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La Catedral

Chapter 4 4

Word Count: 9965    |    Released on: 30/11/2017

Antolín, el Vara de plata. Este sacerdote ejercía autoridad a modo de gobernador de la catedral, pues a sus

eran quejarse de descuidos en el servicio. Arriba, en el claustro, velaba por el buen orden y las sanas costumbr

a por las naves para evitar las irreverencias de los devotos y las distracciones de los empleados. A las ocho de la noche en invierno y a las nueve en verano cerraba la escalera del claustro alto, guardábase la llave en el bolsillo y toda la población qu

ve curva, como una chapa de hueso con dos aristas a los lados, que se marcaban bajo el gorro de seda que usaba en invierno. Las facciones estiradas, sin una arruga, sin un estremec

ar su vida en la sacristía de la Primada, donde había comenzado de monaguillo. Por su fe absoluta e irracional, por su adhesión inquebrantable a la Iglesia, le habían sacado adelante en la carrera los se?ores del Seminario, a pesar de su ignorancia. Era un hijo del terru?o

n la Inquisición al intervenir en la religiosidad militante. Venido al mundo en la mala época, cuando flaquea la fe y la Iglesia no puede imponerse por la violencia, el buen don Antolín había quedado obscurecido en la baja administración de la catedral, ayudando al can

arzobispo tenía puesta en él, la amistosa franqueza con que le hablaban canónigos y beneficiados y sus conciliábulos administrativos con el Obrero y el Tesorero. Por esto no podía ev

orros, que dedicaba a la usura; préstamos que nunca iban más allá de dos o tres duros a los pobres servidores del templo agobiados por la miseria, y que recobraba con creces cuando a principios de mes pagaba el canónigo Obrero. En él, la avaricia y la usura iban unidas a la más absoluta probidad para los intereses de la iglesia. Perseguía encarnizadamente la menor sisa en la sacristía, y e

iendo la cocina, mientras Mariquita, vestida de hábito y cuidadosamente peinada, único lujo que le permitía su tío, salía al claustro con la esperanza de que subiese algún cadete o se fijasen en ella los forasteros que iban a la torre o a la sala de los gigantones. Ponía los ojos tiernos a todos los hombres; ella, tan áspera e imperiosa con las mujeres, sonreía a cuantos solteros vivían en las Claverías. El Tato era gran amigo suyo; le buscab

o en la catedral casi de limosna, su tuteo de superioridad no estaba exento de cierta admiración. Gabriel, por su parte, temía al Vara de plata, conociendo su fanatismo intolerante. Por esto se limitaba a es

n el claustro los dos hombres, s

va es

es, y el cuidado continuo de su hermano, alimentándolo casi a la fuerza a todas horas, como a un pájaro, había

ntolín.... Y ayer,

s, uno rojo, otro verde y el tercero blanco. Pasaba las hojas, consultando los folios de las que llevaba arrancadas.

a vista a nuestra catedral. Además, la gente de Madrid sale con el buen tiempo, y aunque a rega?adientes, afloja la mosca por ver los gigantones y la Campana Gorda. Da gusto entonces despachar papeletas. Ha habido

r papeletas de entrada para ver las riquezas y curiosidades de la catedral llenaba su pensamiento. Era la salvación de la iglesia, el procedimiento m

ras catedrales son porquerías si se comparan con las nuestras; mentiras, inventadas muchas de ellas por la envidia que inspira nuestra Iglesia Primada. ?Ves estas otras que son rojas? Pues sólo cuestan seis reales, y con ellas pueden visit

ando el último talonar

n y dicen que esto es un robo? El otro día, tres soldados de la Academia, que vinieron con unos ?parditos? a ver los gigantones, armaron un escándalo porque no les dejaban entrar por un perro gordo. ?Como si pi

de plata por este mutismo, que le parecía

o, que no necesita de recomendaciones para ver las cosas. Y un día que el Obrero y yo nos roíamos las u?as viendo que esas mil y pico de pesetas puercas (?Dios me perdone!) que nos da el desdichado Estado no bastaban para finalizar el mes, propuse mi idea. ?Querrás creer que hubo en el cabildo se?ores que se opusieron? Ciertos canónigos jóvenes hablaron de los mercaderes del templo; tú ya sabes quiénes eran: unos judíos a los que corrió el Se?or con la cuerda en la mano por no sé qué perrerías; otros más viejos alegaron que la catedral había tenido abiertas sus maravillas a todos durante siglos, y así había de seguir. Tendrían razón todos los se?ores, pues no se llega a canón

clérigo se había guardado los talonarios. Sus ojos se fijaban en Gabriel, que creía del caso sonreír de u

