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La Catedral

Chapter 7 7

Word Count: 11288    |    Released on: 30/11/2017

Al quedar solo había reflexionado sobre los peligros a que se exponía emitiendo sus ideas con tanta libertad. Le aterraba el ser expulsado

En qué podía pesar, para la emancipación de la humanidad, la conversión

llí. No era un músculo capaz de desarrollo: era un absceso que aguardaba la hora de ser extirpado o de disolverse por los gérmenes mortales que

ismo frío en que se había encerrado desde la

do, relatándole a su modo

, porque recuerdo que fue la gloria de nuestro Seminario, y especialmente porque está enfermo y sería inhumano hacerle salir de la catedral. Pero que no se repita el escándalo. ?Chitón! Que se guarde todas esas monstruosidades en la cabeza, si es que tiene gusto en perder su alma. Pero en esta santa casa, y sobre todo delante del personal, ni una pa

le debía gratitud y silencio. Callaría. ?No había convenido al ocultarse allí en que había muerto...? Viviría como el cadáver animado, que era para ciertas órdenes religiosas la suprem

ación del zapatero, y cuando veía a los camaradas rondar por el claustro con la intención de meters

su tío. El maestro de capilla alegrábase al ver que le visitaba de nuevo Luna. Era su único admirador. Al eclipsarse durante una buena temporada, el pobre artista había sufrido la amargura de la soledad, desesperándose con furia infantil, como si un público inmenso le volviera la e

. Cuando el enfermo tosía mucho, cesaba de tocar el armónium y emprendía con su a

..? No es melancólica, es triste, con su tristeza hura?a y brutal. O ríe a carcajadas o llora rugiendo; no tiene la sonrisa suave, la alegría inteligente que distingue al hombre de

da, como en otros siglos, pero por dentro sigue de luto y su alma es lóbrega y fiera. La pobre ha pasado tres siglos sufrien

s civilizaciones, pero tristones, desesperados, lóbregos, reveladores del alma de un pueblo enfermo, que no halla mejor diversión que ver derramar sangre humana y patalear jacos moribundos en el redondel de un circo. ?La alegría espa?ola! ?El regocijo andaluz...! Deje usted que me ría. Una noche, en Madrid, asistí a una fiesta andaluza, lo más típico, lo más espa?ol. íbamos a divertirnos mucho. ?Vino y más vino! Y conforme circulaban las ca?as, los entrecejos más fruncidos, las caras más tristes, los gestos duros. ??Ole!, ?venga de ahí! ?Esto es la alegría del mundo!? Y la alegría no asomaba por ninguna parte. Los hombres se miraban con torvo ce?o, las mujeres pataleaban y chocaban las manos, con la mirada perdida en una estúpida vaguedad, como si la música les vaciase el cráneo. Las bailadoras ondulaban como serpientes erguidas. Tenían la boca apretada, la mirada dura, graves, altivas, inabordables, como bayaderas que estuviesen actuando en un rito sagrado.

?ero la provisión de mendrugos; las ma?as para cazar bolsas de aquellas damas tapadas que ejercían la prostitución en los templos y sirvieron de modelo a nuestros poetas del siglo de oro para pintarnos un mundo mentiroso del honor: la mujer esclava, entre rejas y celos, más deshonesta y viciosa que la hembra moderna con toda su libertad.... La tristeza espa?ola es obra de sus reyes, de aquellos sombríos enfermos que so?aban con apoderarse del mundo, mientras su pueblo perecía de hambre. Al ver que los hechos no correspondían a sus esperanzas, tornábanse hipocondríacos y desesperadamente fanáticos, creyendo sus fracasos castigos de Dios y entregándose a una d

había impuesto para conservar su existencia tranquila en la catedral. Podía hablar sin miedo en presencia d

