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La Catedral

Chapter 6 6

Word Count: 13646    |    Released on: 30/11/2017

Luna. Este ruido metálico y el martilleo del zapatero eran las únicas mani

iguiente de su vuelta a la catedral había quitado la funda a la máquina, dedicándose al trabajo con tenacidad taciturna, como un medio de pasar inadvertida en las Claverías y que la gente la perd

a sentada al otro extremo de la mesa y parecía próxima a prorrumpir en llanto viéndose ante él. Un silencio penoso envolvía a la familia. Don Luis era el único que, en su inconsciencia de hombre distraído, no se percatab

u hermano y a su hija en la sala de entrada. La máquina volvía a agitarse y don Luis tecleaba el armónium, hasta que sonaban las nueve y

ba contra la tenac

ica. Lo que haces no

hago con tolerar en nuestra casa estas cosas. ?Ay!,

a ella. La protección enérgica de su tía Tomasa imponía respeto. Además, aquellas hembras simples, de pasiones instintivas, no podían sentir ante su fealdad la envidia hostil que inspiraban a?os antes su hermosura y el noviazgo con el cadete. Ha

poco, las mujeres dejaron de asomarse a la puerta de los Luna para ver a Sagra

entraba a verles la tía Tomasa, animándolos con sus optimismos de anciana alegre. Le placía la conducta de su sobrina: trabajar mucho para no ser gravosa al testarudo de su padre y ayudar al sostenimiento de la casa, que bien lo necesitaba. Pero

necesitaban oírle, consultarle, y hasta el mismo zapatero, cuando el trabajo no era urgente, abandonaba su mesilla, y oliendo a en

aga sombra atravesando su amorosa embriaguez, cuando pasó unos cuantos días en la catedral, antes de establecerse en Barcelona, asombrándolos a todos con las relaciones de sus viajes y sus costumbres de extranjero.

ocupaciones para buscar a Luna, con el ansia de oír de su boca cosas nuevas. Gabriel era el mundo moderno que durante muchos a?os había pasad

ra de la iglesia; ya no se esforzaba por callar, ocultando sus pensamientos. La presencia de una mujer parecía animarle, despertando su antiguo ardor de propagandista. Sus co

res resaltaba el repiqueteo de la máquina de coser, siempre en actividad, como un eco del universal trabajo

esia, lentas, regulares, calmosas y con largos intervalos

arecido hago yo, ?dale que dale a los fuelles! Y cuando es una misa de mucha música, de esas que l

Ya sabéis su origen. Fue la pena eterna que el Se?or impuso a nuestros primeros p

es, según he leído en los periódicos. Nada de castigo. La ociosidad

uardando sus palabras con la misma ans

dura a que estamos sometidos para la conservación personal

sociedad, describía a aquella media docena de hombres y a la triste costurera, que cesaba de mover la máquina para escucharle,

n, suena el hacha en el bosque, corre la locomotora entre chorros de vapor, chirría la grúa en el puerto, corta el navío las espumas y tiembla en su estela el barquichuelo de pesca arrastrando las redes. Nadie falta a la revista del trabajo: todos corren, impulsados por el miedo al hambre, desafiando el peligro, no sabiendo si llegarán a la noche, si el sol que se eleva sobre sus cabezas será el último de su vida. Y esta concentración diaria de fuerzas humanas ocurre en la primera luz del alba en todas partes del mundo, allí donde los hombres se han juntado formando pueblos y constituyendo sociedades, o donde viven en el aislamiento entregados a sus fuerzas.

esorte de carne, luchando su cansancio físico con la musculatura de hierro que no se fatiga, embrutecido diariamente por la cadencia ensordecedo

a la lucha, viendo en este monótono y continuo sacrificio la única misión de su existencia, forman la inmensa familia de los asalariados, viviendo de las sobras de una minoría privilegia

ios bíblico imponiendo el castigo de sudar de fatiga para ganar la subsistencia, demuestra que en todos los tiempos la moral natural consideró el reposo como el estado más grato al hombre, y que el trabajo debe reputarse como un mal indispensable para la existencia, pero mal al fin. Con arreglo al instinto de conservación, la humanidad sólo debía trabajar lo necesario para la subsistencia. Pero como la inmensa mayoría de ella no trabaja sólo para sí, sino para el provecho de una minoría de explotadores, éstos la exigen que trabaje todo cuanto pueda, aunque perezca por exceso de esfuerzo, y así ellos se enriquecen acaparando el sobrante de producción. Su interés es que el hombre trabaje más de lo que necesita para él; que produzca más de lo que exigen sus necesidades. En ese sobrante está su riqueza, y para lograrlo ha inventado una moral monstruosa y antihuma