granizo rompe una vidriera de las naves, podemos echar mano de los vidrios sobrantes que nos dejaron los se?ores Obreros de otros siglos. ?Ay, Se?or, Dios mío! ?Y pensar que hubo una época en que el cabildo mantenía a sus expensas, dentro del templo, talleres de pintores de vidrio, de plomeros y qué sé yo cuántos más, pudiendo hacer grandes obras sin buscar auxilio fuera de casa! Si se rompe una casulla, aún nos quedan para componerla tiras b

si este porvenir por él evocado fuese u

mplo y los claustros, vigilándolo todo para que no se hagan trampas, pues aquí hay gente joven y ligera que no es de fiar. Tan pronto estoy en el Ochavo, viendo si tu sobrino el Tato ha pedido la papeleta a los forasteros (pues es muy capaz de dejarlos entrar gratis para que le den propina), como subo al claustro para vigilar a ese zapaterín que ense?a los gigantones. A mí no me la pegan. Nadie se

Pero don Antolín no podía callar fácilmente cua

esta Santa Iglesia. El buen rey da a la catedral nueve villas, y si quisiera te podría citar los nombres, varios molinos y un sinnúmero de vi?as, casas y tiendas en la ciudad, y termina diciendo, con su largueza de caballero cristiano: ?Esto, pues, de tal manera lo doy, y concedo a esta Santa Iglesia y a ti, Bernardo, Arzobispo, por libre y perfecta donación, que por homicidio ni por otra alguna calumnia en ningún tiempo se pierdan. Amén.? Después, don Alfonso VII nos da ocho pueblos al otro lado del Guadalquivir, varios hornos, dos castillos, las salinas de Belinchón y el diezmo de toda la moneda que se labrase en Toledo, para el vestuario de los prebendados. El VIII del mismo nombre suelta sobre la catedral otra lluvia de donaciones, ciudades, aldeas y molinos: Illescas es nuestra, y una gran parte de Esquivias, así como la apoteca de Talavera. Después viene el batallador prelado don Rodrigo, que conquista a los moros mucha tierra; la catedral posee un principado, el Adelantamiento de Cazorla, con poblaciones como Baza, Niebla y Alcaraz.... Y dejando a los reyes, ?no hay poco que decir de los grandes se?ores, nobles como príncipes, que mostraron su generosidad con la Iglesia Primada...! Don Lope de Haro, se?or de Vizcaya, no contento con costear la construcción del templo desde la puerta de los Escribanos hasta el

nte de la catedral, que en su cuerpo parecían resumirse todos los olores del templo: su sotana tenía el perfume mohoso de la pie

riquezas pasadas, enardecíase

s todos, como si fuese un revendedor de entradas de toros, como si la casa de Dios fuera un teatro, teniendo que aguantar a extranjeros herejes que entran sin santiguarse,

ciones, hasta que al pasar frente a la puerta de

paseo. Se enfrí

dote dentro de su casa, siguió la s

usta, don

que le daba su antiguo trato con el mundo. Además, sobre su imaginación de mujer ejercía cierto encanto el misterioso pasado de Gabriel, su alti

s paseos por el claustro, después de apurar el jarrit

arareaba con aire distraído, agitado perpetuamente por su nerviosa movilidad. Preguntaba con alarma si habían tocado ya a coro, asustado por las amenazas de multa a causa

a: una cama de hierro, que era aún la del Seminario, un armónium, dos bustos de yeso de Beethoven y Mozart y un montón enorme de paquetes de música, de partituras encuadern

-decía el Vara de palo con ace

ás le valdría, don Luis, comprarse un sombrero nuevo, aunque fuese modestito, pa

las galerías del claustro alto, con el afán de no privarse de este ejercicio a que estaba acostumbrada su metódica existencia. El agua del cielo golpeaba los vidrios de la ventana d

s melodías del instrumento llenaban el cuarto, descendiendo por la escalera hasta llegar a los paseantes del claustro como un eco lejano. De rep

s sin burlarse ni tenerlo por loco; antes bien, mostraba con sus breves interrupciones y preguntas el gusto con que le

ir los domingos por la tarde al locutorio, donde encontraban a los buenos Padres, cada uno de los cuales resultaba un profesorazo instrumentista. Eran los únicos conciertos de aquella época. Con la pitanza asegurada, sin tener que preocuparse de casa ni vestido y teniendo el amor al arte por toda obligación, figúrese usted, Gabriel, qué musicotes podrían salir. Por eso, cuando echaron a los frailes de sus conventos, los Jerónimos no salieron mal librados. Nada de mendigar misas por las iglesias ni vivir de gorra con las familias devotas. Tenían para ganarse el pan un arte estudiado concienzudamente, y se colocaron en seguida en las catedrales como organistas y maestros de capilla. Los cabildos se los disputaban. Algunos fueron más audaces, y ganosos de ver de cerca aquel mundo musical que se les aparecía dentro de sus conventos como un paraíso fantástico, entraron en las orquestas de los teatros, viajaron, hicieron sus calaveradas allá por Italia, transformándose de tal modo, que ni en cien a

ue desde una rinconera contemplaba el cuartuch

un músico y entiendo poco de estas cosas. Pero a Beethoven lo adoro, y creo que mi padrino se quedó cor

