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El Mandarín

Chapter 4 No.4

Word Count: 4530    |    Released on: 06/12/2017

Compa?ía Russal. Yo no iba a visitar la China con esa curiosidad ociosa de turista; todo el paisaje de aquella provincia, semejante al de un vaso de p

opuso ir a recorrer las monumentales ruinas de la vieja ciudad de porcelana, yo rechazé la proposici

a a través de las tierras bajas inundadas por el Pei-hó, ora a lo largo de pálidos e infinitos arrozales; cruzando aquí una lúgubre aldea de loma negra, allá un camp

ér precioso y raro. El lenguaraz intérprete Sa-Tó, que el general había mandado para ponerse a mi servicio, me explicó que las cartas del sello imperial anunciando mi llegada, se habían recibido hacía tiempo por conducto de los correos de la

seda, y una tarjeta de visita con estas palabras escritas con

último rayo de sol huye de las torres del Templo del Cielo. Al principio seguimos un camino, formado por el tránsito de las caravanas, atravesado por enormes losas de mármol arrancadas de la antigua Vía Imperial.

curo, extendida hasta perderse de vista, y destacándose con la arquitectura babilónica d

una nube rojiza, veíase, como suspendi

Pekín, hasta la residencia militar de Camilloff. Ahora, la muralla, vista de cerca,

rumorosa, y la luz de las linternas oscilantes salpicaba el crepúsculo de vagas manchas sa

los cosacos, penetré en la vieja Pekín, por su puerta babélica, en medio de una turba tumultuosa, entre carretas, caballeros mongólico

sales linternas perdidas en la selva. Los surtidores y las fuentes murmuraban en la sombra. Bajo un peristilo formado de maderos pintados de rojo, iluminado por hileras de faroles de papel transparente, me esperaba

os chinos, al ba?o de la hospitalidad, una vasta pila de porcelana, donde entre roda

el ?boudoir? de la generala. Era alta y rubia, tenía los ojos verdes de las sirenas de Homero; en el descote bajo de su vestido

nihilismo, de Zola, de León XI

e sentó al piano, y con su voz de contralto rompió el silencio melancólico de la ciudad tártar

nté mi lamentable historia y los motivos fabulosos que me impulsaron a venir a Pekín.

-me preguntó de repente, clav

ortantes, mi general

sos tendones sobre la horrible c

entiende en este país. Es el nombre que en el siglo XVI

-murmuré suspirando. Mi interlocutor su

los funcionarios chinos. Viene d

o, por esa costumbre instintiva en los

us ojos redondos de viejo astut

iciente para servir en todas las relaciones sociales. Mi querido huésped pretende casarse con una se?ora de la familia de Ti-Chin-Fú, continuar la gra

ante mi deseo como las murallas mismas de Pekín; ninguna se?ora de la familia de Ti-Chin-Fú consentiría en casarse con un extranjero; y ser

l Mi?o. Soy licenciado, por lo tanto, en China como en Coimbra, soy letrado. He pertenecido a

o respetuosamente ante la a

que el individuo que lo propusiese, sería inmediatamente de

cabeza a

apagayo.... Si yo entregase la mitad de mis millones al tesoro chino, ya que no me es dado pers

rnalmente su ancha m

oras; serían disipados en plantar jardines, coleccionar porcelanas, alfombrar salones y vestir de seda a las concubinas: no alimentarían una sola p

acer particularmente, como filántropo, largas distrib

al vería en esto una ambición política, un plan para ganar el favor de la plebe,

?Entonces para qué h

mas luego mostró en una sonrisa malici

Busque a la fami

?ad

nes; organice para el difunto unos funerales de gran ceremonia con un séquito de una legua de largo, filas de bonzos, todo un mundo de estandartes, palanquines, lanzas,

nto

nces

racias, m

para tratar a la familia de Ti-Chin-Fú, formar en el séquito de los funerales y, en una palabra, introducirme en la vi

eado con los sastres de la calle Cha-Cona, entré en la sala tapizada de seda escarlata, donde ya brillaba la vajilla d

de perlas y un poco de la media sembrada de estrellitas obscuras, y a la cintura, en una linda faja recamada llevaba metido un abanico de bambú, de los que ostenta el retrato del filósofo La-o-Tsé, y son fabricados en Lwatón; y por esas misteriosas correlaciones con que el vestido influye en el ca

pleto de un Mandarín. Así e

ntura, haciendo girar los pu?os cerrados sobre

cía ella con su linda sonrisa, golp

s docenas con verdadero regalo oriental. Después sirvieron deliciosas fibras de aletas de tiburón, ojos de carnero con picado de ajo, un plato de nenúfares en compota, naranjas de Cantón, y, en fin, el arroz tradicional, el arroz de los abuelos. Todo e

