La Catedral
ntolín fue en busca de Gabriel. El Vara de plat
ctivo, paseando por el claustro. La falta de ocupació
entender cuando me preguntan. Tú conoces su lenguaje: sabes el francés, el inglés y no sé cuántos idiomas más, según afirma tu hermano. La catedral ganaría mucho pudiendo demostra
or estar flaca y escurrida la renta de la Primada, ya se proveería más adelante. Y aguardó con mirada ansiosa la respuesta de Gabriel. éste mostróse conforme. Al f
un lord o un duque, extra?ándose muchas veces de su desgarbo en el vestir. Para él, sólo los grandes de la tierra podían permitirse el placer de viajar, y abría unos ojos escandalizados e incréd
labor; custodias y viriles de oro; enormes platos dorados y repujados, con escenas mitológicas que resucitaban la alegría del paganismo en aquel rincón sórdido y polvoriento del templo cristiano. Las piedras preciosas extendían su gama de colores por pectorales, mitras y mantos de la Virgen. Eran diamantes tan enormes que hacían dudar de su autenticidad, esmeraldas del tama?o de guijarros, amatistas, topacios y perlas, muchas perlas, a centenares, a miles, caídas como granizo sobre las veen sus manos, como las joyas que caen en poder de los usureros. El diamante se emp
tebras cariadas se mostraban en vasos de plata y oro. La piedad de otros siglos, crédula y grosera, aparecía tan absurda al mostrarse en pleno siglo de descreimiento, que el mismo don Antolín, tan intransigente hablando de las glori
s veces con irónica gravedad, mientras los canónigos que escoltaban la caravana
co interrumpió un
s ninguna pluma de l
ual seriedad-. Pero ya la encontrará usted en
edanos pintados en la pared con mitras y báculos de oro. Gabriel llamaba la atención sobre don Cerebruno, el prelado
esclavina fuera del montón, para que pudieran admirarse los prodigios del bordado. Todo un mundo de figurillas vivía con la fuerza del color en unas cuantas pulgadas de tela. El arte asombroso de los antiguos bordadores daba a la seda las apariencias de vida de la pintura. La esclavina y las tiras de una capa bastaban para reproducir todas las escenas de la creación bíblica o de la Pasión de Jesús. El brocado y la seda desarrollaban la magnificencia de sus tejidos. Una capa era un jardín de encendidos claveles; otra, un arria
ellecimiento ejércitos de bordadores y acaparaba las más ricas telas de Valencia y Sevilla, reproduciendo en oro y colores los episodios de los lib
o de curiosos que, bifurcándose de la gran inundación de viajeros que corrían Europa, llegaba hasta Toledo. Pero al poco tiempo le parecieron iguales las gentes que veía todas las tardes. Eran las mis
itada por el hambre y ofreciendo como única esperanza al hijo peque?o aquellas ubres flácidas, de las que sólo podía surgir sangre. El peque?ín se le moría. Sagrario, que abandonaba su máquina para pasar gran parte del día en casa del zapatero, así lo decía en voz baja a su tío. Ella hacía las faenas de la casa, mientras la pobre madre, inmóvil en una silla, con el peque?uelo
incrédulamente cuando las vecinas, agrupadas en torno del enfermo, le atribuían cada una dolencias distintas, aconsejando remedios caseros, desde los cocimientos
na a su sobrina-, n
s ingerido. Tía Tomasa, la jardinera, con su carácter enérgico y emprendedor, trajo una mujer de fuera de la catedral para que diese su pecho al enfermo. Pero a los dos días, antes de que se pudieran apreciar los efe
res entraban en la habitación del zapatero. Hasta
ue?o? ?Igual...?
an caridad de no hablarle de las pesetas
na vergüenza que aquel zapaterín se hubiese aposentado en las Claverías con su pobreza y todo el reba?o de hijos ti?osos y miserables. Moriría uno cada mes: iban a pegarles sus enf
y si las cosas fuesen derechas, los pobres debían vivir en la catedral. Mejor sería que
que no hiciesen hijos. Allí estaba él con solo una hija. No se creía con derech
el cabildo que después del coro se detenían un momento en e
r Dios! ?Cuán
seta. La jardinera pasó un día al palacio del arzobispo, pero don Sebastián estab
madre-, pero cada uno vive para él, y el prójimo que se arregle. Nadi
tro era la que mejoraba de suerte con la enfermedad del peque?o, cada vez más débil, inmov
o sonaba el lamento de la madre, estridente, interminable, como el berrido de u
trabajaba... ??Antonio, Antonio!-me grita-; veas qué tiene el chico; mueve la boca, hace muecas.? Acudo. Tenía la cara ennegrecida... como
emejanza entre su hijo y los pájaros
a Gabriel.-Tú que lo sabes todo
mpetuosidad escanda
?Mire usted que morir de hambre una criatura en una casa
ncentró en la casa del zapatero. Las mujeres rodeaban a la madre. La desesperación enfurecía a aquella mujer débil y enf
i hijooo! ?
