el jardín con cierto enternecimiento, como si en cada á
oso soldadote, un sargento, con gran ruido de espuelas, el chafarote al brazo y un casco con rabo, como el de los judíos del Monumento. Era usted, don Sebastián, que había venido a Toledo para ver a su tío el beneficiado, y no quería marcharse sin visitar a su amiga Tomasita. ?Y qué guapo estaba usted! Es la verdad; no lo digo por adularle. ?Tenía usted un aire de pillo p
hubiese sido lenta, y para no amargar los últimos a?os de mi tío, seguí sus consejos y reanudé los estudios, volviendo a la Iglesia. En un sitio y en otro se puede servir a Dios y a la patria; pero cree que muchas veces, con todo mi cardenalato a cuestas, pienso con envidia en aquel militar que tú viste. ?Qué tiempos tan di
no obeso, estirando los brazos con la arr
hablan de usted, criticándolo por si patatín o patatán. ?No jueguen ustedes con Su Eminencia, que es
n de mi cargo y mi carácter de sacerdote pacífico. Soy pastor del católico reba?o, no lobo que aterra a las ovejas con su fiereza. Pero a veces no pued
quilidad del jardín desaparecía al recordar a sus hostiles subordinados. Necesitaba, como otras veces, confiar su
timo cura sale con lo que llama sus derechos, y me pone pleito, y acude a la Rota y a Roma si es preciso. Vamos a ver: ?soy el amo o no lo soy? ?Es que el pastor discute con sus ovejas y las consulta para guiarlas por el buen camino...? Me marean y aturden con sus pleitos y cuestiones. No hay entre ellos ni me
iento con gesto doloroso, como si sus ent
rdinera-. Usted está por encim
de comadres me molestan poco. Sé que al final veré a mis pies a los repugnantes enemigos. ?Pero sus leng
imándose a la jardinera
para mí, e indudablemente no ignoras lo que esos miserables dicen de ella. No te hagas la tonta: lo sabes; todos en la catedral y aun fuera de ella se enteran de esas calum
otana con los dedos crispado
uros, contrayendo sus manos como si quisiera agarrar a los invisibles enemigos.
ne usted malo, y para esto no era preciso que se molestase
o obra como quien es, y yo quiero ser bueno en medio de mis pecados. Podía haberme separado de mis hijos, haberlos abandonado, como hacen otros por conservar su fama de santos; pero yo soy hombre, me enorgullezco de ello: un hombre con sus defectos y sus virtudes, ni una más ni una menos que la generalidad de los humanos. El sentimiento de la paternidad está en mí tan arraigado, tan hondo, que antes perdería la mitra que abandonar a mis hijos. Ya recuerdas cómo me puse cuando murió el padre de Juanito, que pasaba por mi sobrino. Creí morir. ?Un hombrón tan hermoso y c
abriéndose paso en sus relaciones casi místicas y uniéndolos en carnal abrazo. Habían vivido fieles uno al otro en el misterio de la vida eclesiástica, amándose con prudencia escrupulosa, sin que el secreto de sus relaciones trascendiese al público, hasta que ella murió, dejándole dos hijos. Don Sebastián, hombre de e
en una cualquiera por esos miserables! ?Una amante que he sacado para mi diversión del Colegio de Doncellas nobles...! ?Como si yo,
Dios está en lo al
edio siglo apartando las piedras, dejando la piel y hasta la carne en las zarzas de la cuesta. ?Yo sé cómo pude salir del montón negro y llegar a obispo! Después... ?ya soy arzobispo!, ?ya soy cardenal!, ?ya no puedo llegar a más! ?Y qué? La felicidad siempre marcha delante de nosotros, como la nube de luz que guiaba a los israelitas. La vemos, casi la tocamos, pero no se deja coger. Me siento ahora más infeliz que en la época en que
astián, que asustaba a toda la
puerta de su palacio, ni busco la celebridad por la limosna. Tengo dehesas en Extremadura, muchas vi?as en la Mancha, casas, y sobre todo, papel del Estado, mucho papel. Como buen espa?ol, quiero ayudar al gobierno con mi dinero, tanto más cuanto que ésto produce ganancias. No sé ciertamente lo que poseo: serán veinte millones de reales: tal vez más. Todo ahorrado por mí, aumentado con buenos negocios. No puedo quejarme de la suerte; el Se?or me ha ayudad
e de extra?o que le guste la iglesia. Del mo
e herencias, para mayor gloria de Dios, según dicen. Además, andan por ahí esas monjas extranjeras, de gran papalina, que son linces para esta clase de trabajo. Me aterra el pensar que caigan sobre mi hija. Yo soy del catolicismo a la antigua, de aquella religiosidad espa?ola neta: un catolicismo castellano, como quien dice de panllevar, limpio de extranjerías modernas. Sería triste
a, recuerdo de sus tiempos de soldado. En presencia de la jardinera, no tenía p
soy tan malo como suponen los enemigos? ?Merezco que el Se?or me castigue por mis faltas? Tú eres un
omo los otros: ni más ni menos. Tal vez mejor que muchos, pu
más que intentemos santificarnos, poniéndonos a distancia, no somos más que hombres; seres de carne flaca para aquellos que nos rodean. En la Iglesia son contadísimos los que se libran de las pasiones humanas. ?Y quién sabe si aun esos pocos privilegiados no se sienten mordidos por el dem
en su irresistible afán de confesa
pero la carne y sus exigencias son anteriores en muchísimos siglos: datan del Paraíso. Quien salta esta barrera, no por vicio, sino por pasión irresistible, porque no puede vencer el impulso de crear una familia y tener una compa?era, ése falta indudablemente a las leyes de la Iglesia, pero no desobedece a Dios.... Al aproximarse la muerte, tengo miedo. Muchas noches dudo y tiemblo c
ras atravesaron con lentitud el
ilia. Créame usted a mí: aquí no entran santos; hombres, todos hombres. No hay que arrepentirse de haber seguido el impulso del corazón. Dios nos hizo a su imagen y semejanza, y por algo nos puso el sentimiento de la familia. Lo
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