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El Mandarín by E?a Queiroz

Chapter 1 No.1

Me llamo Teodoro, y fuí amanuense en el Ministerio de la Gobernación.

En aquel tiempo vivía yo en la travesía de la Concepción, número 106, en la casa de huéspedes de do?a Augusta, la espléndida do?a Augusta, viuda del comandante Marques. Tenía dos compa?eros: Cabritilla, empleado en la administración del barrio central, tieso, y amarillo como una vela de entierro y el petulante teniente Conceiro, hábil tocador de viola francesa.

Mi existencia se deslizaba equilibrada y tranquila. Toda la semana sentado ante el pupitre de mi negociado, trazaba en una hermosa letra cursiva, sobre el papel de oficio del Estado, estas frases hechas: ?Ilmo. y Excmo. Sr.: Tengo la honra de comunicar a V.E.... Tengo el honor de poner en conocimiento de V.I. etc., etc.?

Los domingos descansaba. Instalado entonces en el canapé del comedor, la pipa entre los dientes, admiraba a do?a Augusta, que, los días de fiesta, solía limpiar con clara de huevo la caspa al teniente Conceiro. Esta hora, sobre todo en verano, era deliciosa. Por las ventanas entreabiertas penetraba el vaho cálido y so?oliento de la solanera, algún lejano repique de las campanas de la Concepción Nueva, y el arrullo de las tórtolas que se enamoran en las barandas.

El monótono susurro de las moscas se balanceaba sobre el viejo tul, antiguo velo nupcial de la se?ora de Marques, que cubría ahora, en el aparador, los platos de cerezas. Poco a poco, el teniente, envuelto en un pa?o de afeitar, como un ídolo en su manto, adormecíase, bajo la fricción suave de las cari?osas manos de do?a Augusta.... Yo, entonces, enternecido, decía a la amable se?ora:

-?Ay, do?a Augusta, es usted un ángel!

Ella, siempre me llamaba ?el encanijado?. Yo sonreía sin escandalizarme. ?El encanijado? era efectivamente el nombre que me daban en casa, por ser delgado, entrar en todas partes con el pie derecho, asustarme de los ratones, tener en la cabecera de mi cama una estampa de Nuestra Se?ora de los Dolores, que perteneció a mi madre, y andar un tanto corcovado. Sí, era desgraciadamente corcovado, por lo mucho que doblé el espinazo, retrocediendo asustado delante de los se?ores profesores, o inclinando la frente ante jefes y directores generales. Esta actitud de respeto es conveniente al covachuelista, mantiene la disciplina en un Estado bien organizado, y me garantizaba el descanso de los domingos y días festivos, el uso de alguna ropa blanca y veinticinco duros al mes.

No puedo negar, a pesar de todo, que yo no tuviese ambiciones, como lo reconocían sagazmente la viuda de Marques y el pedante de Conceiro. No agitaba mi pecho el apetito heróico de dirigir, desde lo alto de un trono, vastos reba?os humanos; pero sí me abrasaba el deseo de poder comer en el Hotel Central, con champagne, apretar la mano de mimosas vizcondesas, y, por lo menos, dos veces a la semana, dormir, en un éxtasis mudo, sobre el fresco seno de Venus. ?Oh, elegantes que os dirigíais vivamente a San Carlos abrigados en costosos paletots, luciendo la blanca corbata de ?soirée!? ?Oh, carruajes llenos de mujeres vestidas a la andaluza, rodando gallardamente hacia los toros, cuántas veces me hicísteis suspirar! Porque la certidumbre de mis veinticinco duros mensuales y mi gesto encogido de encanijado, me excluían para siempre de aquellas alegrías sociales, y venía entonces a herir mi pecho, como flecha que se clava en un tronco y queda mucho tiempo vibrando.

Aun así, yo nunca llegué a considerarme un paria. La vida humilde tiene sus dulzuras: es grato, en una ma?ana de sol alegre, con la servilleta al cuello, delante de un bistek con patatas, desdoblar el ?Diario de las Noticias;? durante las tardes de verano, en los bancos gratuitos del paseo, se gozan suavidades de idilio; y es sabroso, de noche, en Marti?o, mientras se toma a sorbos el café, oir a los charlatanes injuriar a la patria.