sable a alguien de la desgracia, y se fijaba en los más altos de las Claverías. Don Antolín no la había auxiliado con la má
ia con sus trampas de usurero. Ni un céntimo ha dado para mi hijo.... Y la tal Mariquita es u
ecían suplicantes y co
artos de las rapacidades de aquel tío y los aires de gran se?ora que se daba la fea. Porque ellas fuesen pobres no i
ujeres. Eran ideas confusas y truncadas que muy pocos comprendían, pero les acariciaban como aire fresco y puro, reanimando sus espíritus. Sonábanles en los oídos como un eco grato del mundo exterior. Les bastab
sus órdenes imperiosas tardaban en ser ejecutadas, y tenía la percepción clara de que al andar por el claustro se reían a su espalda o le hacían gestos amenazadores. Un día sintió temblar sus piernas y que los ojos se le nublaban de emoción al oír cómo contestaba el perrero,
yudarla gratuitamente en sus faenas. La respondían insolentemente que la que necesitase criadas debía
coraje o llorando apenas se asomaba a la puerta. Todas las mujeres de las Claverías
re tan compuesta la tía fea. Se adorna con la sang
os tejados, salía siempre alguna voz entonando la antigu
s de lo
laur
unca d
están
e vivía en perpetua indignación, se enfureció escuchándole, faltando poco para que le pegase. ?Por qué le iba a él con tales cuentos? ?Para qué le había concedido autoridad? ?Es que bajo la sotana no tenía nada de ho
idad castigando al más débil, que era para él el origen de tales escándalos. Expulsaría de las Claverías al zapatero, ya que estaba en ellas sin otro derecho q
ado por la unanimidad con que toda la pob
creía leer: ?Acuérdate de la navaja.? Pero lo que más aterraba a don Antolín era e
a de palo, protestaba a su modo,
d mal, muy mal. Al fin es un pobre, y su mujer nació en este c
lados, dejaba para el día siguiente las resoluciones enérgicas,
a; podía castigar y despedir a quien quisiera sin miedo alguno. Pero don Antolín, temblando ante la responsabilidad que le podían acarrear las decisiones enérgicas, acabó por
sultan a mi pobre sobrina, y un día echaré a la calle la mitad de la gente de las Claverías, pues tengo facultades de Su Eminencia par
a catedral. Buscaba calma y olvido en aquel refugio, y el espíritu de rebelión le había seguido hasta su escondrijo. Recordaba sus propósitos del primer día, cuando se vio solo en el silencioso claustro. Quería ser una pi
a esparcen sin darse cuenta saltando las barreras y los obstáculos. él era lo mismo; pero en vez de propagar la muerte, esparcía la vida tumultuosa y rebelde. La protesta de los de abajo, que hacía más de un siglo rugía sobre el mundo, alterando su superficie con el olea
e. Era una inyección de líquido antiséptico en el tumor del pasado. To
o les hacía acoger como indiscutible todo lo nuevo, sin atemorizarse ante las consecuencias.. Era la fe del pueblo, que, una vez toma carrera hacia
os ojos ante ellos y sonreía con el deseo de ser agradable. Esto se lo debían al maestro. él era ahora el verdadero amo del claustro alto. Don Antolín le consul
intimidara aquel ambiente religioso. Se sentaban con aire de se?ores, rodeando al maestro, mientras por la galería opuesta paseaba el Vara de plata como un fantasma negro, leyend
gente y nada más. Todo palabras y humo en la cabeza. ?Mientras no pidiesen dinero...! En cambio, tenía un buen auxiliar en Luna, que, compartiendo la autoridad con él, le evitaba sinsabores y la catedral disponía gra
le rodeaba en peque?as proporciones el mismo ambiente de proselitismo y ciegos entusiasmos que en su época de martirio. Deseaba anularse y desaparecer al penetrar en la catedral, y la suerte se b
Su hermano el Vara de palo, sin comprender toda l
norante toda la vida, es peligroso querer convertir de un golpe a los hombres en sabios. Es como si a mí, que estoy acostumbrado al pucherete
s discípulos y su antiguo afán de propagandista. Era para él un placer el asombro de aquellos pensamientos vírge
felicidad de los hombres después de un golpe revolucionario que cambiase la organización de
ecerlo las religiones. Pero la religión había fracasado, estaba moribunda, y sólo la ciencia podía imponerlo al porvenir. Debían desandar lo andado, ya que la humanidad marchaba por un camino de perdición: era forzoso volver al punto de partida. El primero que por haber cultivado una porción de tierra, después de recolectar el fruto del trabajo la creyó suya para siempre, dejándola como propiedad a sus hijos, que buscaron otros hombres para que la cultivasen, ése era un ladrón, un detentador de la fortuna universal. Y lo mismo los que se aprovechaban de los inventos del genio humano, máquinas, etc., para beneficio de una peque?a minoría explotadora, sujetando al resto de los hombres a la ley del hambre. No; todo era de todos. La tierra pertenecía a los humanos, sin excepción, como el sol y como el aire. Sus productos debían repartirse entre todos, con arreglo a sus necesidades. Era vergonzoso que el hombre, que sólo aparecía un instante sobre el planeta, un minuto, un segundo, pues su vida no equivalía a más ante la vida de la