ía de tristeza escuchando las arias de tiple con que le arrullaba femeninamente Farinelli. Cuando nacían con los oídos del espíritu cerrados a cal y canto para las voces de la belleza, pasaban la existencia en lo

e mármol, y los caballeros de Luis XIV mariposeaban, con sus trajes multicolores, impúdicos como paganos, en torno de las bellezas pródigas de sus cuerpos, la corte de Espa?a, vestida de negro, con el rosario al cinto, asistía al quemadero y se ce?ía la cinta verde del Santo Oficio, honrándose con el cargo de alguacil de los achicharradores de herejes. Mientras la humanidad, enardecida por el soplo carnal del Renacimiento, admiraba a Apolo y rendía adoración a l

católica por excelencia. Si de vez en cuando surgió algún ser alegre y satisfecho de la vida, fue porque en el líquido azul

iel, acogiendo sus palabr

esta conquista cada vez más difícil! Había que entregar el dinero a la Iglesia para salvarse; la pobreza era el estado perfecto. Y además del sacrificio del bienestar, la oración a todas horas, la visita diaria al templo, la vida de cofradía, las disciplinas en la bóveda de la parroquia, la voz del hermano del Pecado Mortal interrumpiendo el sue?o para rec

estigio de sus haza?as. Pero al aproximarse la hora de la muerte, piensa en sus herederos, que no dispondrán como él de la gloria y el miedo para hacerse respetar, y entonces, atrayéndose al sacerdote, toma a Dios por aliado misterioso que velará por la conservación del trono. Los fundadores de dinastías imperan ?por la gracia de la Fuerza?, y sus descendientes reinan ?por la gracia de Dios?. El monarca y la Iglesia lo fueron todo para el pueblo espa?ol. La fe les hacía esclavos, con una cadena moral que no podía romper revolución alguna. Su lógica era indestructible. Al crecer en un Dios personal que se ocupaba de las cosas menudas del mundo y concedía su gracia al rey para que reinase, les tocaba obedecer a éste, so pena de ir al infierno. Los que se hallaban bien caídos en el mund

agitábase con los estertores de una tos cavernosa

una de mis correrías por Europa. No sé cómo la policía que vigilaba su carruaje no me repelió lejos de allí, creyendo en un posible atentado. Y lo que yo sentía era compasión, pensando en los reyes que llegan tarde a un mundo que no cree en el origen divino, en esos últimos reto?os que surgen del tronco carcomido y agotado de una dinastía, llevando en su pobre savia los vicios

or la higiene y la gimnasia; sus ojos empa?ados y macilentos en el fondo de profundas ojeras, y

De nada le servía tener caballos, carrozas, servidores uniformados que le saludasen y papanatas que le dieran vivas. Mejor hubiese sido para él no asomar al mundo, permanecer en el limbo de los privilegiados que no llegan a formarse. Semejant

victorias en las luchas de amor, ha de permanecer frío y austero ante la mirada vigilante de su madre, que sabe que el apasionamiento carnal puede acabar rápidamente con una vida débil y macilenta. Y como fin de tantas privaciones, de una abstinencia triste y dolorosa... la muerte inevitable. ?Para qué habrá nacido el pobre ser...? A veces las grandezas de la tierra equivalen a una maldición. La ra

s que usted ha visto, pero en Espa?a noto que es cosa muerta. Se tolera como una de tantas creaciones del pasado, pero no inspira entusiasmo y nadie está dispuesto a sacrificarse

as parásitas que al ser arrancadas reaparecen después de algún tiempo. Si en la vivienda de los reyes se buscan ejemplos del pasado, se recuerda a los cesares austriacos. ?El olvido más completo para los primeros Borbones, que mataron moralmente a la Inquisición, expulsaron a los jesuítas y fomentaron la prosperidad material del país! Se reniega de la memoria de aquellos ministros extranjeros que vinieron a civilizar a Espa?a, siendo maestros de Aranda y Floridablanca. Jesuítas, frailes y clérigos ordenan y dirigen, como en los mejores tiempos de Carlos II. Haber tenido

sación aquella tarde en

eguían, doliéndose de sus ausencias. No podían vivir sin él, según declaraba el zapatero. Se habían a

apatero con echarlo de las Claverías si continúan en su casa las tertulias. Conmigo no se meterá: ya conoce mi carácter. Además, si él manda e

?osa, que contrastaba con s

desde que te oyó la otra tarde. Desea verte; dice que iría de un extremo a otro de Toledo por escucharte. Quiere que le avise así que te decidas a reunirte con los amigos; y eso que don Antolín, ha

cara con una pálida sonrisa. En el aislamiento en que los había dejado la indignación del padre, sentían la necesidad de aproximarse, como si les amenazara un peligro. La enfermedad los unía. Gabriel lamentaba la suerte de la pobre joven, viendo cómo la había devuelto al mundo después de su fuga del hogar. Las consecuencias de su mal la martirizaban de vez en cuando con horribles dolores que ella procuraba ahogar. Si sonreía, sus dientes se mostraban ennegrecidos y rotos por la absorción del mercuri

ado en frío sudor el pecho y la cabeza, oía en el cuarto inmediato los quejidos de

aba Gabriel a la ma?ana sigu

ias negativas, acababa por

nas me meto en la cama. Parece que me los arrancan pedazo a pedazo...