Además, nunca fuí excesivamente desgraciado, porque no tengo imaginación; no me consumía rodando en torno de paraísos ficticios, nacidos de mi propia alma deseosa, como las nubes de la evaporación de un lago; no suspiraba mirando las lúcidas estrellas, por un amor espiritual a lo Romero o por una gloria humana a lo Camoens.

Soy muy positivista. Sólo aspiraba a lo racional, a lo tangible, a lo que era alcanzado por otros en mi barrio, a lo que es accesible a un bachiller. Y me iba resignando como quien ante una ?table d' h?tel? mastica la corteza de pan seco en espera del rico plato de la ?Charlotte russe?. Las felicidades habían de llegar; y, para apresarlas, yo hacía todo lo que me era posible como portugués y como constitucional; se las pedía todas las noches a Nuestra Se?ora de los Dolores y compraba décimos de la lotería.

Entretanto procuraba distraerme. Y como las circunvoluciones de mi cerebro no me habilitaban para componer odas a la manera de tantos otros que, a mi lado, se desquitaban así del tedio que la profesión les producía; como mi escaso sueldo, apenas suficiente para pagar la casa y el tabaco, no me permitía ningún vicio, había tomado el hábito discreto de comprar en la feria de Sadra libros antiguos desencuadernados, y por la noche, en mi cuarto, me entretenía con esas curiosas lecturas. Eran, siempre, obras de títulos sugestivos: ?Galera de la inocencia?, ?Espejo milagroso?, ?Tristeza de los desheredados....? ?El tipo venerable, el papel amarillento, la grave encuadernación frailuna, la cintita verde marcando la página, todo esto me encantaba! Después, aquellos relatos ingenuos en letra gorda inundaban de paz todo mi sér, produciéndome una sensación comparable a la calma penetrante de una vieja cerca de un monasterio, en la quebradura de un valle, a la hora del crepúsculo, oyendo correr el agua muy triste....

Una noche, hace a?os, empecé a leer en uno de esos vetustos infolios, un capítulo titulado ?Brecha de las almas;? e iba cayendo en una so?olencia grata, cuando este período singular se destacó del tono neutro y apagado de la página, como el relieve de una medalla de oro nuevo brillando sobre un tapete obscuro: copio textualmente:

?En el fondo de la China existe un Mandarín más rico que todos los reyes de que nos habla la Fábula o la Historia. De él nada conoces, ni el nombre, ni el semblante, ni la seda de que se viste. Para que tú heredes sus bienes inenarrables, basta con que toques esa campanilla, puesta a tu lado, sobre un libro. El exhalará entonces un suspiro, en los lejanos confines de la Mongolia. Será un cadáver: y tú verás a tus pies más oro del que puede so?ar la ambición de un avaro. Tú, que me lees y eres hombre mortal, ?tocarás la campanilla??

Permanecí asombrado ante la página abierta: aquella interrogación ?hombre mortal, ?tocarás tú la campanilla?? aunque me parecía burlona y picaresca, me turbaba prodigiosamente. Quise leer más; pero las líneas huían ondulando como sierpes asustadas, y en el vacío que dejaban, de una lividez de pergamino, volvía a brillar la interpelación extra?a: ??Tocarás tú la campanilla??

Si el volumen hubiese sido de una moderna edición Michel Levy, de cubierta amarilla, yo, que no me hallaba perdido en la floresta de una balada alemana, y podía ver desde mi cuarto blanquear a la luz del gas el correaje de la patrulla, hubiera cerrado el libro, disipando así la nerviosa alucinación. Mas aquel sombrío infolio parecía exhalar magia; cada letra afectaba la inquietante configuración de esos signos de la vieja Kábala, que encierran un atributo fatídico; las comas tenían el retorcido petulante de rabos de diablillos, entrevistos a la luz blanca de la luna; en el punto de interrogación final veía el pavoroso gancho con que el Tentador caza las almas que adormecieron, sin refugiarse en la inviolable ciudadela de la Oración.