íase de pie y paseaba por la habitación, pis

yo aquí encerrado, sin otra esperanza que dirigir alguna misita rossiniana en las grandes festividades...! Mi único consuelo es leer música, enterarme por la lectura de las grandes obras que tantos tontos oirán en las ciudades dormitando o aburriéndose. Ahí tengo en ese montón las nueve sinfonías del ?Hombre?, sus innumerables sonatas, su misa, y con él

y hablaba de él con entusiasmo. Por indicación del cardenal-arzobispo habí

con ropas de un violinista amigo que algunas veces toca en las fiestas de Toledo, oí La Walkyria en el paraíso del Real. Otra noche asistí a

to, besándolo con humildad infantil, como u

ablo de esto con las gentes de abajo, me llaman loco. Pero usted es de los míos, y no temo que se burle. Hay pasajes musicales que me hacen ver el mar, azul, inmenso, con olas de plata (y eso que yo nunca he visto el mar); otras obras desarrollan ante mí bosques, castillos, grupos de pa

rtaba en él la música un mundo fantástic

la tierra las guirnaldas de flores que han dejado olvidadas las santas. Uno abre el compartimiento de la lluvia y la hace caer sobre el mundo; otro se acerca a la llave de los truenos y la toca: ?redoble espeluznante que turba el jugueteo y los pone en fuga! Pero vuelven otra vez y continúa la ronda graciosa, repitiéndose de nuevo las ruidosas travesuras cortadas por los truenos. ?Y el adagio? ?Qué me dice usted de él? ?Conoce algo más dulce, más amoroso y d

usted-dijo Gabriel-. E

a de Dios. ?Creo en Dios y en Beethoven?, como dijo su discípulo.... Además, ?qué religión tiene la grandeza de la música? ?Conoce usted el último cuarteto que escribió Beethoven? Se sentía morir, y al borde de la partitura escribió esta pregunta aterradora: ??Es preciso?? Y más abajo a?adió: ?Sí; es preciso, es preciso.? Era neces

osa al transponer el umbral de la vida, no desesperada y temblona por el miedo a lo desconocido, sino de una mel

oso, sin interrumpir a su amigo más que con la tos de su pecho enfermo. Eran tardes de dulce tristeza, en las que se compenetraban aquellos dos hombres: el uno, so?ando con salir de la cárcel de piedra de la catedral para ver el mundo; el otro,

las ma?anas, el diálogo era siem

pilla-. Tengo papeles frescos. Vamos a paladear una nove

r en cierto modo de entretenimiento a aquel paria del arte, q

aba los gigantones. Cansado de la charla de las mujeres asomadas a las puertas de las Claverías, subía a la habitación del campanero, su antiguo ca

n de arriba. Fatigado, además, de tropezar siempre en sus paseos con muros de piedra que le recordaban la cárcel, neces

u hijo mayor, que acogía resignado todas sus indicaciones, encontraba ahora a la tía Tomasa hacien

conocido de ni?os, peleándose en el claustro alto por la posesión de una estampita o haciendo jugarretas a los mendigos que acupaban la puerta del Mollete. El imponente don Sebastián, que hacía temblar con una mirada al cabildo y a todos los curas de la diócesis, mostrábase alegre, fraternal y confianzudo cuando de tarde en tarde veía a Tomasa. Era el único recuerdo vivo que quedaba de su infancia en la catedral. Besábale la vieja el anillo con gran reverencia, pero a continuación le hablaba como a un individuo de su familia, faltándola poco para tutearle. El cardenal,

ientos y fórmulas de respeto. Pero su familia sabía aprovecharse de esta amistad, especialmente su yerno, el Azul de la Virgen, un camándulas, según decía la vieja, que hacía dinero hasta de las telara?as del temp

tos de las capillas ni las dignidades humanas que se sentaban en el coro. Reía con la alegría de una vejez sana y plácida; sus sesenta a?os, como ella afirmaba, estaban limpios de todo da?o al semejante. Su lenguaje era algo irrespetuoso y li