n su pensamiento el derecho al bienestar, la afirmación que más cruelme
uese de todos, cuando el hombre tuviese reconocido su derecho a la felicidad, sin leyes ni coacciones que le obligasen a la pr
erpo con sus imperiosas peticiones; le inspiraría su conciencia la noción clara de la solidaridad con sus semejantes, la certeza de que, desertan
as ni a los castigos divinos, pues esos hombres no creen en tales invenciones del pasado. Es por ese respeto al semejante que siente todo espíritu superior; por la consideración de que la violencia debe ser evitada, ya que, si todos se entregasen a ella, la vida social desaparecería... Cuando este pen
que se había iniciado aún no hacía un siglo. Después de esto sería posible y fácil cambiar las bases de la sociedad. él tenía una fe ciega en el porvenir. El hombre progresaba del mismo modo que las sociedades. éstas contaban sus evoluciones por siglos y el ser humano por millares de a?os. ?Cómo comparar a
oberanía sobre los ascendientes, dominando a la Naturaleza. Del hombre de hoy, en el que todavía se equilibran las pasiones de la antigua animalidad con el naciente desarrollo del pensamiento, surgi
s las marcas del origen. Había que reírse del Dios personal de los judíos, que había modelado en barro al hombre, lo mismo que un estatuario. ?Desdichado artista! La ciencia se?alaba en su obra descuidos y chapuces, sin que él pudiera justificar tales faltas. El vello de nuestros cuerpos no nos sirve de abrigo como el pelo de los animales: ?para qué, pues, crearlo? ?Para qué dar tetillas a los
xplicables que se encontraban en el cuer
tra historia, puede compararse con aquellos esbozos de hombres que lentamente afirmaron sobre la tierra la existencia de nuestra especie, mil veces expuesta a desaparecer...? El día en que nuestro abuelo prehistórico guardó al enfermo y al herido, en vez de abandonarlo, como venían haciéndolo todos los animales; en que plantó la primera simiente y arrojó la primera flecha, la Naturaleza presenció la más grande de las revoluciones. Sólo otra en el porvenir podía igualarla: si el hombre libertó su cuerpo en tiempos remotos, le falta ahora la gran revolución del espíritu. Las razas que lleguen más lejos en su desarrollo intelectual quedarán al fin solas, anularán a las demás y serán se?oras de la tierra. Los menos sabios de entonces
poniéndola después fuera de su alcance. El sacrificio, la obra lenta en favor del porvenir, no les entusiasmaba. De las explicaciones de Gabriel deducían la certeza de que eran infelices, teniendo el mismo derecho al bienestar que aquellos privilegiados a los que antes respetaban en su ignorancia. Puesto que les correspondía u
que le seguía en su marcha ilusoria por el porvenir. El campanero, el manchador, el zapatero y el Tato subían por la noche a las habitaciones de la torre sin llamar al ma
blaba de la miseria de su prole, tan numerosa que hacía inútil su trabajo. El manchador exhibía su vejez miserable, los seis reales diarios durante toda su vida, sin esperanzas de llegar a más. El Tato, en sus arranques
ven a nadie... amontonadas por puro
s se ocultaban cada vez con más empe?o en su aislamiento de la tor
pelido a los discípulos, cortando de este modo sus peligrosas conversaciones, para restab
la noche en la catedral...? El guardián más viejo, uno que fue guardia civil, está cansado y se va a su pueblo. Parece que desde que murió el perro le ha tomado antipatía al servicio. El otro guardián está enfermucho y necesita compa?ero. ?Quieres serlo tú? Si estuviésemos en invierno, nada te diría. Toses d
aría el servicio de vigilancia mientras durase el verano. Además, eran dos pesetas diarias, casi más de lo q
aquella energía que le impulsaba a aceptar toda c
rillo de los astros. Estaban solos en la cuádruple galería. La ventana iluminada del camaranchón del maestro de capilla trazaba un cuadro rojo en los tejados de enfrente. Sonaba el armónium con
alto esa frescura misteriosa que parece reanimar el espíritu y agrandar los recuerdos. La iglesia