Una influencia sobrenatural se apoderó de mí, arrebatándome fuera de la realidad y del raciocinio; y en mi espíritu se fueron formando dos visiones: de un lado un Mandarín decrépito, muriendo sin dolor, lejos, en un kiosco chino, al ?tilín-tín? de mi campanilla; ?y de otro toda una monta?a de oro brillando a mis pies! Esto era tan claro que hasta veía los ojos oblícuos del viejo empa?arse, como cubiertos de una ténue capa de polvo; y sentía el sonido metálico del dinero rodando a mis plantas. Inmóvil, horrorizado, clavaba ardientemente los ojos en la campanilla, puesta delante de mí, sobre un diccionario francés, la campanilla prevista, citada en el magnífico infolio.

Fué entonces cuando, del otro lado de la mesa, una voz insinuante y cristalina, me dijo misteriosamente:

-Vamos, Teodoro, amigo mío, sé fuerte, extiende la mano y toca la campanilla.

La pantalla verde de la vela esparcía una penumbra en derredor. Me levanté temblando. Y vi, pacíficamente sentado a mi lado, un individuo corpulento, todo vestido de luto, con sombrero de copa, las manos enguantadas de negro, apoyadas en el pu?o de un paraguas. No tenía nada de fantástico. Parecía tan corriente, como si viviese del mísero sueldo de un empleo... su originalidad estaba en su rostro, sin barba, de líneas fuertes y duras, la nariz brusca, presentaba la expresión rapaz y amenazadora de un pico de águila: el corte firme y acentuado de sus labios daba a su boca una expresión maligna; los ojos, al fijarse, semejaban los encendidos fulgores de un disparo, salido súbitamente de entre las zarzas tenebrosas del entrecejo fruncido; era lívido, mas, por su piel, corrían a veces radiaciones sanguíneas, como en un viejo mármol fenicio.

De pronto me asaltó la idea de que mi visitante fuese el demonio en persona, pero luego, mi raciocinio se sublevó resueltamente contra esta suposición. Yo nunca creí en el diablo, como nunca tuve fe en Dios. Jamás lo dije en voz alta ni lo escribí en los periódicos para no descontentar a los Poderes públicos encargados de mantener el respeto hacia tales entidades: mas yo nunca creí que existiesen estos dos personajes, viejos como la substancia, rivales bonachones, que se pasan la vida haciéndose mútuas y amables perrerías, uno de barbas nevadas y túnica azul, vestido como el antiguo Zoroastro y habitando las alturas luminosas, en medio de una corte más complicada que la de Luis XIV; y el otro malhumorado y ma?oso, ornado de cuernos, viviendo entre las llamas, imitación ridícula y burguesa del pintoresco Plutón. ?No, no creo! Cielo e infierno son concepciones sociales para uso de la plebe, y yo pertenezco a la clase media. Rezo, es verdad, a Nuestra Se?ora de los Dolores, porque, así como pedí una recomendación para licenciarme; así como, para obtener mis veinticinco duros, imploré la benevolencia del diputado; igualmente, para sustraerme de la tisis, de las anginas, de la navaja del chulo, de la cáscara de naranja escurridiza donde puede uno resbalar y romperse una pierna y de otros accidentes, necesito tener una protección sobrehumana. El hombre prudente debe ir haciendo una serie de sabias adulaciones desde la Universidad hasta el paraíso. Con un compadre en el barrio, y una comadre mística en las alturas, el porvenir del licenciado está seguro.

Por eso, libre de torpes supersticiones, dije familiarmente al individuo vestido de negro:

-?Realmente me aconsejas que toque la campanilla?

El desconocido se levantó un poco el sombrero, descubriendo la frente estrecha y respondió, palabra por palabra:

