El Mandarín
o para descubrir la provincia don
ncerraba esta curiosidad un atentado contra los Ritos sagrados. Entonces, satisfecho, el príncipe Tong permitió que se hiciese la requisitoria imperial: centenares de escribientes palidecieron noche y día, con el pincel en la mano, dibujando consultas sobre papel de arroz; misteriosas conferencias susurraron insensatamente por
testaban satisfactoriamente que se estaban consultando los libros santos de
Tong remitía, con estos recados sutiles, algún substancios
cilla rústica pintada de color de rosa. Las paredes las formaban un enrejado de bambú forrado de seda amarilla; el sol, pasando a través de ellas, proyectaba una luz sobrenatural de ópalo claro. En el centro, un diván de seda blanca, de una poesía de nube matutina, atraía como un lecho nupcial. En los rincones, en preciosos jarrones transparentes
una calma oto?al; a esa hora, el consejero Mariskoff y los oficiales de la legac
con la punta de las babuchas de satín las calles enarenadas
Mi
erala respondía, s
righ
amisa de gasa bordada, la túnica de filigrana de oro, plegábase a sus senos peque?itos y erectos. Largas y fofas calzas de fulard color ?cadera de Ninfa?, que le dab
vieja tía que admiraba a Rousseau, leía a Foblas, usaba cabellos empolvados
delicadamente las hojas del té, me rogaba que la contase histori
esca de sus bellos brazos; y después, sobre el diván, enlazados, pecho contra pecho, en un éxtasis mudo, sentíamos las maravill
de la esposa?. Mas ninguno de nosotros entendía el chino.... Y en el silencio, nuestros besos volvían a comenzar espaciados, sonando dulcemente y comparables (en la lengua florida de aquellos pa
tó radiante de alegría, las noticias que le había dado el penetrante príncipe Tong. Descubrióse al fin que un opulento mandarín, llamado Ti-Chin-Fú, vivía en ot
mperial; lo hizo un astrólogo del templo de Faguas, que durante v
darín es su hombre
ió, sacudiendo la
su hombre
!-murmuré s
una caravana, por aquellos desolados rincones de la China. Además, desde mi llegada a Peknar las dulzuras del boulevard y de Loreto, y surcar los mares hasta el Celeste Imperio, parecían a la Eterna Equidad una expia
abandonándome a la somnolencia amorosa del ?Reposo discreto? y yendo por las tardes azuladas a dar mi paseo de
nerario hacia Tien-Hó. Mostróme en desagradable entrelazamiento, somb
vo. Desde allí a caballo, sigue hasta la fortaleza de Ché-hia. Pasa la gran muralla. ?Famoso espectáculo! Descansa en el fuerte de Ku-pi-hó. ?A
urmuré tr
zos cruzados, solemne como en una poltrona del Congreso de Viena, dormía con la boca abierta, ella se sentó al piano. Yo, a su lado, en la actitud legendaria de un infante de Lara, desesper
eau s'
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ient p
enternecido. Y, afanándome por esconder
n-Fú! ?Por tu causa
Sa-Tó, el respetuoso intérprete, una larga fila de
s mucho tiempo caminando entre las cercas de los
ojas estaban amarillas; una d
do, ya entorpecidas por el frío. Y aquí y allá, al pasar, encontrábamos budistas decrépitos, secos como pergaminos y nudosos como raíces, entrecruzad
cielo asiático de octubre, en dos lágrimas redonditas q
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