yendo a su maestro. Le admiraban como admiran siempre las gentes sencillas a

erno cubrían los contrafuertes berroque?os del templo. Habían vivido hasta entonces resignados con la vida que les rodeaba, moviéndose como sonámbulos en la frontera indecisa que separa el alm

de las ciudades reiría de lo poco fatigosos que son vuestros oficios; pero languidecéis de miseria. En ese claustro se encuentran los mismos ni?os anémicos de los barrios obreros. Veo lo que coméis y lo que cobráis. La Iglesia paga a sus servidores como en la época de la fe: cree que aún está en los tiempos en que los pueblos enteros se lanzaban al trabajo con la esperanza de ganar el cielo y levantaban catedrales sin más recompensa pos

rasen estas palabras. Dudaban un momento, como asustado

ía el campanero

amargura de aquella vida de miseria que venía arrastrando con una

ciones de su tío, pero las acogía todas como buenas, po

él, y más de una vez el canónigo bibliotecario, al pasearse por el claustro alto en las tardes lluviosas, había intentado hacer hablar a Luna. Pero el fugitivo

os hábitos raídos; un cura de monjas de uno de los innumerables conventos de Toledo. Tenía siete duros al mes por todo medio d

e gana un ga?án en mi pueblo. ?Y para esto me ordenaron con tanto aparato? ?Para esto canté

los días en el claustro para ablandar con sus ruegos al Vara de plata y decidirle a un préstamo de u

le al lado de don Gabriel y oírles cuando hablan paseando por el claustro. Parecen dos grandes se?ores. Su madre le puso

su afán autoritario, gustaba de tener bajo su voluntad a un sacerdote, a un igual, para que viesen en las Claverías que no mandaba únicamente en la gente menuda. Don Martín era para él un criado con

aban los amigos en buscarle; y ahora el campanero, después el manchador, luego el pertiguero, el perrero o el zapaterín, iban agregándose al grupo de que era núcleo el

a, fingía no oírlo y seguía dirigiéndose a Gabriel. Mariquita, desde la puerta de su casa, arrebujada en un mantón, los seguía con la vista, participando del

-. Entren ustedes; dentro de casa estarán mejor

lado del claustro ba?ado por el sol, hablando campanudamente de su tema fav

mucho dinero los canónigos de entonces, eran unos grandes se?ores, y no podían vivir aquí encerrados. Todos protestaron; el cardenal, que tenía malas pulgas, quiso meterlos en cintura, y uno de ellos fue con la queja a Roma, enviado por sus camaradas. Cisneros, como era gobernador del Reino, puso guardias en todos los puertos, y el canónigo emisario fue hecho prisionero al ir a embarcarse en Valencia. Total, que los se?ores del cabildo, después de un gran pleito se salieron con la suya, viviendo fuera de la Primada, y las Claverías quedaron sin conc

chos a tiros en las monta?as. ?Ay, si hubiera triunfado don Carlos! ?Si no hubiésemos tenido traid

gre por una causa que aún no conoces a estas horas. Fuiste a la guerra tan ciego como yo. No pongas esa

cada cual lo suyo. ?Le pertenece a su

-preguntó Luna c

es, nos gobierne a todos con el pan en una mano y el palo en la otra. Al pillo, ?garrotazo!, y al honrado, ??Vengan esos cinco!, ?usted es mi amigo...!? Un r

s que os pintan como de grandeza y bienestar son justamente los más malos de nuestra

verdadero culpable es el liberalismo, el descreimiento de la época, el haberse metido el demonio en nuestra casa. Espa?a, cuando duda de sus reyes y no tiene fe en el catolicismo, es como un cojo que suelta las muletas y se viene al suelo. Sin el trono y el altar no somos nadie; y la prueba la tienes en lo que nos está pasando desde q