-He aquí tu caso, estimable Teodoro: ?Veinticinco duros mensuales es una vergüenza social! Hay en este mundo cosas prodigiosas; vinos de Borgo?a, como por ejemplo el ?Romanée-Conti? del 58 y ?Chambertín? del 61, que cuesta cada botella, de diez a once duros, y el que bebe la primera copa, no vacila en asesinar a su padre, por beber la segunda.... Fabrícanse en París y en Londres carruajes de tan suaves muelles, tan suaves forros y airosas ruedas, que es preferible recorrer en ellos el Campo Grande, a viajar, como los antiguos dioses, por el cielo, sobre los fofos cojines de las nubes. No haré a tu cultura la ofensa de informarte que se amueblan hoy las casas con un estilo y un ?confort? tan admirables que superan a ese regalo ficticio, llamado en otro tiempo Bienaventuranzas. No te hablaré, Teodoro, de otros goces terrenales, como, por ejemplo: el Teatro Real, el baile, el café Inglés.... Sólo llamaré tu atención sobre este hecho.... Existen seres que se llaman mujeres. Estos seres, Teodoro, en mi tiempo, en la tercera página de la Biblia, apenas usaban exteriormente una ?hoja de parra?. Hoy son toda una sinfonía, todo un enga?oso y delicado poema de encajes, batistas, sedas, flores, joyas, cachemires, gasas y terciopelos. Comprende la satisfacción inenarrable que sentirán los cinco dedos de un cristiano recorriendo y palpando esas maravillas; más también has de percibir, que con una pieza de cinco céntimos, no se pagan las cuentas de esos serafines.... Ellas poseen cosas mejores: cabellos color de oro o color de tinieblas, resumiendo así en sus trenzas la apariencia emblemática de las dos grandes tentaciones humanas: el hambre del metal precioso y el conocimiento del absoluto trascendente. Y aún tienen más: brazos marmóreos, frescos como rosas salpicadas de rocío; senos sobre los cuales el gran Praxíteles modeló su copa, que es la línea más pura y más ideal de la antigüedad.... Los senos, en otra era, en la idea de ese ingenuo anciano que los formó, que fabricó el mundo, y de quien una enemistad secular me veda pronunciar el nombre, eran destinados a la nutrición augusta de la humanidad; hoy, ninguna madre racional los expone a esa función deterioradora y severa, sirven sólo para resplandecer entre encajes a la luz de las ?soirées? y para otros usos secretos. Las conveniencias me impiden proseguir en esta exposición radiante de bellezas, que constituye el Fatal Femenino.... Del resto, ya hablaremos más tarde. Todas estas cosas, Teodoro, están más allá de tus veinticinco duros mensuales.... Confiesa, al menos, que estas palabras tienen el venerable sello de la verdad.

Yo murmuré con las fauces abrasadas:

-?Cierto!

Y su voz prosiguió paciente y suave:

-?Qué me dices de veinte o veinticinco millones de pesetas? Bien sé que es una bagatela... más, en fin, constituye un comienzo; son una ligera habilitación para conquistar la felicidad. Ahora reflexiona sobre esto: El Mandarín, ese Mandarín del fondo de la China, es un viejo decrépito y gotoso. Como hombre, como funcionario del Celeste imperio, es más inútil a Pekín y a la humanidad, que un pedrisco en la boca de un perro hambriento. Mas la transformación de la substancia existe: te la garantizo yo, que sé el secreto de las cosas. Porque la tierra es así: recoge aquí un hombre podrido y lo restituye allá, en el conjunto de sus formas, como vegetal vigoroso. Bien puede ser que él, inútil como Mandarín en el Imperio del Sol, vaya a ser útil en otra tierra como odorante rosa o sabroso repollo. Matar, hijo mío, es casi equilibrar las necesidades universales. Eliminar en una parte el exceso para suplir en otra la falta. Penétrate bien en estas sólidas filosofías. Una pobre costurera de Londres ansía ver florecer en su ventana un tiesto lleno de tierra negra; una flor daría consuelo a aquella desheredada; mas en la disposición de los seres, por desgracia, en ese momento, la substancia que allá debía ser rosa, es aquí un hombre de Estado.... Viene entonces el chulo de navaja y hiere al estadista; la pu?alada le descarga los intestinos; lo entierran: la materia comienza a desorganizarse, mézclase a la vasta evolución de los átomos, y el superfluo hombre de gobierno va a alegrar, bajo la forma de una flor a una rubia costurera. El asesino es un filántropo. Déjame resumir, Teodoro; la muerte de ese viejo Mandarín idiota, ?trae a tu bolsillo algunos millones de pesetas! Puedes desde ese momento dar un puntapié a los Poderes públicos: ?medita en lo intenso de este gusto! Y desde luego serás citado en los periódicos, ?a qué mayor gloria puede aspirar un sér humano! Y todo eso con sólo agarrar la campanilla y hacer ?tilín-tín?. Yo no soy un bárbaro: comprendo la repugnancia de un caballejo en asesinar a un semejante suyo; la sangre ensucia vergonzosamente los pu?os de la camisa, y siempre es repulsiva la agonía de un cuerpo humano. Mas en este caso, ninguno de esos torpes espectáculos.... Es como quien llama a un criado.... Y son veinte o veinticinco millones de pesetas, no recuerdo bien, pero los tengo anotados en mis apuntes. No dudes de mí, Teodoro. Soy un caballero; lo probé, cuando, haciendo la guerra a un tirano en la primera insurrección de la justicia, me ví precipitado desde las alturas. Tu imaginación no lo puede concebir... ?Una caída espantosa, mi querido amigo! Grandes disgustos.

