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La Catedral

Chapter 3 3

Word Count: 8228    |    Released on: 30/11/2017

de los grandes recuerdos históricos, se venía abajo. Las Cortes Constituyentes eran un volcán, un respiradero del infierno para las negras sotanas que formaban corro en torno del periódico de

llanuras de Castilla. Pero transcurrían los a?os, venía y se iba don Amadeo, ?hasta se proclamaba la República! y la causa de Dios no adelantaba gran cosa. El cielo estaba sordo. Un

cantar misa. ?Qué le importaba su carrera viendo a la Iglesia en peligro y próxima a desvanecerse la poesía so?olie

ario, y los catedráticos contestaban con un g

o pueden ver con calma lo que ocur

les hacían sonreír con

os de Dios no podían salir a la calle con traje talar sin riesgo de ser silbados e insultados. El recuerdo de los arzobispos de Toledo, de aquellos bravos príncipes eclesiásticos guerreadores e implacables con el infiel, enardecía su bel

sin revelarles sus propósitos, y por la noche huyó de Toledo con un escapulario del Corazón de Jesús cosido al chaleco y una hermosa boina de seda en el bolsillo, de las confeccionadas por blancas manos en los conventos de la ciudad. El hijo del ca

a tropa. Le habían hecho oficial, en atención a sus estudios y a las cartas en que le recomendaban algunos prebendados de

zadas: soldados que peleaban por el ideal, que hincaban la rodilla antes de entrar en combate para que Dios estuviera con ellos, y por la noche, después de ardientes plegarias, dormían con el puro sue?o del asceta, y se encontraba con reba?os armados indóciles al pastor, incapaces del fanatismo qu

las partidas como se hubieran quedado en casa a tener otros consejeros; almas sencillas que creían firmemente que en las ciudades quemaban y devoraban a los ministros de Dios, y se habían lanzado al monte para que la sociedad no cayese en la barbarie. El peligro común, la miseria de las marchas interminables para burlar al enemigo, la escasez sufrida en los yermos y picachos que les servían de refugio, los igualaban a todos, entusiastas, escépticos e ignorantes. Todos sentían por igual el deseo de resarcirse de las

osa deseaba imitar a las heroínas de la Vendée, y montando un peque?o caballo, el revólver al cinto y la boina blanca sobre la trenza flotante, se puso a la cabeza de aquellas tribus armadas que resucitaban en el centro de la Península la vida y las luchas de los tiempos casi prehistóricos. El revo

s ventanas no lograban detenerles. Todos estaban pálidos, con los labios descoloridos, los ojos brillantes y un temblor homicida en las manos. El peligro arrostrado y la certeza de que por fin eran due?os de una ciudad les enloquecía. Las puertas de los edificios caían a cu

las invenciones del demonio, con las cuales creían ellos que se comunicaban los impíos con el gobierno de Madrid, y machacaban

egación de Dios. Aquellos hijos de las monta?as, en su santa ignorancia, hacían sin saberlo una gran cosa. ?Ah, si toda la nación les imitase! En otros tiempos no existían los chirimbolos de la ciencia, y Espa?a era más dichosa.

indulto, ganosos de volver a sus casas. Mariano el campanero se fue también. No quería vivir en tierra extranjera; además, su padre había muerto, y no era difícil que le entregasen la torre de

a no volviese a Toledo era que le gustaba seguir la corriente de los hechos, viendo nuevas tierras y cambiando de costumbres. Regresar a la catedral era quedarse en ella para siempre, renunciar a la vida; y él, que durante la guerra había gustado los encantos mundanales, no quería abandonarla tan pronto. Aún no era mayor de edad: tiempo le quedaba para acabar sus estudios. El sacerdo

erra por aquel joven teólogo y al mismo tiempo le aleccionaban en el idioma del país. Estos amigos eclesiásticos le proporcionaban lecciones de espa?ol entre la alta burguesía afecta a la Iglesia. En los momentos de penuria le sal

reso material, los refinamientos de la civilización, la cultura y el bienestar de las gentes en la tierra francesa. Recordaba ahora con vergüenza su ignorancia espa?ola, aquella prosopopeya castellana, mantenida por mentirosas lecturas, que le hacían creer que Espa?a era el primer país del mundo, el pueblo más

omo corrector de pruebas en una librería religiosa inmediata a San Sulpicio. En este barrio levítico de París, con sus hoteles para curas y familias religiosas, s

onador y respetuoso con los progresos humanos, aturdió a Gabriel. Su fiera devoción espa?ola estaba acostumbrada al desprecio de las ciencias profanas. No había en el mundo más que una sabiduría verdadera: la teología; las demás ciencias eran juegos, buenos cuando más para entretener la eterna infanc

a; un deseo de agradar, de no ser rechazados, de infundir simpatía con soluciones conciliadoras para que el dogma no quedase en tierra privado de asiento en aquel tren de rapidísima marcha que llevaba a la humanidad hacia el porvenir con el vértigo de los nuevos descubrimientos. Libros enteros de sacerdotes ilustres estaban dedicados a ajustar y amoldar, aun a riesgo de violentarlas, las revelaciones de los libros santos con los descubrimientos de la ciencia. La Iglesia, anciana venerable que Gabriel había visto

la religión, firme como una roca en medio de los siglos, que había desafiado persecuciones, cismas y guerras, se ablandaba por el miedo ante los descubrimientos de unos cuantos hombres, entrando en la

ndirectamente de las creencias de diecinueve siglos. Deseó saber por qué se descoyuntaban y torturaban los libros sagrados para explicar por épocas geológicas la creación que Dios había realizado en seis días; qué peligro se quería evitar haciendo comparecer a la divinidad ante la ciencia para que