sabía qué era más penoso, si los martirios en la mazmorra del castillo lúgubre o los días de desesperación en las calles de poblaciones populosas, viendo las viandas y el oro tras el cristal de los escaparates, rodeado por el lujo y sintiendo gira
e la inglesa como d
nsamientos más que por la atracción de la carne. La quise desde que la conocí. No sé si fue amor lo que sentíamos. Han me
iste afinidad podían encontrarse, por leyes falsas de la vida, en continuo contacto, y sin embargo, no compenetrarse, no confundirse. Esto ocurría las más de las veces entre los individuos de distinto sexo que pueblan la tierra. Se rozan, pero no se compenetran ni confunden. Existe el sentimentalismo pasajero, el capric
mentación mala y deficiente; con el cuerpo escuálido, paralizadas en su desarrollo los gracias femeniles por el rudo trabajo realizado en plena ni?ez. Los labios, que las grandes se?oras se pintaban de rojo, los tenía ella de color de violeta. Lo único hermoso de su rostro eran los ojos, las ventanas del lla
son enemigos de la belleza. La labor diaria la hace perder su frescura y su fuerza. La maternidad en plena miseria le absorbe hasta la médula de los huesos. Y cuando, terminado el trabajo, vuelve a su casa, barre, lava y se consume como
entre la policía puesta en guardia, llevando al brazo la caja vieja de sombreros llena de impresos que podían conducirla a la cárcel. Era la miss animosa de la propaganda evangélica que recorre el globo esparciendo Biblias con fría sonrisa, sin miedo a las burlas de los civilizados ni a la brutalidad de los salvajes; pero lo que
ez más pálida y flaca, con una transparencia de cera y los ojos extra?amente agrandados. Sabía un poco de todo, y no se le ocultaba la gravedad de su mal. Esperaba tranquila la muerte. ?Tráeme rosas?, decía sonriendo a Gabriel, como si en el último instante de su vi
esos soldados cuyo heroísmo queda en la obscuridad. Pero yo la veo todavía; me ha seguido en todos mis infortunios; parece que ahora resurge en
e nuevo sale a mi camino. Sábelo de una vez: hace tiempo que examino mis s
vimiento de sorpres
ués de haber pasado por los engranajes de una sociedad absurda. Por esto te quiero: porque eres igual a mí en la desgracia. La afinidad electiva nos une. La pobre Lucy era la obrera debilitada por la explotación, envenenada desde su nacimiento por la miseria; tú eres la hija del pueblo atraída fuera del hogar por el encanto del bienestar de los privilegiados; seducida, no por el amor, sino por el capricho de los felices, la don
Arriba, en el piso alto de las Claverías, seguía sonando el armónium del maestro. Luna conocía aquella música. Era el úl
a atención con que me escuchabas, el agradecimiento por lo poco que hice en tu favor. Recordabas el período negro de tu vida, la esclavitud de la carne entre hombres bestiales enloquecidos por los ardores del sexo, y al verme siempre dulce contigo, protegiéndote contra la ira del padre y la curiosidad de la gente, tu agradecimiento ha ido creciendo y creciendo, y hoy me amas, Sagrario. Tú misma no te das cuenta de ello; no sabes explicártelo, pero tu se
se mirar a Luna. éste la apremiaba dulcemente. Debía llamarl
ecordando mi perdida juventud.... Y luego, mi historia, mi horrible historia. ?Cómo podía figurarme que usted... digo, que tú, leerías tan claramente en mi pensamiento? Mira cómo tiemblo; es la impresión, que aún no ha pasado, el susto de ver descubierto mi secreto. ?Un ho
mirando al obscuro y rumoroso jardín. Arriba continuab
faltasen las fuerzas y, medrosa ante la f
lleza y los encantos de una gran se?ora para endulzar el resto de tu vida. Mi agradecimiento nada puede ofrecerte. Soy horrible: l
mis sentidos. Soy como el ebrio y el jugador, que, obsesionados por su afición, nada sienten ante la mujer. El hombre de estudio, enfrascado en los libros, experimenta muy débilmente los llamamientos del sexo. Mi pasión es la lástima por los desheredados, el odio a la injusticia y la desigualdad. Me absorbe con tal fuerza, avasalla de tal modo mis facultades, que nunca me ha dejado tiempo para pensar en el amor. La hembra no me sedu
taba contra el p
-suspiraba-. ?Qué
padre y el sexo de la hija. Y cuando los brazos se debilitan o el cuerpo juvenil pierde sus encantos, se arrojan a un lado y se reemplazan. El mercado es abundante.... Te amo por tu desgracia. Tal vez de verte joven y hermosa, como en otros tiempos te contemplé, no hubiera sentido la más leve atracción. La hermosura es una barrera para el sentimiento. La Sag
cabeza en el hombro de Gabriel-. Adoro