Lo que me consuela es que el ?Otro? está también muy alicaído, porque, amigo mío, cuando un Jehová tiene contra sí a un Lucifer, quítase este estorbo enviando contra el rebelde una legión de Arcángeles; mas cuando el enemigo es el hombre armado de una pluma de pato y un cuaderno de papel blanco, está perdido.... En fin, son veinte millones de pesetas. Vamos, Teodoro, ahí tienes la campanilla, ?sé un hombre!

Calló el enlutado caballero.

Yo bien sé lo que se debe a sí mismo un cristiano. Si este personaje me hubiese llevado a la cumbre de una monta?a en Palestina, en una noche de luna llena, y desde allí, mostrándome ciudades, razas e imperios adormecidos, me hubiera dicho sombríamente: ?Mata al Mandarín, y todo lo que ves en valles y colinas será tuyo?, yo le habría replicado, siguiendo un ejemplo ilustre, con la mano levantada hacia las inmensidades consteladas. ??Mi reino no es de este mundo!?

Conozco bien mis autores. Mas eran veinte millones de pesetas, ofrecidos a la luz de una vela de esperma, en la travesía de la Concepción, por un sujeto de sombrero de copa, apoyado en un paraguas.

Entonces no dudé. Y con mano firme repiqué la campanilla. Fué tal vez una ilusión; mas parecióme que una campana de boca tan ancha como el cielo, repicaba en la obscuridad, a través del Universo, con un són temeroso que ciertamente iría a despertar soles que dormían y planetas panzudos.

El extra?o individuo llevó un dedo al párpado, y limpiando una lágrima que nublaba su ojo rutilante, exclamó:

-?Pobre Ti-Chin-Fú!

-?Murió?

-Estaba en su jardín, sosegadamente, armando, para lanzarlo al aire, un papagayo de papel, pasatiempo honesto de un Mandarín jubilado, cuando le sorprendió ese ?tilín-tín? de la campanilla. Ahora yace a orillas de un arroyo susurrante, vestido de seda amarilla, muerto sobre la hierba verde, con la panza al aire, y en sus manos frías tiene su papagayo de papel, que parece tan muerto como él. Ma?ana son los funerales. ?Que la sabiduría de Confucio, inspirándole, ayude a emigrar su alma!

Y el buen sujeto, levantándose, se quitó respetuosamente el sombrero, y salió, con el paraguas debajo del brazo.

Entonces, al sentir cerrar la puerta, me pareció despertar de una pesadilla. Salté al corredor. Una voz jovial hablaba con la se?ora de Marques; y la cancela de la escalera cerróse sutilmente.

-?Quién acaba de salir ahora, do?a Augusta?-pregunté sudoroso.

-Cabritilla que va a la oficina....

Volví a mi cuarto: todo reposaba tranquilo, idéntico, real. El infolio estaba aún abierto por la página temerosa. Volví a leerla, y ahora me pareció la prosa anticuada de un moralista cansado; cada palabra se había vuelto como un carbón apagado.

Me acosté y so?é que estaba lejos, más allá de Pekín, en las fronteras de Tartaria, en el kiosco de un convento de Lamas, oyendo máximas prudentes y suaves que brotaban como un aroma fino de té, de los labios de un Buda vivo.

* * *

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