peores, más vergo

, que hacía bailar a su gusto a los reyes de Europa como si les tirase de un hilillo.... Todo para mayor gloria de Espa?a y esplendor de la religión. De victorias y grandezas no digamos. Si su padre venció en Pavía, él reventaba a los enemigos en San Quintín. ?Y qué me dices de Lepanto? Abajo, en la sacristía, están guardadas las banderas de la nave que montaba don Juan de Austria. Tú las has visto: una de ellas lleva la imagen de Jesús crucificado, y son tan grandes, tan grandes, que al colgarlas del triforium hay que recoger las puntas para que no toquen el suelo. ?Tampoco fue nada lo de Lepanto...? ?Vamos, Gabriel, que hay que estar loco para negar ciertas cosas! Si ha habido que matar moros para que no se apoderasen de Europa, poniendo en peligro la fe cristiana, ?quién lo ha hecho? Los espa?oles. Que los turcos amenazaban con apoderarse de los mares: ?quién les salía al paso? Espa?a con su don Juan. Y para descubrir un mundo nuevo, los barquitos de Espa?a; y para dar la vuelta a la tierra, otro espa?ol, Magallanes; y para todo lo grande, noso

las se ense?a el pasado del país con un criterio semejante al del salvaje, que aprecia los objetos por el brillo, no por su valor y utilidad. Espa?a ha sido grande y estuvo en camino de ser la primera nación del mundo por méritos sólidos y positivos que no hubiesen podido quebrantar los azares de la guerra y la política. Pero esto fue antes de esos siglos que usted ensalza, antes de los monarcas extranjeros; en la Edad Media, que hacía p

e proselitismo, y hablaba sin recatar sus pensamientos, sin buscarles ningún disfraz por consideración al ambiente que le rodeaba. Don Antolín le oía con asombro, fija en él su mirada fría. Los otros escuchaban presintiendo confus

elía, viendo en peligro su libertad, sino por el extremo opuesto, por la Espa?a, esclava de reyes teólogos y obispos belicosos, que recibía con los brazos abiertos a los invasores. En dos a?os se ense?orearon de lo que luego costó siete siglos arrebatarles. No era una invasión que se contiene con las armas: era una civilización joven que echaba raíces por todos lados. El principio de la libertad religiosa, eterno cimiento de las grandes nacionalidades, iba con ellos. En las ciudades dominadas, aceptaban la iglesia del cristiano y la sinagoga del judío. La mezquita no temía a los templos que encontraba en el país: los respetaba, colocándose entre ellos sin envidia ni deseo de dominación. Del siglo VIII al XV se fundaba y se desarrollaba la más elevada y opulenta civilización de Europa en la Edad Media. Mientras los pueblos del Norte diezmábanse en guerras religiosas y vivían en una barbarie de tribu, la población de Espa?a se elevaba a más de treinta millones, revolviéndose y amasándose en ella todas las razas y todas las creencias, con una infinita variedad engendradora de poderosas vibraciones sociales, semejante a la del moderno pueblo americano. Vivían confundidos cristianos y musulmanes, árabes puros, sirios, egipcios, mauritanos, judíos de tradición hispánica y judíos de Oriente, dando lugar a los cruzamientos y mesticismos de mozárabes, mudejares, muladíes y hebraizantes. Y en esta fecunda amalgama de pueblos y razas entraban todas las ideas, costumbres y descubrimientos conocidos hasta entonces en

dose muchas veces para empresas comunes. Un régimen de libertad impera en los Estados cristianos. Surgen las Cortes mucho antes que en los países septentrionales de Europa, y los pueblos espa?oles se gobiernan y regulan sus gastos por sí mismos, viendo sólo en el monarca un jefe militar. Los municipios son peque?as repúblicas, con sus magistrados electivos. Las milicias ciudadanas realizan el ideal del ejército democrático. La Iglesia, co

rque su política torció los derroteros de Espa?a, impulsándonos al fanatismo religioso y a las ambiciones de un cesarismo universal. Adelantados en dos o tres siglos al resto de Europa, era Espa?a para el mundo de entonc

a interrumpiendo su caluro

va, con cultivos, industrias, ejércitos, conocimientos científicos, etc. ?Y esto quién lo hizo sino Espa?a, aquella Espa?a árabe-hebreo-cristiana de los Reyes Católicos? El Gran Capitán ense?ó al mundo el arte de guerrear moderno; Pedro Navarro fue un