sin osar el menor contacto de la carne. El amor es el instinto de la conservación de la especie, pero el nuestro será incompleto, no por odiar, como los santos, las leyes de la Naturaleza, sino porque las luchas de la vida nos han herido de muerte. Yo no soy un hombre: las enfermedades de la miseria y la ferocidad de mis semejantes han quebrantado mi organismo. Apenas si
su cabeza, fijando los ojos en los de Sagrario, que brillaban a
eza como nunca la imaginaron los poetas. Esta noche en que nos confesamos mutuamente, en que nuest
seria de su pasado y la brevedad de un amor en torno del cual rondaba la muerte. Arriba, el lamento de Beet
desfallecida por la emoción. Miraba al espacio luminoso con grave
estra miseria de parias surja la primavera. Será una primavera triste y sin frutos, pero tendrá flores. El sol sale para los que están en lo alto; para nosotros, dulce c
ró Gabriel en la vigilanc
lete uníase al otro vigilante, un hombre de aspecto enfermizo, qu
-decía el campanero,
ntraban en el templo, cerraba l
edaban dos horas de luz cuando los
a nosotros, compa?ero-d
íase en la sacristía como si fuese su casa, abriendo la cesta de la cena so
y cerrada. Sus pasos retumbaban sobre el pavimento, cortado a trechos por los sepulcros de prelados y grandes se?ores de otros siglos. El silencio del templo muerto s
la sombra. Descendían los murciélagos, y con sus alas hacían caer tierra de los agujeros del embovedado. Chillaban entre las columnas, como si revoloteasen en un bosque de piedra. En su ciego
echaba un vistazo a la de la Sala Capitular y se detenía ante la Virgen del Sagrario. A través de la reja se veían las lámparas ardiendo, y en lo alto la imagen cargada de joyas. Des
comenzaban por enca
bras de gentes que se quedan a dormir en sus casas, muy tranquilas. Aquí lo que importa es vigilar mucho, y fuera de esto, cada uno puede hacer lo que mejor le parezca para pasar la noche.... A estas horas duermen Dios y los santos. Algo tienen que descansar después ducero, extendiendo sobre los pelda?os
ó el Vara de plata una carabina, legada por el ex guardia civil a la sacristía como recuerdo de sus a?os de servicio. Gabriel hizo un gesto de repulsión. Bien
la linterna por delante, surgían de la sombra los contornos de la catedral, más grandes, más monstruosos. Las pilastras le salían al encuentro, agrandándose, subiendo hasta las bóvedas a impulsos del resplandor de la linterna. Los cuadros del embaldosado parecían danzar a cada movimiento de luz. Gabriel, en sus
os y ruedas en movimiento. Después sonaba una campana de argentino toque. Eran los guer
a pierna suelta, sin miedo a que el cabildo les ri?ese. Pero Su Eminencia, que siempre estaba discurriendo el modo de molestar al prójimo, había colocado en lados distintos de la catedral uno
. Es preciso ayudarnos. Mientras uno duerme un rato, el otro se encargará de apuntar en esas malditas
r Fidel, descansaba tranquilo, alabando su generosidad. Buen compa?ero le habían dado; gustábale más que el antiguo, c
ovían el silencio del templo; se agrandaban con el eco de l
over. Pero aunque estamos en el verano, fíjese usted en la humedad que nos entra por salva sea la parte. Cuando debe verse esto es en invierno, camarada. Hay que vestirse como una máscara, cubierto de gorros, pa?uelos y mantas. En la sacristía nos hacen la caridad de dejarnos un poco de fuego; pero aun así, muchas ma?anas
el a?o, Gabriel tosía, empeorando en su
stras, como fantasmas que descendiesen de las bóvedas; después arrastrábanse por el pavimento cual espectros rampantes, y otra vez volvían a remontarse por las pilastras, hasta perderse en lo alto. Estos rayos de luz fría y difusa hacían aún más densas las tinieblas. En su marcha, sacab
el silencio del abandono, sin ver a nadie hasta que terminaba la guardia. él había acabado por acostumbrarse. Aquel oficio le curaba de muchos miedos que había sentido en su juventud. Antes, creía en resurrecciones de mu
e en otros tiempos más de una vez habían entrado en la catedr
Mariano las llaves a la torre. No había que proponerse romper las cerrajas. Eran obra antigua y fuerte, y además, allí estaban ellos para dar la alarma apenas oyesen el más leve ruido. Antes, con el auxilio del perro, la vigilancia resultaba más completa; el animal era tan fino, que bastaba que un transeúnte se aproximase a una puerta exterior para que al momento acudiera ladrando. El se?or Obrero, después de muerto aquél, anunc
se usted la que se armaría si sonase en el silencio de la noche! Todo Toledo se pondría de pie, adivinando que algo grave ocurría en la catedral.