, estableciéndose entre sus almas una corriente de conmiseración amorosa, atrayéndose, no po

il, a corta distancia de ella, tosiendo dolorosamente, contem

ase con los amigos; en la habitación del campanero le estarán esperando. Luego hablan de mí, creyendo que soy quien le retengo en casa. ?A paseo, tío! ?A hablar de esas cos

jalbegado, estaban adornadas con grabados amarillentos que representaban episodios de la guerra carlista

de esta reunión. Don Martín, el cura, subía también, recatándose para que no le viera el Vara de plata. Era

salud. Luna, arrastrado por el entusiasmo, había acabado por relatarles su vida y sus sufrimientos. El prestigio del martirio vino a hacer más ardoroso el fervor de aquella gente. Su apocamiento de hombres sedentarios, tranquilos y seguros dentro d

s, era, sin embargo, el más audaz en la conversación. Su entusiasmo por Gabriel, que databa de la ni?ez, su

os nos ayudemos? Pues eso es lo que yo pensaba, a mi modo, cuando íbamos por el mundo con el fusil y la boina... En cuanto a la religión, que antes nos volvía locos, ahora me tiene sin cuidado. Me convenzo, oyéndote, de que es algo

campanas. Era bien entrada la primavera, hacía calo

de que era ni?o-dijo-. Subamos: c

n vaso gigantesco de bronce con todo un costado rajado por ancha grieta. El badajo que había hecho la rotura, cincelado y enorme como una columna, estaba debajo de ella, y otro más ligero ocupaba su cavidad para los toques. Los tejados de la catedral, negruzcos y vulg

uno sin tropezar con parroquias, iglesias, conventos y antiguos hospitales. La religión había absorbido al Toledo industrioso de otros siglos, y aún guardaba bajo su cap

itos oratorios, como si marchase al triunfo. El incienso esparcía nubes ante mis ojos; mi familia lloraba de emoción viéndome nada menos que ministro de Dios. Y al día siguiente de todo este aparato teatral, cuando se apagan las luces e incensarios y la iglesia recobra su aspecto vulgar, la vida mísera y la intriga para ganarse el pan: ?siete duros al mes por aguantar a todas horas a unas pobres mujeres con el humor agriado por el encierro, vulgares como criadas de servicio,

vimientos de cabeza las

achos que ahora visten la sotana so?ando con la mitra me causan el efecto de esos emigrantes que marchan a paí

la aristocracia de la Iglesia, o sea de canónigo para arriba, y el que llega a calarse una mitra, a ése ni Dios le tose ni hay quien le pida cuentas. En el mundo laico quedan cesantes los empleados, se separa a los ministros, se degrada a los militares... hasta se destrona a los reyes. Pero ?quién exige responsabilidad al Papa o a los obispos una vez se ven ungidos y en correspondencia más o menos frecuente con el Espíritu Santo? Si pide usted justicia, le envían ante tribunales formados igualmente por aristócratas de la