. Ganaba doce francos al día: mucho más que aquellos canónigos de Toledo que en otros tiempos le parecían grandes duques. Vivía en un hotelito de estudiantes, cerca de la Escuela de Medicina, y sus discusiones vehementes por la noche, entre el humo de las pipas, con los compa?eros de hospedaje

de las que volvía más fresco, con el cerebro más despierto, como si saliera de un ba?o que calmaba su juventud, entregábase con mayores ánimos al estudio. La Historia, la verdadera Historia, cuya fría limpidez contrastaba con la intrincada mara?a de prodigios de los cronicones leídos en la ni?ez, abatió gran parte de sus creencias. El catolicismo no fue ya para él la religión única. Ya no partió en dos períodos la historia de la Humanidad, antes y después de la aparición en Judea de unos hombres obscuros que se esparcieron por el mundo predicando u

ya para Gabriel más que una de las muchas manifestaciones del pensamiento humano, deseoso de explicarse la presencia del hombre en la tierra y el pavoroso misterio de lo que pueda existir más allá de la muerte. Estos dos problemas venían preocupando al se

raza. Los historiadores extranjeros le mostraban la triste suerte de Espa?a, estacionada en el período crítico de su desarrollo, cuando salía joven y vigorosa del fecundo período de la Edad Media, por el fanatismo de sacerdotes e inquisidores y la demencia de unos reyes que, faltos de med

su talento y por su historia. Era como de su familia. El grande hombre había pasado también por el Seminario y guardaba aún cierto aspecto clerical, como si hubiera sufrido más hondamente la presión del troquel eclesiástico

apel beneficioso en un período de la infancia de la humanidad. Llenaba la vida de los hombres durante la Edad Media, cuando no podía darse un paso fuera de la religión, y en la tierra, asolada por las luchas, no había otra esperanza que el cielo ni más lugar de asilo para el pensamiento que la catedral en la ciudad y el monasterio en el campo. ?Las ferias, las reuniones para negocios o placeres-como decía su maestro-, eran fiestas religiosas; las representaciones escénicas eran misterios; los viajes, peregrinaciones, y las guerras, cruzada

on que la humanidad del porvenir fuese una inmensa Atenas, una democracia artística y sabia gobernada por grandes pensadores, sin más luchas que

iles de millones de mundos, y cuanto más potentes eran los instrumentos inventados por el hombre, mayor se hacía su número, prolongándose las distancias en una inmensidad que causaba vértigos. Unos cuerpos se atraían a otros girando por el espacio a razón de millares y millones de leguas por minuto, y toda esta nube de mundos caía y caía, sin pasar dos veces por el mismo punto de la silenciosa inmensidad, en la que sur

dos sus atributos. Al agigantarse para llenar el infinito, confundiéndose con él, se hacía tan sutil, tan impalpable par

al asomaba como una consecuencia del medio favorable, ajustándose a las condiciones de éste, comenzando con formas tímidas y microscópicas de existencia, con el musgo que apenas cubre las rocas, con el animal que apenas presenta los vestigios de un organismo rudimentario. Y con este prólogo de la creación natural comenzaba la vida, desarrollándose al través de millones y millones de a?os, interrumpida a veces por los cataclismos de la tierra ag

tima creencia, la postrera, que aún se mantenía erguida como un monolito en medio de ruinas, explicando el origen de la crea

ía revolucionaria se apoderó de él. Primero fue Proudhon con sus audaces escritos; después completaron la obra algunos ?militantes? que trabajaban en la misma imprenta que él, viejos soldados de la Commune que acababan de volver del destierro o de las prisiones de Oceanía, y reanudaban su campa?a

es para la felicidad de unos miles de privilegiados. La autoridad, fuente de todos los males, era para él el mayor de los enemigos. Había que matarla, pero creando antes hombres capaces de subsistir sin amos, sacerdotes y soldados. La dulzura de su carácter, el odio que le inspiraba la violencia después de sus tres a?os de guerrillero, le hacían apartarse de los nuevos camaradas, que so?aban con hecatombes por la di