s de acostarse. La dulce compa?era seguía llamándole tío en presencia de los de casa. únicamente su voz adoptaba el tuteo cari?oso cuando estaban solos. Al verle en la cama se aproximaba a
eso no es para ti. El padre dice lo mismo. Puesto que más allá de la muerte no hay nada y no hemos de verno
ués le darían algo mejor. No debía entristecerse; por tan poca cosa no se muere
na. Era el único momento del día en que podía ver a sus amigos. Se aproximaban a é
gesto de independencia fuera y al mismo tiempo de conmiseración, como si admirándole por hab
con su hermano-ya vuelan por su cuenta
meneaba la cab
quien lo sufra. Dice que ya que no le dejaron matar toros para hacerse rico, matará hombres si es necesario para salir de pobreza; que él tiene derecho a di
erido aún las ideas nuevas, y vomitan dis
rato como si le tuviese miedo. Parecía temer que Gabriel leyera en su pensam
-decía al verle pas
rtido-contestaba
; pero parece que me
debemos mucho: nos has abierto los ojos y ya no somos bestias.... Pero me canso de saber tanto y ser
estas. ?Qué podéis hacer para arreglar lo presente, cuando en el mundo millares de trabajadores más
n maestro; todo cuanto dices es verdad; pero nos parece que cuando hay que hacer las cosas... ?prácticas?, ?me entiendes?, cuando hay que llamar al pan
Muchas veces, al entrar en las habitaciones de la torre para pasar un rato con ellos, cesaban repentinam
que había muerto la madre del curita, y una semana después le vio una tarde en las Claverías. Tenía
o? Hoy he estado en palacio para decir que dispongan de mis siete duros mensuales y de la capellanía de las monjas. Me voy; no sólo huyo de la iglesia, quiero evitar su ambiente, y en Toledo no puede vivir un sacerdote ?renegado?. ?Ve usted este disfraz? Hoy lo llevo por última vez. Ma?ana gozaré la primera alegría de mi vida, rasgando esta mortaja en pedazos peque?os, muy peque?os, para que nadie la pueda utilizar. Seré hombre; me iré lejos, tan lejos como pueda; quiero sab
ín. Al determinar el punto adonde debía dirigirse, su predilección fluc
iscípulo: le estaba esperando el compa?ero en
con tristeza-. Usted acabará sus días aq
n mí. Si ha de salir a la calle, soy quien guía sus pasos; y por la noche, yo también quien guarda sus rique
grosar el número de clérigos solicitantes. Gabriel era el único que conocía el verdadero destino de don Martín. Además, pronto hizo olvidar al joven sacerdote una noticia e
robaron todo lo hecho por el cardenal, y Su Eminencia rugía de júbilo en s
coro, iban con la cabeza baja
..?-se decían al desve
lado, evitando formar grupos ni corrillos, atento cada cual a librarse de respo
la dispersión y el azorami
Bueno os va a poner
ucesos extraordinarios. Su Eminencia, que no bajaba al templo hacía muchos meses por no ver a los del cabildo, presidiría el coro el día de la fiesta. Deseaba contemplar de cerca a sus enemigos, aplastarlos con s
jo de su mísero sueldo, se abstenía de pedir un nuevo compa?ero. Pasaba las noches en la catedral con la misma tranquilidad que si estuviera en el claustro, alto, habituado a aquel silencio de cementerio. Para no dormirse, leía a la luz de su linterna los libros que podía encontrar en las Claverías: fr
illa, ocupando sobre su peana un sitio en el altar mayor. Llevaba el manto guardado en el Tesoro y todas sus j
ón. Los canónigos, con sus vestiduras rojas, reuníanse cerca de la escalerilla alumbrada por la famosa piedra de luz. Por all
razos para que pasase bajo el arco de la puerta. Después, entre familiares, y seguido por la sotana morada