artín, como si reconcent

e mantenerlos; cobra por reparación de templos, por bibliotecas episcopales, por la colonización de Fernando Poo, por imprevistos, y ?qué sé yo cuántos capítulos suplementarios! Y hay que tener en cuenta lo que paga el pueblo espa?ol a la Iglesia voluntariamente, aparte de lo que le da el Estado. La Bula de la Santa Cruzada produce más de dos millones y medio de pesetas todos los a?os; además, hay que tener en cuenta lo que las parroquias sacan de sus fieles, y las utilidades anuales de las órdenes religiosas por su ministerio y oficios (ésta sí que es partida gorda), y el presupuesto eclesiástico de los ayuntamientos y las diputaciones.... En fin, que la Iglesia, hablando a todas horas de su ?pobreza?, saca del Estado y del país más de trescientos millones de pesetas todos los a?os: casi el doble de lo que cuesta el ejército; y eso que en las sacristías se quejan de los tiempos modernos, diciendo que todo se lo comen los militares y que ellos tienen la culpa de cuanto ocurre, por haberse ido con la maldita libertad. ?Trescientos millones, Gabriel! Lo tengo bien calculado. ?Y yo, que formo parte de esta institución, tengo siete duros al mes, y la mayoría de los vicarios de Espa?a cobran menos que un guardia de Consumos y miles de clérigos andan a salto de mata, de sacristía en sacristía, buscando una misa para poner al fuego el pucherete, y si no salen a las carreteras cuadrillas de clérigos a robar, es porque tienen miedo a la Guardia civil, y tras dos días de hambre llega un tercero en el que pueden comer un mendrugo! Siempre hay una migaja para entretener el hambre. Ninguna sotana cae en medio de la calle desfallecida de necesida

os nacido en uno de estos períodos de transformación: asistimos a la muerte de todo un mundo de creencias. ?Cuánto durará la agonía? ?Quién sabe! Dos siglos, tal vez menos; lo que tarde a cristalizar en la humanidad una nueva manifestación de su incertidumbre y su miedo ante el gran misterio de la Naturaleza. Pero la muerte es segura, indiscutible. ?Qué religión ha sido eterna? Los síntomas de defunción se ven por todas partes. ?Dónde está la fe que arrastraba a la muchedumbre belicosa de cruzados? ?Dónde el fervor que levantaba catedrales con seráfica paciencia durante doscientos a?os para albergar una hostia bajo una monta?a de piedra? ?Quién se azota hoy y martiriza su carne y vive en el desierto, pensando a todas horas en la muerte y el infierno...? En Espa?a, tres siglos de intolerancia, de excesiva presión clerical, han hecho

iencias de poder? Porque desde muy antiguo tiene tomadas en los países lat

s. La Iglesia, que teme la irreligiosidad de la salud, ocupa, como usted dice, todas las avenidas de la vida, para que el hombre no se acostumbre a existir sin ella, llamándola únicamente a la hora de la muerte. Los muertos le producen mucho dinero, son su mejor finca; pero quiere igualmente reinar sobre los vivos. Nada se escapa a su despotismo y su espionaje. Se injiere en todas las cosas de los humanos, desde las grandes a las insignificantes; interviene en la vida pública y en la íntima; bautiza al que viene al mundo, acompa?a al ni?o a la escuela, monopoliza el amor, declarándolo vergonzoso y abominable cuando no se somete a su bendición, y divide la tierra en dos categorías: la sagrada para el que muere en su seno, y el estercolero al aire libre para el hereje. Interviene en el traje,

re. Vibraron el metal y la piedra, y hasta pareció conmoverse el éter del espacio. Acababa de tocar la Campana Gorda, ensordecie

Mariano podía habernos avisa

onriendo ir

más brillan y más ruido meten. Lo que no pu

. De vez en cuando se hablaba en el claustro alto de la salud de Su Eminencia. Sus graves disgustos

de los asuntos de palacio-. Do?a Visita Hora como una Magdalena

a fiesta del Corpus, tan famosa en el Toledo de otros tiempos. Su afán por lamentars

ólo quedan los famosos tapices que se colocan en el exterior de la catedral. Los giga

capilla tambié

ro instrumentos de fuera de casa, y una misita rossiniana de las más ligeras

gún antigua costumbre. Todo Toledo acudía a la serenata, que era un acontecimiento en la vida monótona d

cerraba la puerta de la calle, Gabriel y sus amigos deslizábanse cautelosamente hasta la habitación del campanero. Sagrario fue también, a instancias de su tío, que tuvo casi que

ida ubre. El Tato hablaba con entusiasmo al manchador y al pertiguero de la corrida del día siguiente, y Mariano pe

r abajo, entre el gentío que llenaba la plaza, pensando sin duda con terror

as de luces, que reverberaban sobre la fachada de la cat

mano en la empu?adura del sable, moviendo su talle esbelto y los anchos pantalones a la turca. El palacio arzobispal estaba cerrado. Por encima del resplandor roj