o mismo que yo decía? ?Se han visto nunca en Espa?a tantas grandezas junt

n Católicos aquellos reyes. Establece la Inquisición do?a Isabel con su fanatismo de hembra. La ciencia apaga su lámpara en la mezquita y la sinagoga y oculta los libros en el convento cristiano, viendo que es llegada la hora de rezar más que de leer. El pensamiento espa?ol se refugia en la sombra, tiembla de frío y soledad, y acaba por morir. Lo que resta de él se dedica a la poesía, a

s la be

también

e cons

a?a, enga?ada por su extraordinaria vitalidad, se abría las venas para contentar al naciente fanatismo, creyendo sobrellevar sin peligro esta pérdida. Después viene lo

spa?a empieza con el Emperador y sigue igualmente gloriosa con don Felipe II. és

re de su país; gran comedor, gran bebedor y aficionado a tomar por el talle a las muchachas. Pero no había en él nada de espa?ol. La herencia de su madre sólo la aprereciaba como buena para explotarla. Espa?a es una sierva del germanismo, pronta a dar cuantos hombres se la pidan y a satisfacer empréstitos y tributos. Toda la vida exuberante almacenada en este suelo por la cultura hispanoárabe durante siglos la absorbe el Norte en menos de cien a?os. Desaparecen los municipios libres; sus defensores suben al cadalso en Castilla y en Valencia; el espa?ol abandona el arado y el telar para correr el mundo con el arcabuz al hombro; las milicias ciudadanas se transforman en tercios que se baten en toda Europa sin saber por qué ni para qué; las ciudades industriosas descienden a ser aldeas; las igle

?negarás que don Carlos, que edificó el Alcázar de Toledo, y don Fel

que, temiendo éste que los soldados de Espa?a, que habían entrado dos veces en Roma, se quedasen en ella para siempre, se allanaba a todas sus imposiciones. El padre y el hijo nos robaron la nacionalidad y disfrazados con ella, derrocharon nuestra vida en sus planes puramente personales de resucitar el cesarismo de Carlomagno y hacer la religión católica a su gusto e imagen. Hasta mataron la antigua religiosidad espa?ola, tolerante y culta por su continuo roce con el mahometismo y el hebraísmo: aquella Iglesia hispánica, cuyo sacerdote vivía en paz dentro de las ciudades con el alfaquí y el rabino, y que castigaba con penas morales a los que por exceso de celo turbaban el culto de los infieles. La intolerancia religiosa, que los historiadores extranjeros creen un producto espontáneo del suelo espa?ol,

mbro. Ya no se indignaba: parecía

que yo creía. Piensa en dónde estás; fíjate en lo que

r de propagandista. Le animaba la antigua fiebre oratoria y hablaba como en los mítines, cuando no podía c

cerdote sirvió pa

Los antiguos oficios habían desaparecido. Fuera de la Iglesia no existía otro porvenir que ser aventurero en aquella América que de nada servía a la nación, pues la convertían en una caja de caudales del rey, o ser soldado de oficio en Europa, batiéndose por la reconstitución del Sacro Imperio Germánico, por la supeditación del Papa al Emperador y por la extinción de la Reforma religiosa, empresas que en nada interesaban a Espa?a, y eran, sin embargo, sangrías suelta

fanático Felipe III, que daba el golpe de misericordia expulsando a los moriscos; Felipe IV, un de

frailes armados hasta los dientes arrebataban a la justicia del rey, en pleno día y en medio de la plaza Mayor de Madrid, al pie de la horca, a uno de los suyos sentenciado por asesinato. La Inquisición no satisfecha con achicharrar herejes, juzgaba y castigaba... a los contrabandistas de ganado. Los hombres de letras refugiábanse aterrados en la amena literatura, como último al