. Yo creo en la Virgen del Sagrario y un poquito en Dios; ?pero en esos se?ores? ?Si los conocieran como yo...! Pero, en fin, todos hemos de vivir, y lo malo no es tener defectos, sino ocultarlos, hacer la comedia como el sinvergüenza de mi yerno, que ahí donde lo ves, grandote como un castillo, se da golpes de pecho, bes

erla en el jardín, le rec

a; te vas apa?ando. Parece que tu herman

sana y vigorosa y aquella juventud arruina

rzo. Vosotros los Luna siempre habéis sido flojuchos; tu padre, antes de llegar a mi edad, no podía menearse y se quejaba del reúma y de la humedad de este jardín. En él estoy yo, y nada: me encuentro lo mismo que cuando no bajaba de las Claverías. Nosotros

en ella honda conmiseración, evocando

a sombrero como un quitasol. Tú estás hecho ahora un mamarracho de feo, pero antes eras guapo; te lo digo yo, que soy tu tía, y ?claro!, así has vuelto de enfermo y desmirriao. Has vivido muy aprisa. ?A saber qué cosas habrás hecho por el mundo, camastrón! ?Y tu pobre madre que te criaba para santo! ?Buena santidad nos dé Dios...! No me lo niegues, no te hagas el bueno: las mentiras me enfadan. Te has diverti

rada mucho tiempo sin osar formularla. Quería saber qué era de s

r de eso. Hasta mi sobrino el Tato, que es tan parlanchín y despelleja a tod

ió el rostro

somos buenos; al fin, gentes que no hemos visto el mundo ni por un agujero y vivimos aquí como en conserva; pero los Luna habéis sido de lo bueno lo mejor; y no digamos de los Villalpando, que os vienen a la zaga. ?Ay, si tu madre

? ?Qué pasó entre mi

er o el Miradero entre su madre y aquel novio tan apuesto que le envidiaban las se?oritas de la ciudad. La hermosura de tu sobrina hacía hablar a todo Toledo. Las del Colegio de Doncellas Nobles la apodaban por envidia ?la sacristana de la catedral?; pero ella, la pobrecita, sólo vivía para su cadete, y parecía querer bebérselo con sus ojazos azules. El bestia de tu hermano lo dejaba entrar en su casa, muy orgulloso del honor que hacía a la familia. Ya sabes, Gabriel: la eterna ceguera de ciertos toledanos de medio pelo, que aceptan como una gloria e

o ?en qué paró l

as horas, mirándose en los ojos como si quisieran comerse. él estaba más tranquilo: prometía venir todos los domingos, escribir todos los días. Al principio así lo hizo; pero después pasaron las semanas sin viaje y el cartero subió con menos frecuencia a las Claverías, hasta que llegó a no subir.... Se acab

de fue? ?No

da, en la honrada casa de los Luna. Más de un a?o estuvimos en las Claverías como aplastados por este suceso. Parecía que todos llevábamos luto. ?Ya ves: ocurrir esto en la catedral, aquí, donde pasan los a?os en santa tranquilidad, sin que nos digamos una palabra más alta que la otra...! Yo me acordé entonces de ti. Parecía imposible que de los Luna, tan tranquilos

l concepto que la tía

uga, ?qué ha sabid

se terminó todo. él estaba cansado y la familia intervino para que la calaverada no cortase el porvenir del muchacho. Hasta buscaron a la policía para que, amenazando a la chica, no molestase más al oficialete con sus terquedades de abandonada. Luego... nada sé de cierto. De vez en cuando me han dicho algo los que van a Madrid. La han visto alg

ora Tomasa con

ano después del suceso. Siempre ha sido Esteban poco cosa, pero luego de lo de su hija quedó como imbécil... ?Ay, muchacho! También me ha tocado algo a mí. Así como me ves, tan alegre, tan satisfecha de vivir, a ratos se me clava aquí en la fren

ta del delantal. Temblaba su voz, y por sus

liz. Había que recogerla, que salvarla; traerla aquí.... Hay que ser misericor

ésemos, no querría admitirla. Se indigna como si le propusieran un sacrilegio. No podría sufrir con calma su presencia en la casa que fue de vuestros padres. Además, aunque no lo dice, teme el escándalo d

l-. Busquemos a la chica, y una vez la

n duda los que la ven se privan de decirlo por no darnos disgust

l? ?No se opondrán a que la pobr

Además, la muchacha podemos llevarla a un convento, para

el. No tenemos derecho para salvar

?o. Mi yerno tal vez finja escandalizarse, pero ya le arreglaré yo la cuenta. Más valiera que no hiciese la vista gorda ante los paseos que Juanito, ese cadete sobrino de don Sebastián, da por el claustro cuando mi nieta se asoma a la puerta. El muy mentecato sue?a nada menos que con emparentar con el cardenal y que su

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