ural viejas cántigas de los tiempos de la dinastía Ming al són de guitarras forradas de piel de serpiente, que

rchó con su escolta cosaca hacia el Yamen del príncipe Tong, a informarse de la residen

una tranquilidad austera. Las calles semejan largos caminos de aldea surcados por las ruedas de los

ierta de brocado claro, la cabeza toda llena de flores, haciendo girar en las mu?ecas dos aros de plata con un aire de tedio ceremonioso: Después alguna aristocrática litera de mandarín, que koolíes vestidos de azul, con la coleta suelta, llevan al trote, e

onces, esmaltes, marfiles, sedas, armas, los abanicos maravillosos de Swatón; a veces una fresca joven de ojos oblícuos, vestida de azul, con amapolas de papel en la cabeza, desdobla algún rico brocado delante de algún grueso c

terraza de un templo, donde estuvieron adiestrándose en el manejo de la flecha. Sa-Tó, me dice sus nombres: forman parte de la guardi

vesta amarilla, privilegio de los ancianos. Iba hablando solo y llevaba en la man

sonriendo, todo un ceremonial dogmático, que les hacía oscilar de un modo picaresco sobre las espaldas las largas plumas de pavo. Donde quiera que se levantaban los ojos se veían

dad tártara! Vamos a

el populacho. Las calles alíneanse como una pauta; y en el suelo vetusto y enlotado, hecho con inmundicias de cien generaciones

s de perros hambrientos, ora filas de chozas toscas, ora pobre

. Una multitud rumorosa y api?ada, donde domina el tono pardo y azulado de los trajes, circula sin cesar; el polvo lo envuelve todo en una nevada amarilla; un hedor

orosos, hacen destrezas con una picardía bárbara y sutil; y mucho tiempo estuve admirando los astrólogos que, vestidos con largas

la coleta. En aquella avenida vi también el cortejo de un funeral de Mandarín, todo ornado de oriflamas y banderolas; grupos de hombres fúnebres quemaban papeles en braserillos portátiles; m

el, roían huesos tranquilamente, y los cadáveres de las criaturas se pudrían a su lado bajo el vuelo de los moscardones. Más adelante encontramos una jaula donde un condenado extendía, a través de los barrotes, las manos

do.-Sa-Tó, ahora quiero reposo,

las murallas de la ciudad, las cuales forman una explanada que c

ba en un desahogo de ?cicerone? fastidiado, yo, fumando, c

arecer transparentes. En la inmensidad de su recinto agloméranse confusamente verdores de bosques, lagos artificiales, canales brillantes, puentes de mármol, terrenos cubiertos de minas, tejados barnizados relucientes al sol; por todas partes se alzan pagodas herál

randiosas, es apenas como granos de arena

amarillo de oro muy vivo. ?Con cuánto gusto penetraría en sus secretos y vería desfila

espués la gran columna de los Principios, hierática y seca como el genio de la raza, y delante b

rados que los cercan, con sus tejados lustrosos, azules, verdes, escarlata y de color de limón. Yo devoraba con ojos ávidos aquellos monumentos de la antigüedad asiática, lleno de curiosidad por conocer las impenetrables clases que los ha

as negrean filas vagarosas de caravanas. Entonces invadió a mi alma una melancolía que el silencio de aquellas alturas, envolviendo a Pekín, hacía más desolada; era como un cansancio de mí mismo, un largo pensar de mi sentir; allí, aisl

pabellones imperiales; cada una llevaba, para librarse de los milanos, una ca?ita de bambú que el aire hacía silbar, y aquellas nubes blancas pasaban como impelidas

blando su servilleta, me pregu

bien, mi general, los ve

s ríos

onia me a

millones de hombres, una raza audaz, laboriosa, sufrida, política, invasora. Estudian nuestras ciencias... ?Una copita de Medoc, Teodoro?... ?Tienen una marina formidable! El ejército q

del Imperio Celeste, los patriotas se pasan los dedos por las gre?as y dic

lenciosos. El general, tosiendo formidabl

l es un b

con sequeda

ocilga,

ente en el borde del plato un al

de Mignon; el hermoso país

de Bom, canciller de la legión, hombre de aficione

ivilegiada donde la naranja da flor?? El divino Goethe se refería a Ita

esposa del primer secretario, una

ron algunos comensales, p

koff agitó los

n pero, que es l

ocial!-murmuró somb

nta sabiduría, llega

apoyándose sentimentalmente en mi

esos palacios apasionados d

je en secreto, llevándola dulcemente

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