Inquisi

hi

ncisco. Espa?a tenía once mil conventos, con más de cien mil frailes y cuarenta mil monjas, y a esto había que a?adir ciento sesenta y ocho mil sacerdotes y los innumerable servidores dependientes de la Iglesia, como alguaciles, familiares, carceleros y escribanos del Santo Oficio, sacristanes, mayordomos, buleros, santeros, ermita?os, demandaderos, seises, cantores, legos, novicios, ?y qué sé yo cuánta gente más...! En cambio, la nación, desde treinta millones de habitantes, había bajado a siete millones en poco más de dos sigl

si hubiese formado un concepto definitivo de

obaba a la Iglesia. Cada uno se contentaba con su pobreza, pensando en el cielo, que es la únic

uesta, y siguió hablan

hambrientos. El oro de América iba a parar a los bolsillos de los holandeses, y en esta empresa, digna de Don Quijote, recibía la nación golpe tras golpe. Espa?a era cada vez más católica, más pobre y más bárbara. Ansiaba conquistar el mundo, y tenía en su interior regiones enteras deshabitadas. Muchos de los antiguos pueblos habían desaparecido; se borraban los caminos; nadie en Espa?a sabía con certeza la

Villarroel no encontraba ni una sola obra de geografía, y cuando hablaba de matemáticas, los discípulos le decían que eran cosas de sortilegio, ciencia del diablo que únicamente podía entenderse untándose con el ungüento que usan los brujos. Los teólogos de la corte repelían el plan de un canal para unir el Tajo con el Manzanares, diciendo que la obra era contra la voluntad de Dios, pues con decir éste ?fiat?, los dos ríos se hubieran unido, y que por algo est

escribir sobre materias políticas. Falto el pensamiento de expansión, se dedicó a las artes y la poesía. El teatro y la pintura llegaron a un nivel casi superior al de los otr

idente de Castilla recorría los lugares de la provincia, acompa?ado del verdugo, para despojar a los labradores de sus escasas cosechas. Los recaudadores de tributos, no encontrando qué cobrar en los pueblos, arrancaban las techumbres de las casas, vendiendo las maderas y las tejas. Las familias huían al monte al ver en lontananza a los

ospitales, donde la gente moría de miseria, pero segura de entrar en el cielo. En las ciudades no había más establecimientos prósperos y ricos que los conventos y los hospitales. La antigua industria había desaparecido. Segovia, famosa

cuatro mil frailes y catorce mil clérigos en la diócesis. ?Y Toledo? A fines del siglo XV empleaba cincuenta mil obreros en sus tejidos de seda y de lana y sus talleres de armas, y a más los curtidores, los plateros, los guanteros y los joyeros. A fines del XVII no tenía apenas quince mil habitantes. Todo muerto, todo arruinado; veinticinco casas de

-, ?cómo los espa?oles mostraban tanta conformidad? ?Por qué no hac

ndios guiados por su cacique el fraile y adornados los harapos con escapularios y milagrosas reliquias. El anticlericalismo era el único remedio para tanta ruina, y este espíritu vino con los colonizadores extranjeros. Felipe V quiso suprimir la Inquisición y acabar la guerra naval con las naciones musulmanas, que duraba mil a?os, despoblando las costas del Mediterráneo con el miedo a los piratas berberiscos y turcos. Pero los indígenas se revolvían contra toda reforma de los colonizadores, y el primer Borbón tuvo que desistir, viendo en peligro su corona. Después, sus sucesores inmediatos, con mayores raíces en el país, se atrevieron a continuar su obra. Carlos III, para civilizar a Espa?a, sólo tuvo que meter mano a la Iglesia, limitando sus privilegios y sus rentas, cuidando las cosas de la tierra y olvidando las del cielo. Se vio el mismo espectáculo que en nuestro siglo, cuando los gobiernos tocan los intereses eclesiásticos. Los obispos protestaron, hablando en pastorales y cartas de ?las persecuciones de la pobre Iglesia, saqueada en sus bienes, ultrajada en sus ministros y atropellada en sus inmunidades?; pero el país despertó, gozando el único período próspero que se conoce en los tiempos modernos antes de la desamortización. Europa estaba regida entonces por reyes filósofos y Carlos III era uno de ellos. El eco de la revolución inglesa vibraba aún en el mundo. Los monarcas querían ser amados, no temidos, y en casi todas las naciones luchaban con el embrutecimiento de las masas, imponiendo las reformas progresivas de real orden y casi por la fuerza. Pero el gran mal del sistema monárquico es la herencia, el poder vinculado en una familia. Un hombre de buen sentido y rectas intenciones puede engendr