us envolturas de púrpura con gallarda arrogancia, como si en aquel momento se sintiera curado de la enfermedad que ara?aba sus entra?as y de la insuficiencia del corazón, que oprimía sus pulmones. La cara gordinflona temblaba de gozo; los pli
ándola todos los canónigos. Era la sumisión de los hombres de Iglesia, acostumbrados desde el Seminario a una humildad aparente que encubre r
ente enfado se desahoga y recobra la tranquilidad. Pero en la Iglesia se cuentan a centenares los que mueren de un acceso de ira por no poder vengarse, porque la disci
dosas con los golpes de sus bastones. Detrás la cruz arzobispal y los canónigos por parejas, y en último término el prelado, con su cola roja, extendida en toda
ctoria...! El templo era su casa, y volvía a él tras larga ausencia, con toda la majesta
dios omnipotente y temible. Nada de igualdad perniciosa y revolucionaria. El grande siempre tenía razón. El dogma ensalzaba la humildad de todos ante Dios, pero al fij
episcopado, cuando paseaba la mitra por las provincias esperando la hora de llegar a la Primada. Erguíase bajo el artístico dosel del Monte Tabor, sobre cuatro escalones, para que le viesen bien todos los del coro y se
e los oficios, y unía su voz a las del coro, asombrando a todos con la áspera energía de su canto. Las palabras latinas salían de s
tan honda, tan completa como la de aquel momento. él mismo se asustaba de su alegría, de aquel estallido de orgullo
r, levantarse con la faz desencajada, llevándose las manos al pecho. Advertidos los canónigos, corrieron a él, formando una apretada mas
?Quítense de delante con mil
quería que lo viesen los canónigos. Adivinaba en muchos de ellos la satisfacción tras el gesto compungido. ?Que nadie le tocase! ?él se
o tendría mayor solemnidad. Y las autoridades e invitados abandonaron sus asie
en el claustro alto de la salud de Su Eminencia. Su
lejos, llorando la pobre. No puede estar acostado. El pecho le baila como un fuelle roto
s iban y venían con noticias desde el palacio al claustro alto. Los chicuelos permanecían recluidos
royecto, del que habló rápidamente a la familia durante la comida. Los funerales de un cardenal bien merecían que se ejecutase una misa célebre, co
tía el dulce egoísmo que experimenta
sotros los enfermos, los miserables,
bajó para comenzar su vigilancia. El
cardenal?-pr
hoy mismo, si es
pués
minación. La Virgen está en el altar m
mento, como
rte un rato de compa?ía. De
puertas y verjas, visitó el Locum, los grandes retretes, donde en otro tiempo se habían ocultado unos ladrones, y después que estu
artista. Era fea y grotesca, como todas las imágenes que son ricas. La piedad suntuosa y opulenta la había disfrazado con sus tesoros. No había nada en ella del idealismo de las vírgenes pintadas por los artistas cristianos. Más bien parecía un ídolo indostánico recargado
eligiosa, que viste a los héroes celestia
s y la inquieta llama de los cirios formaban una ondulación de lu
un poco de imaginación y de fe, ?he aquí un milagro! Estos caprichos de la luz han sido una mina inagotable para los sacerdotes. Tamb
n de todas las religiones, y tan antiguo c
ído por el revoloteo y los gritos de los pajarracos nocturnos, atraídos por el resplandor extraordinario del bosque de cirios. Transcurría el tiempo lentamente. En la obscur
ente y sin violencia, como si hubieran hecho uso de una llave. Luna recordó el ofrecimiento del campanero.
ritó Gabriel,
a sombra la voz fosca de Marian
anero al Tato y al zapaterillo. Querían acompa?ar a Luna una parte de la noche, para que
a gustado el alcohol; vino, y no mucho... Pero ?