Latino, jóvenes de mirada fría y lacias melenas, que osaban implantar en París las venganzas del nihilismo. En Londres conoció a una inglesa joven, enferma, que, movida como él por el ardor de la propaganda revolucionaria, iba de la ma?ana a la noche por los paseos y los alrededores de los talleres repartiendo folletos y hojas impresas que guardaba en una

s, dedicándose a diversos trabajos, con esa facilidad de adaptación de los revolucionarios universales, que sin dinero corren el mundo

demás hombres, pero era su compa?era, su hermana; se compenetraban los dos en gustos y aficiones; la miseria en común los había fundido en una sola voluntad. Además, Gabriel sentíase aviejado antes de hora por aquella existencia de aventuras emocionantes y penosas privaciones. En varios sitios de Europa le habían encarcelado por sospech

n tierra extra?a después de la muerte de Lucy. Despertóse en él un vehemente amor por la tierra natal. Quería volver a Espa?a, de la que tanto se había burlado, y que ahora, a pesar de su atraso secular, le par

más pobre que salió de allí. Supo que su hermano el jardinero había muerto, y que la viuda refugiada con su hijo en un desván de las Claverías, lavaba ropa para los canónigos. Esteban, el Vara de palo, le acogió después de tan larga ausencia con la misma admiración que cuando estaba en el Seminario. Se h

rte, pero que había muerto hacía más de un siglo, deshaciéndose su cuerpo, evaporándose su alma, sin dejar otro vestigio que aquella envoltura exterior, semejante a las conchas que encuentran los geólogos en los yacimientos prehistóricos, y que por su estructura dejan adivinar las partes blandas del ser extinguido. Viendo las ceremoni

en el Seminario, se hinchaba y esparcía como un gas embriagador en las reuniones revolucionarias, enardeciendo a la muchedumbre desarrapada, hambrienta y miserable, que sentía estremecimientos de emoción ante la sociedad futura descrita por el apóstol: la ciudad celeste de los so?adores de todos los siglos, sin propiedad, sin vicios, sin desigualdades, donde el trabajo sería un placer y no existiría más c

causa de la popularidad de su nombre... ?Oh los dos a?os pasados en el castillo de Montjuich! En la memoria de Gabriel habían abierto un surco hondo,

sticia de otros siglos, con sus procedimientos de violencia, resucitaba en plena civilización. Se desconfiaba del j

sus visiones del porvenir, no había llegado a darse cuenta de que germinaba en torno suyo la violencia. Su negativa tenaz indignaba a aquellos hombres; la voz melosa del criollo se atiplaba por la ira, y entre amenazas y blasfemias abalanzábanse todos sobre él, y comenzaba la caza del hombre por toda la mazmorra, cayendo los garrotes sobre su cuerpo, alcanzándole lo mismo en la cabeza que en las piernas, acosándolo en los rincones, siguiéndole cuando con un salto desesperado pasab

ento calculado: le ofrecían agua cuanta quisiera, pero luego que delatase los nombres de los culpables, afirmando lo que no sabía. El hambre luchaba en él con la sed; pero temiendo a ésta mucho más, arrojaba a un rincón aquellos alimentos cargados de sal, como si fuesen veneno. Deliraba con el delirio de los náufragos atenaceados por el recuerdo del agua en medio de las olas amargas. Veía en sus pesadilla

. Algunas noches oía lejanos y vagos, al través de los gruesos muros, lamentos y sollozos en las mazmorras inmediatas. Una ma?ana le despertaron varios truenos, a pesa

o, herido por las privaciones, se negaba muchos días, con horribles náuseas, a recibir el pan áspero y el cazo de rancho. La larga inmovilidad, el enrarecimiento del aire, la escasa nutrición, le habían hecho caer en u

jos que da el aislamiento. Gabriel deseaba que le matasen. Al llegar el fiscal en la larga lista de acusación al nombre de Luna, detúvose un instante para lanzarle una mirada feroz. Aquel acusado era de los ?teóricos?: aparecía en las declaraciones de los testigos sin interv

oído de otro compa?ero de Conse

r la mano, para que escarmienten y no hablen más de Tolstoi, de I

ara embarcarse con todos sus compa?eros de emigración forzosa. Gabriel era una sombra de hombre. Su debilidad le hacía andar vacilante y trémulo como un ni?o; pero olvidando su mísero estado, se apiadaba de otros compa?eros más enfermos que él, con visibles cicatrices de los tormentos sufridos y el sexo atrofiado por bárbaras estrangulaciones. La vuelta a la libertad hacía renacer e

vo que trasladarse al continente, a pesar de que el país británico, con su

ón de los bohemios en la Edad Media, el acosamiento de las gentes independientes, de vida vagabunda, que resucitaba en plena civilización. La enfermedad y el deseo de paz le hicieron volver a Espa?a. Con el tiempo se habí

cierta aureola que aterraba a los patronos, Gabriel cayó en la miseria, sin que le bastasen los auxilios con que le soc

ía lentamente a su llamamiento. Pensó en su hermano, el único afecto que le restaba en el mundo. Recordó aquella famili

amilia feliz. También por aquel rincón sile

s para morir tranquilo, sin más anhelo que ser olvidado, pereciendo antes de hora, gustando la amarga felicidad del anonadamiento,

, un autómata más; imitaría a aquellas criaturas que tenían en su ser algo de la aspereza de la piedra berroque?a de los contrafuert

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