cer un sacrificio por la casa de Dios. Sólo en la hora de la muerte, c

ona vulgaridad, se atrae las iras sordas de la gran masa escandalizada y sufre el castigo. Si es pobre, se le somete a la prueba del hambre cortándole los medios de vida; si es independiente, se le quema en efigie, creando el vacío en torno de él. Hay que ser correcto, acatar lo establecido, y de aquí que, ligados unos a otros por el miedo, no surja una idea original, no exista un pensamiento independiente, y hasta los sabios se guarden para ellos las conclusiones que sacan del estudio, sometiéndose en la vida vulgar a los mismos usos y preocupaciones de los imbéciles. Mientras esto siga, es tarea inútil la de los revolucionarios en este país. Podrán cambiar aparentemente la faz del suelo, pero al hundir el azadón encontrarán la piedra de los siglos siempre unida y compacta. El carácter nacional, al perder la fe religiosa, no ha cambiado. La fe ha muerto

reía escuc

allá; con nada te conformas, todo te parece pésimo... y esto me hace gracia. No eres enemigo terrible, porque tiras de muy lejos. Me parece que andas tan mal de la cabeza como del pecho.... Pero hombre, ?aún te parecen poca cosa las revoluciones que hemos tenido? ?Y aún crees que el país está tan salvaje com

es un llamamiento que la desidia espa?ola hace al hambre; una demostración perpetua del fanatismo, que confía en la rogativa y en la lluvia del cielo más que en los adelantos de los hombres. Los ríos ruedan hacia los mares por cerca de comarcas abrasadas, desbordándose en el invierno no para fecundar, sino para arrastrarlo lodo en el ímpetu de la inundación. Hay piedra para iglesias y nuevos convenios, nunca para diques y pantanos. Se levantan campanarios y se cortan árboles, que atraen la lluvia. Y no me arguya usted de nuevo, Antolín, que la Iglesia es pobre y de nada tiene la culpa. Los pobres son ustedes, los de la Iglesia rancia y tradicional, los de la religión a la espa?ola, pues en esto hay modas, y los fieles se van con lo más reciente; pero ahí están los jesuítas, la manifestación más moderna del catolicismo, la ?última novedad?, que con su Corazón de Jesús y demás idolatrías a la francesa levantan palacios e iglesias en todas partes, desviando el dinero que antes iba a las catedrales y siendo la única demostración de la riqueza del país. Pero volvamos a nuestro progreso. Peor aún que la sequedad, es para nuestra agricultura la ignorancia y la rutina del pueblo labrador. Toda invención y aplicación científica la rechazan, creyéndola mala. ?Los tiempos pasados eran los buenos. Así cultivaban mis abuelos y así debo hacerlo yo.? La ignorancia se ve convertida en gloria nacional. Y no hay que esperar por ahora el remedio. En otros países salen de las universidades y de las escuelas superiores los reformistas, los combatientes del progreso. Aquí sólo producen los centros de ense?anza un proletariado de levita ansioso de vivir, que asalta las profesiones y puestos públicos sin otro deseo q

emás celebraban sus palabras. Toda crítica con

ecía a Gabriel-. Tú, en tu

rtifican, y abren caminos para que todos puedan contemplarlas. Aquí, por donde ha pasado el arte romano, el bizantino, el árabe, el mudejar, el gótico y el Renacimiento, todas las artes de Europa, los hierbajos y matorrales cubren las ruinas en los campos, ocultándolas y desfigurándolas, y la barbarie de

an menos el encanto de aquellas afirmaciones, que tan audaces resultaban en el ambiente reposado y rancio del claustro. Don Antolín era el único que reía, encontrando graciosísimas, por lo dispa

el cura-. Tengo que decirle

dose a Lun

ia espa?ola, rancia, como tú dices, ha quedado empobrecida, ?y aún te parece poca revolución! ?Qué es lo que tú q

el con lástima paternal

s y sacerdotes, pero nos detuvimos en el pórtico de la vida moderna, sin fuerza ni deseo para tomar la mano de la ciencia, que era la única que podía guiarnos. De aquí nuestra situación triste. Ciencias son hoy la agricultura, las industrias, las artes y los oficios, la cultura y el bienestar de los pueblos... hasta la misma guerra. Y E

onozco eso. Es la eterna música de todos los enemigos de la religi

fe y la espada. A ratos, nos dirige una o nos arrea la otra. Pero de la cie

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