era de casa. Ya habían estado un buen rato en un café del Zocodover, regalándose como se?ores. Estaban hechos unos cal
ue?-pregun
do he subido a mi casa por las llaves, salía un médico del p
erro como una maza. Las había de todas las épocas: unas groseras y herrumbrosas, con las huellas del martillo, ostentando escudos cerca del agarradero; ot
osa que les hacía empujarse y reír. Miraban de reojo a la Virgen y después se
n suave reproche-. Hacéis mal; ya sabéis qu
ve usted; yo admiraba mucho a Su Eminencia: pues ?que se haga la porra! La única s
ncontrarnos aquí sanos y alegres, mientras Su Eminencia se verá m
es, éste parecía el más ebrio. Tenía los ojos enrojecidos, miraba duramente a todos lados y permanecía silenci
sitación, de la alegría que tendrían aquella noche muchos del cabildo. Y se interrumpía para empinar la botella del aguardient
as veces la conversación, como si tuviera que decir alg
ue hacer y que hablar. Son poco más de las o
cir?-preguntó Lu
tros nietos, y aun tal vez no las vean. Bueno es que los sabios piensen en el porvenir; pero los brutos como nosotros sólo vemos el presente. Hemos empleado el tiempo discurriendo barbaridades: secuestrar a don Sebastián y exigirle un millón de rescate; entrar en el palacio una noche, ?y qué sé yo qué más...! Todo majaderías ideadas por tu sobrino. Pero esta ma?ana, en mi casa, lamentándonos de la miseria, hemos visto de pronto la salvación. Tú como único guardián de la catedral,
que me proponéis!-ex
amos un sitio libre.... Además, ?a quién perjudicamos con esto? De nada sirven a ese pedazo de palo las joyas que lo cubren. Ni come, ni siente frío en el invierno, y nosotros somos unos miserables. Tú mi
raje. Convénzase de que los ignorantes sab
su hermano. ?Ah, el buen sentido de los simples! él, con todas sus lecturas, no había previsto el peligro de ense?ar a los ignorantes en unos cuantos meses lo que requería toda una vida de reflexión y estudio. Repetías
n en las doctrinas redentoras la venganza del pasado y el
endido que eran miserables y no debían serlo. La suerte de sus compa?eros de infortunio, de una inmensa parte de la humanidad, miserable y triste, no les interesaba. Saliendo ellos de su estado, mejorando su situación fuese como fuese, les importaba poco que el mundo siguiera lo mismo que antes; que las lágrimas, el dolor y el hambre reinasen abajo para asegurar la comodidad de los de arriba. Había sembrado en ellos su pensamiento, queriendo acelerar la cosecha, y como en los cultivos forzados y artificiales, que crecen con asombrosa
ero-, no perdamos tiempo! Es cosa de
i dolor es grande viendo que para eso contabais conmigo. Otros van al robo por instinto fatal o por corrupción de alma; vosotros l
lo? ?A quién perjudicamos apoderándonos de sus joyas? ?No roban los
r vuestra miseria. No es verdad: para ser ricos, para entrar en el grupo de los privilegiados, para ser tres individuos más de esa minoría odiosa que goza el bienestar esclavizando a los humanos. Si todos los pobres de Toledo llamasen ahora a las puertas de la catedral, sublevados y embravecidos, yo les abriría paso, los guiaría yo mismo, les se?alaría esas joyas que ambicionáis, les diría: ?Apoderaos de ellas.? Son gotas de sudor y de sangre de sus antepasados; representan el trabajo servil en la tierra del se?or, el despojo brutal por los alcabaleros de
tros, y nos contestas hablando de los demás, de la gente que no conoces, de esa humanidad que no te dio ni un mendrugo cuando vagabas como un perro...! Tendré que dirigirte como en nuestra juventud, cua
chando hacia la verja del altar mayor. El per
a está lograda vuestra dicha con apoderarse de esas riquezas. ?Y después? Vuestras familias
se con nosotros cuando estemos lejos y en salvo.
? ?Les dirán que sus
fin, su historia no resultará peor
os hombres. Sus esfuerzos para detenerles eran inútiles. Mariano
nos. ?Es que le tienes miedo a la Virgen? Descuida, que au
ntó un recur
s en el altar mayor, toco el esquilón y antes
, entró en él con una decisi
cto de borracho taciturno,
lengua estropajosa-. ?Quieren robar
zo armado con el manojo de llaves caído en los pelda?os de la verja, y
l suelo de bruces. El zapater
es más...
dido en la entrada del coro. Un líquido pegajoso y caliente se escu
ir, que tal vez había muerto ya, restándole sólo la postrera vibrac
. Su pensamiento pudo formar y coordinar una idea, después de grandes vacilaciones y tropiezos: le habían colocado la catedral en las sienes. El templo gigantesco gravitaba sobre su cráneo, aplastándolo. ?Qué inm
nclinaba sobre la suya, mirándolo en los ojos. Movía los labios, pero él no oía
llevaban papeles bajo el brazo. Adivinó que le hablaban por el movimiento de los labios, pero nada pudo oír. ?Estaría en
tiempo... mucho. Otra vez se abrieron sus ojos, pero
s sombreros de pesadilla, rodeando al pobre Vara de palo. Después, más esfumada, más indecisa, la cara de la dulce compa?era, de Sagrario, con
mo vista a la luz de una chispa fugaz. Después la
pre los ojos, sonó
pero te has descubierto con una de las tuyas. Ahora vere
y del orden social no dio
erte lo guardó la tierra, esa madre ce?uda que presencia impasible las luchas de los hombres, sabiendo que grandezas y a
Malvarrosa
septiem
I