El Mandarín
Compa?ía Russal. Yo no iba a visitar la China con esa curiosidad ociosa de turista; todo el paisaje de aquella provincia, semejante al de un vaso de p
opuso ir a recorrer las monumentales ruinas de la vieja ciudad de porcelana, yo rechazé la proposici
a a través de las tierras bajas inundadas por el Pei-hó, ora a lo largo de pálidos e infinitos arrozales; cruzando aquí una lúgubre aldea de loma negra, allá un camp
ér precioso y raro. El lenguaraz intérprete Sa-Tó, que el general había mandado para ponerse a mi servicio, me explicó que las cartas del sello imperial anunciando mi llegada, se habían recibido hacía tiempo por conducto de los correos de la
seda, y una tarjeta de visita con estas palabras escritas con
último rayo de sol huye de las torres del Templo del Cielo. Al principio seguimos un camino, formado por el tránsito de las caravanas, atravesado por enormes losas de mármol arrancadas de la antigua Vía Imperial.
curo, extendida hasta perderse de vista, y destacándose con la arquitectura babilónica d
una nube rojiza, veíase, como suspendi
Pekín, hasta la residencia militar de Camilloff. Ahora, la muralla, vista de cerca,
rumorosa, y la luz de las linternas oscilantes salpicaba el crepúsculo de vagas manchas sa
los cosacos, penetré en la vieja Pekín, por su puerta babélica, en medio de una turba tumultuosa, entre carretas, caballeros mongólico
sales linternas perdidas en la selva. Los surtidores y las fuentes murmuraban en la sombra. Bajo un peristilo formado de maderos pintados de rojo, iluminado por hileras de faroles de papel transparente, me esperaba
os chinos, al ba?o de la hospitalidad, una vasta pila de porcelana, donde entre roda
el ?boudoir? de la generala. Era alta y rubia, tenía los ojos verdes de las sirenas de Homero; en el descote bajo de su vestido
nihilismo, de Zola, de León XI
e sentó al piano, y con su voz de contralto rompió el silencio melancólico de la ciudad tártar
nté mi lamentable historia y los motivos fabulosos que me impulsaron a venir a Pekín.
-me preguntó de repente, clav
ortantes, mi general
sos tendones sobre la horrible c
entiende en este país. Es el nombre que en el siglo XVI
-murmuré suspirando. Mi interlocutor su
los funcionarios chinos. Viene d
o, por esa costumbre instintiva en los
us ojos redondos de viejo astut
iciente para servir en todas las relaciones sociales. Mi querido huésped pretende casarse con una se?ora de la familia de Ti-Chin-Fú, continuar la gra
ante mi deseo como las murallas mismas de Pekín; ninguna se?ora de la familia de Ti-Chin-Fú consentiría en casarse con un extranjero; y ser
l Mi?o. Soy licenciado, por lo tanto, en China como en Coimbra, soy letrado. He pertenecido a
o respetuosamente ante la a
que el individuo que lo propusiese, sería inmediatamente de
cabeza a
apagayo.... Si yo entregase la mitad de mis millones al tesoro chino, ya que no me es dado pers
rnalmente su ancha m
oras; serían disipados en plantar jardines, coleccionar porcelanas, alfombrar salones y vestir de seda a las concubinas: no alimentarían una sola p
acer particularmente, como filántropo, largas distrib
al vería en esto una ambición política, un plan para ganar el favor de la plebe,
?Entonces para qué h
mas luego mostró en una sonrisa malici
Busque a la fami
?ad
nes; organice para el difunto unos funerales de gran ceremonia con un séquito de una legua de largo, filas de bonzos, todo un mundo de estandartes, palanquines, lanzas,
nto
nces
racias, m
para tratar a la familia de Ti-Chin-Fú, formar en el séquito de los funerales y, en una palabra, introducirme en la vi
eado con los sastres de la calle Cha-Cona, entré en la sala tapizada de seda escarlata, donde ya brillaba la vajilla d
de perlas y un poco de la media sembrada de estrellitas obscuras, y a la cintura, en una linda faja recamada llevaba metido un abanico de bambú, de los que ostenta el retrato del filósofo La-o-Tsé, y son fabricados en Lwatón; y por esas misteriosas correlaciones con que el vestido influye en el ca
pleto de un Mandarín. Así e
ntura, haciendo girar los pu?os cerrados sobre
cía ella con su linda sonrisa, golp
s docenas con verdadero regalo oriental. Después sirvieron deliciosas fibras de aletas de tiburón, ojos de carnero con picado de ajo, un plato de nenúfares en compota, naranjas de Cantón, y, en fin, el arroz tradicional, el arroz de los abuelos. Todo e