sus asientos. Estaban bien allí. La noche era calurosa, y ellos, habituados al encierro y el silencio de las Claverías, sent

ro alto desde que volvió a la casa pater

llas!-murmuró,

l cielo de estío parece un campo de estrellas,

, tan previsor y cuidadoso, que había fabricado la luna para que alumbrase a los

or qué no hay luna siempre, ya

El campanero, por tener más confianza con el maestro, osó preguntarle lo que

en el espacio como polvo de oro. De la inmensa bóveda parecía descender una calma religiosa, una majestad abrumadora

ia, y que, escrito en un libro, ha sido aceptado hasta nuestros días. Ese Dios personal, semejante a nosotros en su forma y sus pasiones, es un artesano de gigantesca talla que trabaja seis días y forma todo lo existente. El primer d

asentimiento. El absurdo les aparecía p

ra, es un átomo... nada. Nuestra vista nos hace considerar como alturas que dan el vértigo treinta o cuarenta metros. En este momento creemos estar muy altos porque nos hallamos cerca de los tejados de la catedral, y toda esta distancia vale tan poco para lo infinito como la indecisión de la hormiga que titubea sobre un guijarro, no sabiendo cómo descender. Nuestra vista es corta. Nosotros, que medimos por metros, que sólo podemos concebir distancias breves, tenemos que h

acento de duda-. Así nos lo ense?aron en la e

n saberlo. Nuestro planeta no sólo gira sobre sí mismo, sino que al mismo tiempo circula en torno del Sol a razón de cien mil kilómetros por hora. Cada segundo recorremos treinta mil metros. Jamás inventarán los hombres una bala de ca?ón tan rápida. Vosotros vais por la inmensidad agarrados a un proyectil que marcha vertiginosamente, y enga?ados por vuestra peque?ez, creéis vivir inmóviles en una catedral muerta... ?Y estas velocidades no son nada compar

abierta por el asombro. Sus ojos brilla

rmuraba el campanero-. ?Qué

l campo del cielo, descubre más y más. Los que apenas se marcaban en el infinito se aproximan al inventarse un nuevo anteojo, y tras ellos surgen en la negrura del espacio otros y otros, y así por los siglos de los siglos. Son incontables: están tan compactos como las moléculas del humo de una chimenea o del vapor de una nube. Nuestra peque?ez infinita nos hace apreciar las colosales distancias que existen entre ellos. Unos son mundos habitados como el nuestro; otros lo fueron y ruedan solitarios en el

l más cercano al nuestro estaba tan lejos, que para ir un sonido de nosotros a él necesitaría tres millones de a?os. El mismo sonido, para

cuatro mil a?os sin que la humanidad advirtiese que se hubieran movido en el espacio una distancia mayor que el tama?o de una u?a. Las

e cuarenta y nueve a?os, y sin embargo, verla aún en el espacio. Y esta estrella era de las vecinas. El telescopio l

llido de vida de la juventud. Los planetas muertos disolvíanse en incendios de la materia para formar nuevos mundos. Era una renovación incesante de formas, en períodos de millones de millones de siglos, que representaban

iel. Su espíritu limitado quería poner un término al infinito; en su sencillez, se imaginaban tras las distancias incalculables una bóveda de materia firmísima, con millones de leguas de espesor. Pero la obra

i en nuestro átomo había surgido la vida, forzosamente existía también en los otros cuerpos celestes, aunque fuese con distintas formas. En alg

ones y millones de mundos. Y sin embargo, era de una peque?ez insignificante, comparada con la inmensidad que ocultaba; menos que la parte infinitesimal de una molécula: nada. Así eran las religiones.

o manchador, se?alando a la catedral-,

ontestó

otros los hombres

ad

es y las costumbres de la so

a, n

ojos, agrandados por la cont

ó con voz dulce-.

n el balaustre de la galería recortábase ne

ndose hasta lo infinito. Es esa inmensidad que nos espanta con su grandeza y no cabe en nuestro pensamiento. Es la materia, que vive a

nte, para a?ad

bajen a la tierra y la rediman, buscadlo en esa inmensidad, ved dónde oculta su peque?ez. Aunque fueseis inmortales, pasaríais millones de siglos saltando de astro en astro, sin dar jamás con el rincón que oculta su majestad de d

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