ural viejas cántigas de los tiempos de la dinastía Ming al són de guitarras forradas de piel de serpiente, que
rchó con su escolta cosaca hacia el Yamen del príncipe Tong, a informarse de la residen
una tranquilidad austera. Las calles semejan largos caminos de aldea surcados por las ruedas de los
ierta de brocado claro, la cabeza toda llena de flores, haciendo girar en las mu?ecas dos aros de plata con un aire de tedio ceremonioso: Después alguna aristocrática litera de mandarín, que koolíes vestidos de azul, con la coleta suelta, llevan al trote, e
onces, esmaltes, marfiles, sedas, armas, los abanicos maravillosos de Swatón; a veces una fresca joven de ojos oblícuos, vestida de azul, con amapolas de papel en la cabeza, desdobla algún rico brocado delante de algún grueso c
terraza de un templo, donde estuvieron adiestrándose en el manejo de la flecha. Sa-Tó, me dice sus nombres: forman parte de la guardi
vesta amarilla, privilegio de los ancianos. Iba hablando solo y llevaba en la man
sonriendo, todo un ceremonial dogmático, que les hacía oscilar de un modo picaresco sobre las espaldas las largas plumas de pavo. Donde quiera que se levantaban los ojos se veíandad tártara! Vamos a
el populacho. Las calles alíneanse como una pauta; y en el suelo vetusto y enlotado, hecho con inmundicias de cien generaciones
s de perros hambrientos, ora filas de chozas toscas, ora pobre
. Una multitud rumorosa y api?ada, donde domina el tono pardo y azulado de los trajes, circula sin cesar; el polvo lo envuelve todo en una nevada amarilla; un hedor
orosos, hacen destrezas con una picardía bárbara y sutil; y mucho tiempo estuve admirando los astrólogos que, vestidos con largas
la coleta. En aquella avenida vi también el cortejo de un funeral de Mandarín, todo ornado de oriflamas y banderolas; grupos de hombres fúnebres quemaban papeles en braserillos portátiles; m
el, roían huesos tranquilamente, y los cadáveres de las criaturas se pudrían a su lado bajo el vuelo de los moscardones. Más adelante encontramos una jaula donde un condenado extendía, a través de los barrotes, las manos
do.-Sa-Tó, ahora quiero reposo,
las murallas de la ciudad, las cuales forman una explanada que c
ba en un desahogo de ?cicerone? fastidiado, yo, fumando, c
arecer transparentes. En la inmensidad de su recinto agloméranse confusamente verdores de bosques, lagos artificiales, canales brillantes, puentes de mármol, terrenos cubiertos de minas, tejados barnizados relucientes al sol; por todas partes se alzan pagodas herál
randiosas, es apenas como granos de arena
amarillo de oro muy vivo. ?Con cuánto gusto penetraría en sus secretos y vería desfila
espués la gran columna de los Principios, hierática y seca como el genio de la raza, y delante b
rados que los cercan, con sus tejados lustrosos, azules, verdes, escarlata y de color de limón. Yo devoraba con ojos ávidos aquellos monumentos de la antigüedad asiática, lleno de curiosidad por conocer las impenetrables clases que los ha
as negrean filas vagarosas de caravanas. Entonces invadió a mi alma una melancolía que el silencio de aquellas alturas, envolviendo a Pekín, hacía más desolada; era como un cansancio de mí mismo, un largo pensar de mi sentir; allí, aisl
pabellones imperiales; cada una llevaba, para librarse de los milanos, una ca?ita de bambú que el aire hacía silbar, y aquellas nubes blancas pasaban como impelidas
blando su servilleta, me pregu
bien, mi general, los ve
s ríos
onia me a
millones de hombres, una raza audaz, laboriosa, sufrida, política, invasora. Estudian nuestras ciencias... ?Una copita de Medoc, Teodoro?... ?Tienen una marina formidable! El ejército q
del Imperio Celeste, los patriotas se pasan los dedos por las gre?as y dic
lenciosos. El general, tosiendo formidabl
l es un b
con sequeda
ocilga,
ente en el borde del plato un al
de Mignon; el hermoso país
de Bom, canciller de la legión, hombre de aficione
ivilegiada donde la naranja da flor?? El divino Goethe se refería a Ita
esposa del primer secretario, una
ron algunos comensales, p
koff agitó los
n pero, que es l
ocial!-murmuró somb
nta sabiduría, llega
apoyándose sentimentalmente en mi
esos palacios apasionados d
je en secreto, llevándola dulcemente